(Informe sobre el cielo: cada día, en el mundo, hay unos 100.000 vuelos. Al año, cerca de 36.500.000 que parten de alguno de los 3.864 aeropuertos. Aerolíneas comerciales: 1.397. Pasajeros promedio por año: 2.790.000.000. Fuente: Flightradar24)
Hace más de cinco mil años, un griego sentado en una piedra y mirando el cielo se preguntó si era posible volar. Según la mitología… sí y no. Porque Ícaro que aconsejó a su hijo Dédalo que sólo volando podría huir del laberinto de Creta. Dédalo fabricó una alas con plumas de ave, las pegó con cera a su cuerpo y remontó vuelo. Pero se acercó demasiado al sol, la cera se derritió, y Dédalo cayó al mar y murió ahogado.
Pero en el mundo real, el primero en imaginar que la especie humana podía volar fue -¡cuándo no!- Leonardo Da Vinci. Inspirado en el vuelo de los pájaros, urdió los planos de un helicóptero y de un avión. Los llamó "ornitópteros". Y entre 1486 y 1515 escribió dos tratados que ilustró con los planos de sus máquinas voladoras. En teoría, no muy diferentes de los aviones modernos.
Kitty Hawk, Ohio, Estados Unidos, diciembre 17 de 1903. A bordo de su Flyer I, los hermanos Wilbur y Orville Wright logran ¡el primer vuelo con motor de la historia! Apenas 40 metros a un metro del suelo… pero vuelo al fin. Patentado su invento, el Hombre alcanzó una de sus cumbres: vencer a los cielos.
Octubre 26 de 1958. Primer vuelo comercial transatlántico de la historia. Pan American va de Nueva York a París con 111 pasajeros y 11 tripulantes. Y punto. Pasemos por alto las hélices, las turbinas, el Concord (21 de febrero de 1976, París-Río de Janeiro a 2.140 kilómetros por hora), los monstruos que cargan 850 pasajeros, y veamos adónde nos lleva ésto.
Nos lleva, invariablemente y en secreto… ¡al miedo a volar!
Sí. Ya sabemos. Muere más gente en accidentes a pie, en bicicleta, en monopatín, el auto, que en tragedias aéreas. Volar es seguro. Bien lo dice el libro Cockpit Confidential. Everything you need to know about air travel, de Patrick Smith, con sus más y sus menos.
"No me sorprende que millones de personas encuentren difícil reconciliar la idea de viajar cientos de kilómetros por hora, muy por encima de la Tierra, dentro de tubos presurizados que pesan cientos de miles de libras (…) Pero las estadísticas son contundentes: el avión es el medio de transporte más seguro, y el pasajero tiene 65 veces más de probabilidades de morir en un coche que en un vuelo de distancia promedio (…) En algún momento nuestra suerte se agotará. Habrá otro accidente catastrófico. Es reconocer lo inevitable y reconocer que ningún sistema puede ser perfecto. Lo peor del próximo gran accidente será la pérdida de vidas. Lo segundo peor será la sobreactuación y la exageración".
Pero el 26 de octubre de 1980, en una de sus miles de columnas, Gabriel García Márquez dio en el clavo. Desnudó el tema. La tituló "Seamos machos: hablemos del miedo al avión". Allí jura que "yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y además con una gratitud inmensa, porque gracias a él he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces".
Y sigue: cuenta que los pilotos también tienen miedo, que muchos se persignan antes del decolaje, y que jamás, al recordar a un colega caído en un accidente, mencionan la palabra "muerte": dicen "se retiró de la empresa en…" (y nombran el lugar de la caída). Después, implacable, empieza a revelar los miedos ajenos de personajes célebres. Sin piedad. Haciéndolos cómplices de su propio miedo.
Su atención, por favor. Ajústense los cinturones.
Ese gigante que fue Pablo Picasso fue a fondo: "No le tengo miedo a la muerte: le tengo miedo al avión". Oscar Niemayer, el genial arquitecto que creó Brasilia y murió centenario, fue coherente con su miedo: no negoció con él. Jamás voló… En cambio, su compatriota Jorge Amado, escritor millonario en títulos y en dólares, y miedoso como pocos ("un timorato aéreo de los más grandes", escribió Gabo), tuvo la audacia de volar en Concord -más veloz que el sonido- de París a Nueva York.
