Una muestra de obras de Raúl Russo (1912-1984), se inaugura el próximo miércoles en la galería Palatino, un homenaje al pintor argentino que halló el equilibrio entre la sensualidad, la inteligencia y un refinado lirismo.
La vigencia de Russo mantiene intactos los valores y la lozanía que le valieron participar de las Bienales de San Pablo (1953) y Venecia (1954, 1956 y 1962)
Russo perteneció a una generación de coloristas excepcionales. Destacó entre pares de la talla de Enrique Policastro, Marcos Tiglio, Carlos Torrallardona, Enrique Policastro, Luis Seoane y Leopoldo Presas.
La pintura de Russo es un oficio de celebración de la vida, pero su exaltación del color nunca incurrió en desbordes o gestos ampulosos.
En la madurez Russo alcanzó el perfecto dominio de los elementos plásticos. Cada segmento de la composición, cada mancha de color, estaba "sabiamente controlada", como señaló el crítico Albino Diéguez Videla. Sin embargo la contención intelectual no amenguaba la libre y gozosa expresión de su armonía interior.
De la formación académica asimiló el rigor de la composición y el dibujo, el ejercicio de la afinación cromática y las sutilezas del grabado. Fue discípulo de Emilio Centurión, Angel Guido y Alfredo Larco.
Hizo su primera muestra personal en 1942, en la Asociación Amigos del Arte. Tenía 30 años y sólo en 1959 hizo su primer viaje a Europa.
El contacto con la obra de Bonnard, Vuillard, los fauvistas y Henri Matisse confirmaron las intuiciones y búsquedas maduradas en su país.
Russo mantuvo siempre el contacto con la naturaleza, aún en sus obras lindantes con la abstracción. Mantenía la referencia esencial con los datos preceptuales que fundamentaban sus audacias. Respetaba la luz y el color pero abandonó el volumen y la perspectiva cómplices de la ilusión figurativa.
La tela era el campo de juego de formas, arabescos y armonías cromáticas. Evolucionó hacia síntesis cada vez más audaces, más austeras en recursos que potenciaban su poética. La excusa inicial era mínima, dentro de la temática del paisaje, la naturaleza muerta y, en menor frecuencia, retratos y desnudos.
Era también dibujante superior, dueño de la línea que fluye y revela la forma. Esta cualidad se transfirió al arabesco en negro que solía delimitar las áreas de color. Pero lo más empinado del colorista que fue Russo surge en sus producciones de madurez, donde las zonas cromáticas se contrastan y complementan sin el recurso de demarcación a la manera del vitraux.
Una vez más el artista ganaba en sutileza. Alcanzó a entonar el color en afinación perfecta y logró "acordes profundos, imperiosos, definitivos" así estimados por el crítico francés Pierre Restany.
Russo no formó parte de grupos ni cofradías. Su obra se impuso por la gravitación del talento. Así obtuvo el Premio Dr. Augusto Palanza (1961) y fue designado miembro de la Academia de Bellas Artes en 1966. En 1976 se instaló en París donde trabajó hasta su muerte en 1984.
El Museo Nacional de Bellas Artes presentó en 1991 una retrospectiva curada por Martha Nanni.
La muestra podrá visitarse desde el miércoles próximo en galería Palatina, Arroyo 821. Entrada gratuita de lunes a viernes de 10,30 a 20; sábados de 10 a 13. Clausura el 30 de agosto.