De "La libertad salvaje"
Irak es el país más libre del mundo, pero como la libertad sin orden y sin ley es caos, es también el más peligroso. No hay aduanas ni aduaneros y la CPA (Coalition Provisional Authority) que preside Paul Bremer, ha abolido hasta el 31 de diciembre de este año todos los aranceles y tributos a las importaciones, de modo que las fronteras iraquíes son unas coladeras por donde entran al país, sin dificultad ni costo alguno, todos los productos habidos y por haber, salvo las armas. En la frontera con Jordania, el oficial norteamericano de guardia me aseguró que esta semana habían ingresado a Irak por allí un promedio de tres mil vehículos diarios con mercancías de todo tipo.
Por eso las dos largas avenidas Karrada In y Karrada Out que zigzaguean, como hermanas siamesas, por Bagdad, ofrecen, en sus innumerables tiendas que se han desbordado hacia la calle y convertido las veredas en un pletórico bazar, una inmensa variedad de productos industriales, alimenticios y vestuarios. Y, también, en el paraíso de la piratería en materia de discos, compactos y videos. Pero lo que los bagdadíes compran con avidez son las antenas parabólicas, que les permiten ver todas las televisiones del mundo, algo que no les ocurrió nunca antes y que indigna a los clérigos conservadores, que ven en ese desenfreno televisivo una invasión de la corruptora pornografía occidental. Los iraquíes ahora pueden también navegar libremente por el Internet, lo que era delito en tiempos de Sadam Husein, y es divertido ver en los cafés informáticos que han brotado como hongos por Bagdad la pasión con que los bagdadíes, sobre todo los jóvenes, se entregan a este novísimo deporte que los integra al mundo. Pero el activo comercio callejero tiene más de trueque primitivo que de compraventa moderna. Como no hay bancos, ni cheques, ni cartas de crédito, todo se hace al contado, y, dada la desintegración del dinar (unos 1,500 dinares por dólar el último día que estuve allí) para hacer cualquier adquisición el comprador debe llevar consigo voluminosas cantidades de billetes -maletas, a veces-, que le pueden ser birladas en cualquier momento por la plaga del momento: los ubicuos Ali Babas. Porque, además de aduaneros, tampoco hay policías, ni jueces, ni comisarías donde ir a denunciar los robos y atropellos de que uno es víctima. No funcionan ministerios, ni registros públicos, ni correos, ni teléfonos, ni hay leyes o reglamentos que regulen lo que un ciudadano puede o no puede permitirse. Todo está librado a la intuición, a la audacia, a la prudencia y al olfato de cada cual. El resultado es una desatinada libertad que hace sentirse a la gente desamparada y aterrada.
De "El virrey"
Con las primeras luces del alba, entre las cinco y las seis de la mañana, el embajador Paul Bremer abandona la caravana sin aire acondicionado donde pernocta, y corre sus cinco kilómetros diarios por los jardines del antiguo palacio -en verdad, una ciudadela- de Sadam Husein. Luego, se ducha y se zambulle quince horas en su despacho, en el corazón de la gigantesca construcción llena de arañas de cristal, baldosas de mármol y cúpulas doradas que construyó, como un monumento a su megalomanía, el dictador iraquí. Y, para que no cupiera duda sobre sus intenciones, coronó el enorme complejo con cuatro gigantescas cabezas de cobre hueco en que Sadam Husein aparece como Nabucodonosor. (...)
La cita era a las 11 y 15 de la mañana y estuvimos a las diez y media en la entrada, junto al gran arco, entre las alambrados y barreras de la guardia. Alí debían esperarnos dos oficiales de la Misión Militar Española del CPA (Coalition Provisional Authority). Pero el teniente coronel Juan Delgado y el coronel Javier Sierra habían aparcado su coche delante del arco, en tanto que nosotros los esperábamos detrás. Este desencuentro nos echó a mi hija y a mí en manos de unos soldados que nos registraron, nos pidieron unos pases incomprensibles, y nos advirtieron que jamás nos dejarían cruzar las rejas hacia el lejano despacho de Bremer. Durante una hora pivotamos entre distintas puertas del palacio, separadas por centenares de metros que debíamos cruzar a pie, bajo un sol ígneo. Cuando por fin un oficial aceptó llamar a la oficina de informaciones del embajador Bremer, no pudo hablar con nadie porque todos los empleados se habían trasladado al aeropuerto a dar la bienvenida al actor Arnold Schwarzenegger que venía a pasar el 4 de julio con las tropas norteamericanas de Bagdad.
En la más ardiente mañana de mi vida, y cuando ya se había pasado media hora de la hora de la cita, Morgana, temeraria e inoportuna, decidió dar una lección de buena crianza al Ejército de los Estados Unidos y se puso a rugirle al sargento jefe del platoon que ella no aguantaba groserías ni que le levantaran la voz, ni la falta de cooperación de tanto patán uniformado, con lo que yo deduje que, además de no ver a Bremer, no era imposible que diera con mis huesos en uno de los calabozos del Palacio del déspota iraquí. En ese momento, providencialmente, apareció un teniente en zapatillas dotado de racionalidad. Entendió todo y pidió que lo siguiéramos. Así llegamos a la antesala del embajador. Quince minutos después compareció un amable coronel, adjunto militar del procónsul, que nos preguntó si veníamos a cubrir la entrevista que el embajador Bremer tendría con el Premio Nóbel. ¿Se había inventado el espléndido Miguel Moro Aguilar, Encargado de la Embajada de España, que me gestionó esta cita, semejante credencial para que Bremer no pudiera decir no? Cuando expliqué al decepcionado coronel que no había ningún Premio Nóbel a la vista y que la cita era, apenas, con un novelista del Perú, aquél murmuró, con desmayado humor: "Si usted le cuenta toda esta confusión al embajador, me despide".
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