Lo vi, de lejos, a las cuatro de una madrugada gélida, en la más larga y desangelada de las estaciones del Mitre: Beccar. Solos en ese páramo, no había misterio: los dos esperábamos el primer tren de la mañana. Vestía breeches, botas y tenía una fusta en la mano derecha. Jockey, claro. Y volví a enredarme en mi problema. En mi huelga. Nada heroica, aunque no le faltaron módicas dosis de coraje.
Abandonada la idea de ser abogado, a mis 17 años, flamante bachiller y seducido por la palabra periodismo, tuve, como cualquier hijo de vecino -familia: clase media baja-, que trotar la ciudad en busca de trabajo. Pasé el verano del 57 llenando fichas en una sastrería de medida, Charcas y Rodríguez Peña, a la que cada mañana llegaba desde Núñez en el tranvía 31. Sólo un calvario recuerdo. Por ausencia del repartidor, a media tarde de un récord de calor aún no batido -43 a la sombra, en tiempos en que no se medía la sensación térmica- me encomendaron entregar veinte grises uniformes para la empresa Shell, en la Diagonal Norte. Y a pie: imposible subir a vehículo alguno. A las diez cuadras, la barra de madera de la que pendían las prendas, sobre mi hombro izquierdo, me hizo evocar el drama de los galeotes. Pero llegué, y recibí dos pesos de propina: lujo para el taxi de vuelta.
Llegado el otoño y ya estudiando periodismo en una castigada casona de Córdoba y Maipú, cerca del bar Moderno, sede de bohemios sin casa, alumnos crónicos y un denso telón de humo de cigarrillos, un vecino me presentó como aspirante a empleado bancario: por entonces, un envidiable puesto y con futuro, como me dijo -me mintió- un obeso jefe de Personal. Rendí el examen (letras y números), entré, y me asignaron a la oficina de Asuntos Legales: castigo por no atreverme a la Facultad de Derecho.
No estuvo mal. Horario: de doce menos cuarto a siete y cuarto, y media hora para almorzar en un comedero cercano y poco oneroso. Pero de pronto, aquella rutina, iluminada después de ocho a once de la noche por la escuela de periodismo, estalló la huelga. No cualquiera: la más larga de la historia del gremio. Sesenta y dos días sin ver un peso. Y para colmo, perseguido, porque como noble joven idealista, acepté el cargo de delegado del tercer piso. No era el trampolín que me llevaría a ser un líder sindical gordo y millonario, pero valía por lo que valía… Aprendí, inflamado, a alentar a los más remisos o más necesitados: "¡No abandonemos la lucha!".
Cada tanto grito para mis adentros: “¡Gambeto solo nomás! ¡Bonete viejo y peludo!”. Como una oración.
Gobernaba Arturo Frondizi, los bancos seguían cerrados, y la escasez empezó a talonearme. Me lancé al rebusque. Un aviso pedía comparsas para la temporada de Aída en el Colón, y me anoté. De buena presencia, logré eludir los roles de la gleba. Ni pueblo ni esclavo: portantino. Treinta pesos por ensayo, cincuenta por función, vestido de dudoso egipcio, y con una larga vara rematada por un león alado. Y lo mejor: entrar al Colón por primera vez, y verlo desde el mismo escenario en el que cantó Caruso. Pero después de cinco funciones, la historia terminó, y volví a la puta calle con los bolsillos vacíos. Eso, hasta la Noche de Epifanía.
Aquella alta noche de invierno en la estación Beccar. Recalé allí por amor: acompañé hasta las Lomas de San Isidro a mi novia; fumando, esperé el tren, y descubrí al hombrecito de la fusta. Que, lentamente, se me acercó. Me saludó, me pidió fuego, y elogió el anillo de mi anular: dorado y con una falsa piedra azul, regalo de otra novia. "Se lo compro", me dijo. Me negué: "No puedo, es un recuerdo". Me preguntó quién era y qué hacía a esa hora en la estación. Fui breve: "Alfredo, empleado bancario, estudiante, y en la lona: más de dos meses de huelga".
Se golpeó la pierna derecha con la fusta, y habló: "Mirá, pibe, yo te voy a sacar del apuro, pero si ganás, tenés que venderme el anillo. El sábado, en la sexta de Palermo, jugale a Gambeto, y el domingo, en la cuarta de San Isidro, a Bonete. Meteles toda la plata que puedas conseguir, y después no jugués más". Llegó el primer tren de la mañana, y le regalé el anillo: el gesto, aunque Gambeto y Bonete llegaran revoleando la cola, lo merecía.
Al otro día, víspera de sábado, empecé a sacar plata de las piedras. Vendí, con dolor, mi colección completa de novelas policiales de la colección Rastros, cuyo primer número se llamaba El enigma del caracol, y que entregarlo me partió el corazón. Le pedí unos pesos prestados al carnicero y al kiosquero de mi barrio. Jugué de afuera, en una agencia. Y sin grandes esperanzas, como la novela de Dickens.
Gambeto ganó por varios cuerpos y pagó más de catorce pesos, y Bonete hizo bien su trabajo: primero, once y pico por boleto. Me sentí Midas. No pude recobrar mi colección, pero pagué las deudas y quedé con resto. Una semana después, Frondizi movilizó al gremio bancario con el ejército y la armada. Delegado, caí preso en la Escuela de Mecánica, muchos años antes de su atroz destino. Pasé dos días en un galpón, con un solo baño y una sola canilla para decenas de huelguistas. Pero acariciando los pesos que me dejaron esos caballitos, como si conocieran mi penuria.
A veces me pregunto qué destino los esperó en el retiro, y qué palmo de tierra guarda sus huesos. Y aunque no sé de la fusta chaquetilla ni color, como reza el tango, cada tanto grito para mis adentros: "¡Gambeto solo nomás! ¡Bonete viejo y peludo!". Como una oración.
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