Las narraciones que siguen tienen un común denominador: África. Mundo exótico y misterioso. Cómodos adjetivos que ocultan la verdad: una legendaria y criminal marginación que ni siquiera se apiadó de su maravillosa fauna, casi extinguida por la brutalidad y la codicia de los withes hunter que la convirtieron en mercancía. A cuatro de sus países me llevó mi oficio en la década del 70. Aquí los recuerdo…
Dos cervezas y dos porciones de torta
Llegué a Nairobi, la capital de Kenia, como puente hacia un viaje imposible: la Uganda del bestial dictador Idi Amin, alguna vez riflero de Su Majestad Británica, y más tarde amo y señor de horca, bala y cuchillo contra su pueblo. Traté de entrar por ferrocarril: imposible. Lo intenté navegando el lago Victoria: ídem y bajo amenaza: una escopeta en la cabeza al desembarcar.
Sólo logré hablar con algunos de los miles de refugiados que, a riesgo de su vida, pudieron entrar a Kenia y sobrevivir de algún modo, aunque sin trabajo fijo: apenas changas y venta de precarias artesanías. Primera y triste perla negra de mi aventura…
De obligado retorno a Nairobi alquilé un taxi a cargo de dos nativos (siempre, en los viajes largos, van dos, aunque el kilometraje no lo justifique, acaso para dividirse la paga). Ya de noche me dieron a entender que tenían hambre. Paramos, a su pedido, en un lujoso hotel en medio de la selva, sin duda destinado a cazadores y turistas tan níveos como ricos. Un rápido cálculo me hizo imaginar el costo, que le abriría un agujero a mi módico viático, pero acepté. Ocupamos una mesa en el suntuoso comedor, y me resigné a oblar una pila de dólares cuando leí el menú y sus precios. Pero, ante mi asombro, los nativos pidieron apenas dos cervezas y dos porciones de torta de chocolate.
Les pregunté por qué, y mi corazón se estrujó: porque, negros en su tierra y en su selva, sólo se les permitía entrar acompañados por un blanco. Y aun así, eran mirados con desconfianza por los mozos, negros también. Nos despedimos en la puerta del Hotel 66, mi alojamiento. Les dejé una inesperada propina. Me abrazaron. Todo dicho…
Navajas en el aire
A mediados de los años 70, la ONU declaró que Alto Volta, colonia francesa que recién logró su independencia en 1960 -hoy se llama Burkina Faso-, era el país más pobre del mundo: su ingreso anual per cápita a duras penas rozaba ¡los 60 dólares! El dato, tristemente atractivo, me llevó, con el fotógrafo Eduardo Forte, a esa desdichada comarca, migaja del planeta.
Ya desde el aire, la capital, Ouagadougou, era menos que un pueblo de la provincia de Buenos Aires: unas pocas avenidas asfaltadas, y el resto, calles de tierra. Alojados en el Hotel Independence, el único aceptable, descubrí que hasta los edificios del Estado eran una versión en miniatura de sus enormes y ostentosos pares de casi todo el resto del mundo.
En el único cine que encontramos, daban "El pibe", de Charles Chaplin. Averigüé el porqué de esa pobreza récord: el 95 por ciento de la población (menos de diez millones) era negra y tribal, moraba en chozas de barro y paja, su expectativa de vida rondaba los 30 o 40 años, y su economía -sólo consumo interno- dependía de la agricultura, la caza y la pesca. El 5 por ciento restante era un puñado de blancos franceses, en su mayoría vendedores de semillas y pesticidas.
Comer al aire libre en el hotel, junto a una enorme piscina habilitada únicamente para pieles blancas (en especial, la clase diplomática), fue una pequeña pero reveladora aventura. Cada miga o pequeño trozo de alimento caído al descuido convocaba a lagartos verdes que, a velocidad de rayo, los devoraban, y luego montaban guardia esperando más. En dos palabras: el hambre. No sólo de los lagartos…
Entramos en algunas chozas, bien recibidos por aquellas almas inocentes. Vimos pescar a lanza. Comimos unos sabrosos panes. Allí y junto a uno de los tres ríos Volta que surcan y dieron nombre al país (Blanco, Negro, Rojo), nos sentimos llevados a diez siglos atrás, y no por la Máquina del Tiempo que imaginó Herbert Wells en su novela homónima. Pero aún nos faltaba la cuota de peligro, y llegó.
En el único centro comercial, el certero ojo de Forte se detuvo en uno de esos contrastes nacidos para la cámara. Una mujer inválida amamantaba a su hijo apoyada en una columna de la recova rematada por un gran cartel de Renault. Al segundo clic, disparado discretamente, sin ofender, aparecieron diez (¡diez!) musulmanes negros que dijeron ser sus hijos, y exigieron un pago. Desde luego, acepté: negarme era suicida. Puse veinte dólares en el regazo de la mujer. Pero no bastaron. Amenazantes, los supuestos hijos pidieron más. Agregué otros diez, pero tampoco se conformaron. "Más, más, más", decían con sus gestos. Les dije, con un gesto universal (bolsillos dados vuelta) que no tenía más. ¡Y era cierto! Entonces sacaron sus navajas y nos rodearon… El taxi que habíamos alquilado, un pequeño y viejo Fiat, estaba cerca. Corrimos, nos refugiamos en la parte trasera, y le gritamos al chofer "¡Go, go,go!": palabras universales de fuga veloz. Pero el arranque no funcionó. Ni en el primero ni en el segundo de los intentos.
