En un rato, como si nada hubiera ocurrido, el mundo pareció acomodarse sobre su eje. Los quince miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas resolvieron por unanimidad el desmantelamiento de las armas químicas de Siria tras un acuerdo entre los principales antagonistas: los Estados Unidos y Rusia. A su vez, los presidentes de los Estados Unidos e Irán mantuvieron el primer contacto directo desde la revolución islámica de 1979. El diálogo telefónico entre Barack Obama y Hassan Rohani fue el primer indicio en varios años de la búsqueda de una salida razonable para las diferencias sobre el programa nuclear iraní.
En ambos casos primaron las Naciones Unidas, organismo para el cual todo el mundo reclama una reforma integral por responder a una visión de la realidad más cercana al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue creado, que a la de la primera década del siglo XXI, en la cual no encajan, sobre todo, la primacía y el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad: los Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia y China. En la inauguración del 68º período de sesiones de la Asamblea General, la mayoría de los mandatarios abogó por una estructura más dinámica, inclusiva y expeditiva.
En sus discursos, Obama y Rouhani expresaron su voluntad de entendimiento sobre la base del respeto y los intereses mutuos. El deshielo entre los Estados Unidos e Irán coincidió con la crisis desatada en Siria. Desde el 21 de agosto, la comunidad internacional quedó en una encerrona tras la muerte por la descarga de armas químicas de 1429 personas, de la cuales 426 eran niños, en doce suburbios de Damasco. Obama, el primer ministro británico David Cameron y el presidente francés François Hollande plantearon: "¿Qué mensaje estamos dando al mundo si un dictador puede gasear a sus ciudadanos sin pagar por ello?".
De no hacer nada, iba a quedar impune un crimen de lesa humanidad, no peor que las cien mil muertes ocasionadas por la guerra civil en poco más de dos años, sino por el método de ejecución empleado; de intervenir y tumbar al régimen vitalicio de Bashar al Assad, la Coalición Nacional de Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria, copada por grupos radicales ligados a Al Qaeda, no ofrecía mejores credenciales que la dictadura. Pesaba la sombra de las ineficaces intervenciones en Egipto y Libia, azotados como Siria y otros países del norte de África por las revueltas populares iniciadas en la primavera árabe de 2011.
¿Qué hacer, pues? Obama puso el dedo en la llaga, no en el botón. Desde 1973, la llamada resolución de poderes de guerra pretende limitar la orden de fuego del presidente de los Estados Unidos. Por esa ley, debe obtener la venia del Capitolio antes declarar una guerra o, de declararla, dentro de los sesenta días posteriores. Gobiernos republicanos y demócratas ordenaron desembarcos militares en Granada (1983), Panamá (1989), Irak (1991), Haití (1994) y Kosovo (1999), entre otros, sin el consentimiento legislativo. Tras la voladura de las Torres Gemelas, George W. Bush recibió plenos poderes para enviar tropas a Afganistán e Irak.
La virtual represalia contra el régimen de Al Assad por haber usado armas químicas contra civiles nació con respaldo escaso en el Congreso de los Estados Unidos y en la opinión pública mundial. Sólo el 37 por ciento de los norteamericanos veía con buenos ojos la decisión de Obama, según un sondeo de Rasmussen. En Francia, su principal aliado occidental tras el revés sufrido por el primer ministro británico Cameron en la Cámara de los Comunes y tras haberse opuesto a la guerra contra Irak, ocurría otro tanto: el 64 por ciento creía que la iniciativa abrazada por el presidente Hollande era pésima, según un sondeo de BVA.
Una posición similar adoptaron los gobiernos de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Más allá de la impronta antinorteamericana de algunos de ellos, dejaron dicho que una acción militar contra Siria podía desencadenar un conflicto de gran magnitud. En Europa temían ingresar en un túnel y no hallar la salida, aunque, como señaló Cameron sin convencer a la oposición laborista británica, no abrigaran la premisa de derrocar a Al Assad, como sucedió con Saddam Hussein en la última guerra contra Irak. El Papa instó al diálogo; el secretario general de las Naciones Unidas, Ban ki-moon, pidió más tiempo.
La responsabilidad de proteger a los civiles contra genocidios y crímenes de guerra o de lesa humanidad (R2P, en inglés) deriva de las catástrofes humanitarias de Ruanda y Kosovo en los noventa. Le otorga legitimidad el Consejo de Seguridad, máximo garante de la paz. En ese ámbito tampoco tenía consenso la represalia contra Siria por el poder de veto de Rusia. ¿Era legal entonces la intervención? Hasta la oposición siria sospechaba que, de concretarse, la situación iba a empeorar.
La declamada represalia pudo ser un tiro por elevación contra Irán, cuyo nuevo presidente, Rouhani, ha procurado mostrarse más moderado que Mahmoud Ahmadinejad, y contra Rusia, donde Vladimir Putin brindó asilo a Edward Snowden, traidor o héroe, según cómo se mire, por haber revelado secretos norteamericanos. Pudo ser, también, un guiño a Israel, Arabia Saudita, Turquía y los otros dispuestos a embarcarse en un bombardeo contra un régimen mal visto, socio de Irán, Hamas y Hezbollah, que lidia con un enemigo común, el terrorismo infiltrado en la oposición. En un rato, todo pareció retornar a la legalidad, más que a la normalidad, como si el mundo hubiera sufrido un ataque de cordura. Ojalá que dure.