La triste y extraña historia de una mujer que en su último suspiro salvó al mayor poeta de la humanidad

En la década del sesenta, una inundación azotó barrios bajos de Lanús. La cobertura periodística de Alfredo Serra encontró, además de agua, silencio y soledad, una mujer moribunda que en una situación extrema prefirió rescatar las Obras Completas de William Shakespeare. Una historia de muerte y prioridades

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Una indomable sudestada castigó Lanús con tremenda fuerza. Pero una mujer, eligió para su final conservar a Shakespeare
Una indomable sudestada castigó Lanús con tremenda fuerza. Pero una mujer, eligió para su final conservar a Shakespeare

Nunca supe su nombre: acaso ella también lo olvidó, esfumado por la miseria, la soledad, y aquella pierna deforme y casi negra que anticipaba su fin. Fue a mediados de los sesenta. Era invierno, era el río
enfurecido por una indomable sudestada ("histórica", dijeron los diarios), era Lanús, y era yo lo mismo que soy: periodista, entonces del diario Crónica. La orden fue, como siempre, escueta: "Agarrá un fotógrafo y cubrí la inundación".

El jeep gris IKA que nos llevó, apenas sus ruedas delanteras se aventuraron en las aguas más bajas, claudicó. "Si seguimos nos ahogamos", sentenció el chofer, muy rutinario y enemigo de correr riesgos, pero conocedor de su máquina. Desde el techo, nuestro primer punto de observación, el panorama era fantasmal: frío siberiano, diluvio impío, y hasta el horizonte, un vasto lago de aguas marrones que cubría ya la mitad de las casas bajas y modestas, abandonadas desde la noche anterior y esperando el naufragio definitivo. De pronto, a nuestras espaldas, rugió el motor de una motoniveladora municipal, amarilla, y alta como una torre sin pretensiones de Eiffel. Hablamos, suplicamos casi, y el chofer accedió: "Está bien, suban".

En la década del sesenta, una inundación provocó destrozos en la zona bonaerense de Lanús
En la década del sesenta, una inundación provocó destrozos en la zona bonaerense de Lanús

Trepamos al techo como quien aborda el lomo de un dinosaurio: no el feroz Rex, por cierto, sino un dino mediano y acaso doméstico si el Hombre hubiera convivido con la bestia doscientos millones de años antes. En ese mangrullo, aferrados a los fierros de los costados, avanzamos. Era Venecia sin turistas, sin gondoleros, sin palacio ducal, y sin el Moro que ciego por las intrigas de Yago ahoga a Desdémona entre sus brazos de guerrero. Era apenas Lanús, y de Lanús apenas un barrio pobre con las mismas alegrías y desdichas de todos los barrios.

Imaginé, en tren de buscador de noticias, de cronista y redactor de crímenes y catástrofes, que tendría escaso material para mi nota: sólo agua, silencio, soledad, abandono y la furia de un temporal que para aquellas almas, cuando las aguas empezaron a subir, fue una prefiguración del Apocalipsis. Eso, hasta que nos llegó, mientras la mole avanzaba separando y agitando las aguas, más que un grito, un gemido. Ordené acercar el mamotreto amarillo hasta la casucha desde la que partía ese son, y como pude, siempre aferrado a los hierros, metí medio cuerpo en el corazón y las tripas de ese refugio de chapas, maderas y cartones ya casi desarbolado por el viento y el oleaje.

Paredes de un celeste desvaído, unos pocos muebles desvencijados, y un camastro que empezaba a flotar. Y allí, una mujer vieja, quebrada, de pelo desgreñado, que había logrado ponerse de pie. Su pierna izquierda alertó a mis ojos: la muerte ya había entrado, "encaramada sobre altos coturnos, envuelta en encerada tela negra", como la describió Jean Cocteau en El águila de dos cabezas. La mujer no me miró, y no me atreví a hablarle, porque -acaso su último acto- trataba, desesperada, de salvar algo que tenía entre las manos alzándolo hasta una repisa urdida con los restos de un cajón. Tenía yo menos de treinta años, hábitos de buen lector, y ojos de láser. Me bastó fijarlos. Lo que tenía entre las manos, lo que intentaba salvar de las aguas antes de morir, era una inconfundible edición de Aguilar. De aquellos libros encuadernados en cuero que a los dieciocho años compré en dolorosas cuotas con mis primeros sueldos. Eran las Obras Completas de William Shakespeare.

Las Obras Completas de William Shakespeare de edición Aguilar
Las Obras Completas de William Shakespeare de edición Aguilar

No pude rescatarla: lo intenté, pero me habría ahogado sin remedio. Ignoro si hubo para ella una tumba con flores de algunos vecinos piadosos, o la fosa común. Me pregunto, todavía hoy, por el destino del libro. En qué manos dignas o profanas cayó. En qué librería de viejo alguien lo compró por pocos pesos. Qué vida o qué vidas iluminó con su destino de salvado de las aguas, como Moisés niño flotando en el Nilo en aquella frágil cesta de mimbre, y rescatado por la hija del faraón, según narra el Antiguo Testamento.

De vuelta a la redacción, desgrané tecla a tecla una larga crónica, pero omití el extraño episodio. Imaginé que contarlo era violar un secreto entre la moribunda y yo. Secreto que el azar dictó entre el viento, la lluvia, el frío y el inmenso lago que devoró el barrio, acaso para que un día fuera este cuento. La triste y misteriosa elegía de una desdichada mujer cuyo último y sacrificial acto fue salvar las tragedias y comedias del más grande poeta de todos los tiempos, aunque millones de libros las repitan desde hace siglos y en todas las lenguas humanas.

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