Ya éramos presa segura. Los diez musulmanes se aferraron del chasis y lo balancearon para volcarlo. Adentro, enjaulados, nos dimos por muertos. Pero cuando el Fiat estuvo a punto de perder su resistencia y obedecer a la Ley de Gravedad de Isaac Newton, el chofer, en un esfuerzo desesperado, hizo roncar por fin al asmático motor. ¡Música celestial! Partimos como saeta, mientras el racimo de asesinos y sus navajas se desparramaron en el hirviente asfalto. Por cierto, no volvimos. Lista la nota, al día siguiente, y en el primer avión… ¡a París!
Post scriptum: Burkina Faso quiere decir "La patria de los hombres íntegros". Pero jamás volveré para comprobarlo. No vaya a ser que uno de esos hombres íntegros, me desintegre.
La noche en que copé un aeropuerto
Sucedió en Monrovia, capital de Liberia, país recostado en el Atlántico y pegado a Sierra Leona y Costa de Marfil. Paramos allí haciendo escala a no recuerdo dónde. Llegamos al mediodía. Nuestro avión de transbordo partía 24 horas después. Nos alojamos en un hotel respetable, de lujoso comedor pero plagado de cucarachas.
Convinimos que entre dormir acosados por los repugnantes bichos o en un sillón del aeropuerto, la elección era clara. Pagamos y allá fuimos. Las primeras horas fueron aburridas hasta el infinito, pero al menos libres de insectos. Café, uno que otro sándwich, alguna revista vieja que alguien había olvidado, y charla.
Pero al anochecer, sin que nos diéramos cuenta, el aeropuerto se fue despoblando. Imaginamos que quedarían los pasajeros de algún vuelo nocturno: tal vez el último de la jornada. Pero no. De pronto, en ese enorme e impersonal edificio… ¡estábamos solos! Las luces internas se apagaron: apenas quedaron algunas, mínimas, de apoyo. Semipenumbra. Alarmados, vimos que también se apagaban las luces de la pista de aterrizaje, sus vecinas, y las de la torre de control.
"Volvamos al hotel y aguantemos a las cucarachas", coincidimos, porque también había cerrado el bar: última chance para nuestros estómagos, que empezaban a reclamar sustento. Inútil. Casi con un horror sordo a lo Lovecraft comprobamos que las puertas -¡todas!- estaban cerradas con cadenas y candados. Recorrimos cada metro sin éxito: ni siquiera un guardia a quien pedirle socorro. Éramos los dueños del aeropuerto, pero al lamentable precio de esperar el amanecer maldurmiendo en sillones poco confortables y en absoluta soledad.
Hacia las dos o tres de la madrugada, envueltos en un silencio de cripta, el hambre y la sed fueron insoportables. Fuimos al bar. Tal vez la heladera guardara algo. Pero estaba cerrada, y cruzada con una barra de acero, cadena y candado. A grandes males grandes remedios. En uno de los cajones del mostrador encontramos un alicate, violamos -no sin esfuerzo- la clausura, y abrimos la heladera. Fue como el maná para el pueblo judío en el desierto. Jamón, queso, pan, algo de pollo ya cocido, gaseosas… Improvisamos sándwiches triples o cuádruples, y nos regalamos un festín. Regalamos a medias: estábamos decididos a confesar nuestra tropelía y pagar lo consumido cuando algún ser humano apareciera. Pero ese milagro recién se produjo a las ocho de la mañana, cuando el aeropuerto recobró su vida. Empleados, pasajeros, y el primer avión listo para partir.
De reojo y desde lejos vimos al encargado del bar, enfurecido, bramando en un idioma incomprensible ante su saqueada heladera, y advertimos que confesar nuestro delito venial hubiera agravado las cosas. Preferimos ser ladrones que presos vaya a saber en qué mazmorra. Dos horas después partimos en nuestro vuelo de transbordo con cierto orgullo. Obligados por las circunstancias, sin más daño que una heladera herida, habíamos tomado un aeropuerto internacional. Nada menos. Desde luego, todo el proceso quedó registrado en las cámaras de Eduardo Forte. Que, reportero imbatible al fin, no quiso perderse la primicia.
Las moscas y la sed
Una cosa es la sed en las películas, y otra es la real, ardiente, preámbulo de una muerte segura. Conocí su garra en Egipto, camino a Suez, para tomar notas y fotos de los restos de la Guerra de los Seis Días: edificios destrozados por la metralla, tanques carbonizados, chicos que jugaban al fútbol, descalzos, entre esos fósiles bélicos.
Alquilé un taxi en El Cairo para cubrir los 168 kilómetros hasta el célebre canal. La ruta es una muy suave curva de asfalto (casi una recta) que parte en dos el vasto desierto. El viaje, a velocidad normal, tarda algo más de dos horas. A los veinte minutos, el chofer frenó y me dijo: "Tome agua". Bajé. Había, al costado, un pozo cruzado por un palo del que pendía un piolín con un jarro de lata. Pero claudiqué: el piolín era un criadero de moscas grandes y zumbadoras. Me negué y volví al auto.
"Tome agua, hágame caso", insistió el auriga. "No, está bien. En Suez tomaré una gaseosa". Se rió y arrancó. Veinte minutos después se repitió la escena. Freno, pozo, consejo, negativa, risa. Y al llegar al tercero comprendí y sufrí en carne propia una de las supremas leyes del desierto. Abrasado de sed, y de rodillas, agoté dos veces el jarro: una bendición de Alá. "Yo le avisé. Con el desierto no se juega", sentenció el chofer.
Y me entregué sin luchar, como reza cierto tango. En el quinto y último pozo, siempre con moscas, me había recibido de beduino. Ya en Suez y en un bar de mala muerte, aquella primera Coca-Cola me pareció el champagne más caro del mundo. El desierto, un querido hermano. Y las moscas, aves del Paraíso.
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