Carlos Fuentes, el más universal de los escritores mexicanos, temió volar a lo largo de quince años. Prefería hacer "viajes épicos de ocho días", dice Gabo, saltando de tren en tren desde su patria hasta Nueva York. Sin embargo, un día se atrevió, para dar una conferencia en Indiana, ¡a volar en una avioneta de un solo motor! Y eso sí que es coraje…
Luis Buñuel, el gran director de cine, que no tembló ni ante la dictadura de Francisco Franco y debió hacer casi toda su obra en México y siempre escaso de dinero, voló hasta sus 80 años, "impávido pero muerto de miedo". Decía que "el verdadero terror empieza cuando el vuelo es perfecto, aparece el comandante en mangas de camisa, y recorre el avión a pasos lentos, saludando a cada uno de los pasajeros con una sonrisa radiante". Fatalismo que no sorprende: lo sabe cualquiera que haya visto sus películas.
Erica Jong, la formidable y ácida escritora norteamericana, vuela obedeciendo a su propia teoría: "Lo importante, para que el avión no se estrelle, es permanecer despierto y tenso todo el tiempo. No distraerse ni por un segundo. No comer, no tomar, no ir al baño, porque la menor pausa es fatal. Uno es quien sostiene al avión, y no los motores…".
Autorreferencia. Mi oficio me obligó a volar entre 1967 y 1997, aunque con una larga pausa intermedia. Salvo Australia y la India, conozco todo el mundo, incluída la base antártica Marambio y un vuelo en jet, a baja altura, sobre el Polo Sur. Pero en tantos años y tantos vuelos no tuve miedo ni sobresaltos. Es más: viajo más tenso en un taxi que en avión. El instante del despegue siempre me hizo feliz, y la inmensidad del cielo, día y noche, a diez mil metros de altura, mucho más. Lo mismo en avioneta monomotor que en Jumbo.
Sin embargo, tres episodios me inquietaron. Fui parte del segundo intento del gran piloto Miguel Fitzgerald, aquel que en 1964, en un vuelo solitario en el Cessna de seis plazas del diario Crónica aterrizó en las Malvinas, entregó una proclama de soberanía argentina sobre las islas, y retornó. Ese mismo año, Héctor Ricardo García, entonces dueño de Crónica, trató de llegar a las Malvinas en un bimotor guiado por el mismo Fitzgerald, y yo como enlace para bajar en Río Gallegos y transmitir la noticia. En vuelo, uno de los tanques suplementarios instalados para no hacer escala empezó a perder nafta por su tapa, que además era mi asiento:
–Miguel, mi tanque pierde…
-Sacáte el pulover y ponélo en la tapa, para que chupe.
Un cuarto de hora después:
–Miguel, el pulover no aguanta más, está empapado, y el tanque sigue perdiendo.
-Entonces, no te digo que no fumes… ¡ni tosas, porque explotamos!
Por fortuna faltaba muy poco para Río Gallegos.
Segundo episodio. Aeropuerto de Nairobi, Kenia. Una hora de espera embarcados y al rayo del sol. El piloto no llegaba. Por fin lo vimos, de impecable uniforme y típicamente inglés (parecía Peter O´Toole), acercarse al avión… pero haciendo eses. ¡Estaba borracho! Sin embargo, llegamos a París sin novedad.
Tercer episodio. Final por la Copa del Mundo entre Racing y Celtic. El día del famoso gol de Cárdenas. Volvemos en el Cessna de Crónica. Piloto: Miguel Fitzgerald. Noche de luna. De pronto, se planta el único motor. El avión, muy lentamente, empieza a perder altura. Miguel lucha con los botones del paso de nafta, pero nada. Y seguimos cayendo… Hasta que por fin, el motor vuelve a la vida, cuando el agua estaba muy cerca, y nosotros muy lejos de cualquiera de ambas orillas. Bajamos en el Aeroparque en silencio. Mudos. Cada uno de los seis partió a su casa. Jamás volvimos a hablar del asunto. Pero jamás estuvimos tan cerca de la guadaña.
Final. Si esta nota le cortó la respiración, lo siento. No caerá sobre usted una máscara de oxígeno.
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