J. R. R. Tolkien, de tenista a escritor

En los cines se exhibe desde hace poco El Hobbit, dirigida por Peter Jackson. Pero pocos saben que el autor de la novela empezó a escribir sus obras maestras después de sufrir un infortunio con el deporte

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J.R.R. Tolkien (1892-1973) solía ocupar su tiempo jugando al tenis con sus amigos y colegas. La actividad tenística de Tolkien prosiguió incluso pasados los 40 años, momento en el que sufrió el infortunio en el tobillo jugando contra Augus McIntosh, veintidós años más joven que él. La historia fue hecha pública en estos días por Ben Rothenberg en el New York Times.

Aquella lesión en el tobillo alejó a Tolkien de las canchas, imposibilitando un buen desplazamiento, y de alguna manera lo llevó a escribir más concentrado, con disciplina, y fruto de ello surgió El hobbit y la saga de El Señor de los Anillos, primero bestseller, años más tarde un éxito de taquilla cinematográfica. Tal vez sea la mejor derrota deportiva, capaz de engendrar un clásico por abandono.

Vladimir Nabokov sobrevivió en Berlín como profesor de tenis y de ruso; ya en Estados Unidos, jugaba con el poeta Jorge Guillén en la Universidad de Wellesley donde ambos trabajaban. En Lolita –su novela más emblemática y llevada al cine en dos oportunidades–, la protagonista e inquietante nínfula participa del erotismo exaltado del narrador en la descripción de su perfomance deportiva dentro de una cancha.

David Foster Wallace jugó al tenis de manera amateur con muy buen estilo y rendimiento (el tenis universitario norteamericano es de un nivel cuasi profesional). Se dice de Adolfo Bioy Casares que era un buen tenista amateur, muy próximo al estilo de fotos gastadas en blanco y negro donde se pueden observar las prendas más incómodas para la práctica deportiva (¿de allí deriva la frase "elegante sport" como requisito masculino para los salones de baile en un pasado más lejano, que hoy parece inverosímil?).

Martin Amis, también jugador de tenis, abordó la descripción deportiva en alguna de sus novelas (Dinero), y hasta publicó un artículo en Vogue (1988) donde se muestra deslumbrado por el tenis femenino y la belleza de Gabriela Sabatini.

Como ejemplo de los distintos recursos literarios para abordar este deporte, Alfaguara Argentina publicó recientemente Cuentos de tenis, una selección de Christian Kupchik con prólogo de Liliana Heker. Los autores: J.P. Donleavy, William Somerset Maugham, A.A. Milne, Fabio Morábito, Paul Theroux, William T. Tilden, John Upidke y David Foster Wallace, y los argentinos Adolfo Bioy Casares, Daniel Moyano y Guillermo Martínez.

Ahora, tenista y escritor comparten cierta soledad épica e idealizada. Hay un componente que atraviesa la existencia deportiva y la materia misma de la práctica de la escritura: el tiempo. La literatura llega tarde (por más realismo que invoque) al suceso tenístico de elite (llegar tarde la define como una actividad reconstructiva, dependiente de la memoria y sus fallas).

Luego, está la esencia misma del juego, que se diluye en la determinación de un ganador-campeón: lo que queda es una cancha vacía (o escenario) a la espera de los nuevos contendientes. Pensemos en la página en blanco, sus límites, plano a vencer por los recursos del que escribe, donde toda regla puede ser cuestionada para ser visto como ganador, o leído con admiración por el público.

También el tiempo muestra el retraso de la literatura respecto al tenis y pone en evidencia el fracaso descriptivo; está el caso de un texto publicado por David Foster Wallace en 1996 en la revista Esquire titulado The String Theory. Allí describe algunas escenas de un partido de Michael T. Joyce (uno de los miles de aspirantes a top ten en el circuito ATP), más las observaciones de las costumbres aleatorias de los deportistas durante el Abierto de Canadá. Sus opiniones técnicas han quedado en el olvido, así como la mayoría de los jugadores que cita (entre ellos Javier Frana, convertido en el mejor comentarista de tenis y ejemplo de uso del lenguaje para llevar el saber técnico adecuado a las situaciones de juego tan imprevistas como emotivas).

Tan cruel y competitivo como el circuito tenístico es el tiempo que envejece los textos sobre sí: ya nada queda del entrenamiento marine de donde provino Agassi. Hoy el tenis profesional es el resultado de un salto constante donde se cruzan biogenética y biomecánica, para que los recursos del jugador se amplíen en base a una planficación meticulosa del rendimiento de cada uno de sus movimientos. Es que el jugador debe estar técnicamente solvente, libre de toda preocupación y límite, para dar rienda suelta a su imaginación. En términos literarios, y a millones de años luz de distancia, tal estado de gracia deportiva sería comparable con el valor de un Premio Nobel que permitiera al escritor escribir sin ninguna otra presión cotidiana durante el resto de su vida. Pero adviene una dificultad (tan humana que nos constituye), y es la sed de competencia, lo que se llama "hambre" (de gloria o biológica): sin ella no se escribe sublime ni se juega como el mejor del mundo.