Enemigos ciudadanos

Christopher Hitchens es un periodista y ensayista británico-estadounidense. Es columnista de Vanity Fair y de Slate Magazine. La Institución Hoover en Stanford, California, le otorgó la beca en Medios Roger S. Mertz

Quizá porque básicamente causa la misma satisfacción cinematográfica de corto plazo que caracteriza el estallido de un misil Hellfire, el ostentoso final de la principal estrella mediática de Al Qaeda, Anwar al Awlaki, sólo ha provocado que se vuelvan a plantear algunas de las cuestiones más apremiantes sobre la naturaleza de la amenaza yihadista. También nos ha obligado a enfrentarnos a la idea de las palabras como armas y a la relación entre las ideas y las acciones, en un mundo de violencia criminal sin conciencia que opera sin recurrir a ningún código o precedente propios.

Para plantear en pocas palabras la esencia del problema, digamos que usted, como lector de esta columna, tiene más posibilidades de ser dinamitado en su centro de trabajo o de juego, o de camino a su centro de trabajo o juego, a causa de un fanático ''cosecha local'', ''lobo solitario'' o ''emprendedor'' que use cualquier explosivo o dispositivo incendiario que pueda tener a mano, que las posibilidades de morir a manos de Al Qaeda, de Al Shabab o de cualquier otro de sus cambiantes sustitutos. Del mismo modo, por lo menos es tan probable que surja un operativo local de los suburbios estadounidenses para cometer un acto imprevisible y aleatorio como es probable que un fanático salga de nuestras costas y se dirija a Somalia, Yemen o Afganistán, como ha pasado. Y así tenemos las figuras del mayor Nidal Malik Hasan desenfundando su arma en Fort Hood al grito de ''¡Dios es grande!'', de Faisal Shahzad, convirtiendo a su camioneta en bomba para explotar en Times Square o, a un poco más de distancia, a Umar Farouk Abdulmutallab, que rellenó su ropa interior con combustible y (con demasiada facilidad, dados sus antecedentes) abordó un vuelo a Detroit.

No parece estrictamente adecuado usar la designación de "lobo solitario" en todos estos casos, pues una influencia poderosa en el solitario puede ser un consejero o asesor hecho en casa, que hable la misma lengua y que también haya vivido en "el vientre de la bestia". En el pasado reciente, Awlaki ha sido el ejemplo clásico de mayor éxito. Por ejemplo, su contacto evolutivo con Hasan, al parecer orientándolo por todas las etapas que culminaron en la concesión del permiso religioso para disparar a placer, fue bastante sistemático. Hubo veces en las que Awlaki trabajaba en nuestras mismas narices, haciendo propaganda en Virginia y otras partes, desde el contexto de una mezquita (y hasta ahora familiarizándose con las cosas con las que el FBI consideraba ganarse su cooperación, deteniéndolo por cruzar límites estatales con damas de la noche, que fue como quizá llegamos a conocerlo).

Pero en esa etapa, él mismo no se había metamorfoseado plenamente en el comprometido yihadista salafista. Así que ahora tenemos el fenómeno de un ciudadano estadounidense, capaz de susurrarle al oído a gente que vive en el país, pero que hasta recientemente lo estuvo haciendo desde una localidad geográfica en la que no podían alcanzarlo nuestras leyes. No hay ningún antecedente, ni siquiera remoto, de un reto legal y moral de este tipo, ya no digamos de la cuestión política o militar.

Ya que este dilema estará con nosotros por algún tiempo, ¿me permiten recomendar un folleto reciente que ofrece la mayoría de los antecedentes del surgimiento de este fascinante y frustrante enemigo? Llamado As American as Apple Pie: How Anwar al-Awlaki Became the Face of Western Jihad, está publicado por el Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización y la Violencia Política. (Su autor, me apresuro a agregar con orgullo, es mi hijo). El folleto explora la tradición de los agitadores salafistas de habla inglesa que trabajan en Occidente. Una tradición que es más larga y está más ramificada de lo que piensa mucha gente.

Pero yo me sentí más atraído por el aspecto representado por el difunto Samir Khan, un paquistaní-estadounidense que, hasta que murió en el mismo ataque con misiles Hellfire, era el editor de la revista de Al Qaeda en la península Arábiga, llamada Inspire. Algunos recordarán esta revista en línea, única por sus abucheos y animados reportes sobre la extrema mezquindad de las bombas hechas con cartuchos de impresora que se cargaron en Yemen en aviones con rumbo a nuestras costas (es posible que el fabricante de esos explosivos haya muerto también en el mismo ataque), o el animado reportaje central con instrucciones para hacer bombas en la mesa de cocina de la casa de mamá. Mientras en otros campos de batalla apartados se aplicaban otras tácticas de martirio, no hace mucho tiempo Khan declaró, aun cuando Osama bin Laden ya había sido eliminado del tablero, que la idea de ataques contra suelo estadounidense surgidos ahí mismo estaba entrando "en quinta velocidad".

En una forma retórica, esto refleja la obsesiva distinción de Bin Laden entre las operaciones contra la India o, digamos, Irak, y los ataques espectaculares contra "el enemigo lejano" o el prestigio y la seguridad de Estados Unidos. Hasta sus últimos días, él discutió incluso con sus propios lugartenientes para que se renovara el segundo tipo de guerra. Pero también presenta una imagen mucho menos grandiosa: la del patético aficionado y desadaptado que puede cometer quizá un acto de rencor lleno de odio contra sus vecinos, sus compañeros de trabajo o simples transeúntes.

Creo que es importante buscar síntomas de degeneración pura como éste - mocosos aspirantes a asesinos que acechan en el sótano de sus padres - pues hay evidencias de que tales cosas (como usar a niños pequeños para cargar bombas suicidas) suscitan la repulsión incluso en aquellos que de otro modo desean perjudicarnos. También reduce espectacularmente el calibre del reclutamiento. Por otro lado, y es algo que se ha observado muy poco, esas tácticas hacen algo que vale el precio de una buena cantidad de fuertes explosivos. Aniquilan la fe y la confianza. ¿Realmente queremos tener a nuestro lado, en el campo de entrenamiento, a un hombre que se prosterna cinco veces al día? ¿Deberíamos decir algo del hombre barbado sentado a nuestro lado? ¿Una mezquita en la ciudad es una construcción que recibimos con agrado en el espíritu de la "inclusión" y la "diversidad"?

Las erosiones lentas y soslayadas como éstas pueden causar un daño incalculable. Y además pueden reproducirse a sí mismas de manera terrible y muy barata. Algunas personas "reaccionan en exceso" al espectro del islamismo, por muy ligero que sea, y esto ofende al hombre que está tratando de cumplir con sus obligaciones de rezo, y después entra en acción toda una maquinaria de supuestas quejas y reparaciones. Entre tanto, aquellos que orquestan este pequeño carnaval de caos y corrosión social pueden hacerlo desde lugares que están fuera de nuestra jurisdicción legal, pero dentro de nuestro alcance militar, y nos provocan al hacerlo.

Al comprometernos con la horripilante idea de que nuestro gobierno exige el derecho de poner a sus propios ciudadanos en una lista mortal que se compila conforme a métodos y normas desconocidos, debemos de conceder que ningún gobierno del planeta se enfrenta a la tentación de invocar lo que supongo podríamos llamar la doctrina de defensa propia preventiva. Aquellos que sientan mi alarma ante esta perspectiva, y ante las formas en que esto podría caer en el abuso, tienen la profunda obligación de decir lo que harían en cambio.

Distribuido por The New York Times Syndicate