"Lo que fue, eso será. Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará. No se hace nada nuevo bajo el sol… Las generaciones de hombres vienen y van, pero la tierra permanece" (Eclesiatés, 1:9 y 1:4)
Una noche entre las noches, el doctor Lubos Kohoutek, científico y rastreador de los cielos del Observatorio de Hamburgo, avistó un nuevo cometa: ese bólido de polvo estelar, gases y hielo que surcaba -y aun surca-, en su órbita del infinito Universo, y lo bautizó C/1973 E. Pero no pudo impedir, pese a su modestia y a su rigor, que en adelante se lo llamara, popularmente, Cometa Kohoutek.
Según sus exactos cálculos, en marzo de ese año 1973 se lo vería, claro y al desnudo, desde el colosal Observatorio La Silla, enclavado en el desierto de chileno de Atacama, a 600 kilómetros de Santiago Capital, a 2.400 metros de altura sobre el nivel del mar, y con 18 telescopios de última generación: 18 ojos de enormes ojos implacables.
Me fue asignada la nota, y hacia allí partí. Pero Chile explotaba políticamente. El gobierno comunista de Salvador Allende Gossens estaba jaqueado por un golpe inminente liderado por el luego feroz dictador militar Augusto Pinochet Ugarte, cuyo ejército ya controlaba la mayor parte del país. Un país atormentado por huelgas, escasez -las góndolas los supermercados lucían vacías-, mercado negro de dólares, colas infinitas para conseguir jabón, dentífrico, colchones y cuanto aparecía con cuentagotas desde las cuevas de los acaparadores.
El clima de golpe de Estado en marcha se respiraba en las calles con su repertorio de delaciones, persecuciones, listas negras, fugitivos que barruntaban su trágico destino, y el ejército y los carabineros copando calles y carreteras. Apenas aterricé en el aeropuerto de Pudahuel fui interrogado.
-¿A qué viene?
–Soy periodista y debo ir hasta el Observatorio La Silla para entrevistar a un científico que ha descubierto un cometa (dije, mientras mostraba mi documento de identidad y mi credencial de la revista GENTE).
-¿Viene a hacer una nota política?
-No. Una nota científica.
-Pero, ¿sabe lo está sucediendo en el país?
-Sí, por supuesto. Pero no es mi misión, como le dije. ¿Qué nota política podría hacer en pleno desierto?
-De todos modos, tiene que acreditarse en el Palacio Diego Portales.
Cumplí, perdiendo casi un día, hasta lograr que me colgaran del cuello una credencial color naranja, muy visible: único modo de llegar a La Silla, en ese desierto de geografía casi lunar, impoluta, y con un cielo límpido y perfecto para los telescopios. Al otro día, después de maldormir en el hotel El Conquistador, alquilé un taxi y partí. Pero la travesía no fue fácil: cada 50 kilómetros, y a despecho de una credencial que creí infalible, un retén del ejército me detuvo, me palpó de ¿armas? -nunca apreté ni el gatillo de un matagatos-, revisó mis cámaras como si fueran bombas camufladas, y me abrió paso, pero con un hosco aire de sospecha…
El sombrío show se repitió media docena de veces, mientras el árido paisaje se parecía cada vez más a una prefiguración de otro planeta. Después -muchas horas después, al mediodía de la jornada siguiente- el taxi trepó, asmático su motor, hasta la mole plateada de La Silla. Muerto de hambre, me uní a la fila de científicos de medio mundo que, bandejas en mano, elegían su sencillo menú como estudiantes universitarios. De a poco supe que todos eran genios o semigenios, callados y discretos como suelen ser los hombres dedicados a plantear (o refutar) las supuestas verdades celestes.
Zapatones gastados, camisas leñadoras, jeans, y gruesos anteojos destinados a ojos fatigados escudriñaban los misterios más profundos de las estrellas. Uno de ellos era Lubos Kohokutek. La entrevista fue breve: tan absorto estaba esperando el paso de aquella criatura casi eterna que, por miles o millones de años, seguiría en el aterrador silencio espacial su danza de velocidad alucinante. Pensé en Einstein y su Teoría de la Relatividad, en Ptolomeo, en Copérnico, en Newton, en todos los hombres sabios que -desde los griegos- intentaron explicarnos a los frágiles y finitos Homo Sapiens (mínimos hijos del polvo, del oxígeno, del carbono, que un día al polvo volveremos para siempre) cuán poca cosa somos, a pesar de todos "los atrevimientos del alma humana" (frase de Anatole France, autor injustamente olvidado).
No vi en ellos soberbia, vanidad, egoísmo, Súper Yo, distancia intelectual humillante respecto de mí, simple periodista y como tal, aprendiz de toda disciplina profunda. Me uní a ellos con mi bandeja, y compartimos desayunos, almuerzos y cenas en distintos idiomas. Por un momento, me hicieron sentir uno más. Cosa que en más de medio siglo de periodismo no percibí, por ejemplo, en políticos, y muchos menos en personajes de la farándula, categorías A, B y C, llegando hasta la ominosa Z.
Pero el cielo no les (no me) fue propicio. A pesar del largas noches en vela, ni Lubas K., su padre, ni su veintena de colegas, lograron avistar al esquivo cometa: una misteriosa pirueta espacial doblegó a los 18 telescopios, pasó como un fantasma invisible, y siguió su derrotero sin que los ojos humanos lo hollaran.
Seis meses después, Augusto Pinochet Ugarte y sus brutales huestes bombardearon La Moneda (el palacio presidencial) y Salvador Allende Gossens murió, casco en su cabeza y ametralladora en mano, defendiendo su vida y su presidencia. Lo demás, tristemente, se sabe: Estadio Nacional, torturas, muertos, y la bestial dictadura consiguiente de la que Chile emergería por la vía democrática.
Mientras esa realidad sangrienta, contingente y luego de esperanza regía la vida de los chilenos, el cometa C/1973 E seguía girando en la infinitud celestial, ajeno a las miserias, los crímenes y la épica de la especie humana. Ajeno, desde su helado polvo, su hielo y su velocidad inconcebible, a aquellas criaturas de infinita vanidad que se creyeron (y aun se creen) los reyes de la Creación.
Post scriptum: esta breve historia, transcurrida entre las tragedias de una democracia tambaleante y de una dictadura triunfante a sangre y fuego -apenas siete meses entre el fin de una y el principio de la otra- me dejó una clara lección que debiera llegar a todos los mortales, esos protagonistas de "una historia contada por un idiota, llena de sonido y de furia, y que nada significa" (Macbeth, acto V, William Shakespeare). Esa lección dice que el verdadero progreso humano reside en el silencio de la ciencia y sus filas, y jamás en los mesiánicos, los fanáticos, los belicosos, los extremistas de cualquier signo, los idólatras, los que matan en nombre de un fetiche. Que el más noble de los impulsos humanos es la curiosidad y la búsqueda de verdades a la luz de los microscopios, las pizarras estallando de ecuaciones, los laboratorios, los quirófanos, y todo cuanto honra y salva la vida, siempre tan amenazada por la barbarie. Eso fue lo que respiré esos días y esas noches entre hombres de ciencia que esperaban el paso de un nuevo habitante del Universo. Apenas eso. Magníficamente eso. Como aquel griego que, hace más de dos mil quinientos años, empezó a preguntarse los porqués de todo cuanto lo rodeaba: tierra, agua, cielo.
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