La Copa de Licurgo hoy se encuentra en el Museo Británico de Londres, pero su origen data de mucho tiempo atrás. Fue elaborada en el siglo IV por artistas romanos de entonces, aunque su sello distintivo, más que su antigüedad, tiene que ver con su cambio de color. De acuerdo a la iluminación y dónde se pare el observador, la reliquia es de un color o de otro.
Cuando David Benjamin Harden, uno de los primeros en tener acceso a su análisis, la examinó, quedó maravillado. Al punto de que describió a la copa como "la pieza de vidrio más espectacular que conocemos de ese período".
Los detalles en plata ornamentan la pieza, que representa la muerte de Licurgo, el mitológico rey de Tracia que prohibió el culto a Dionisio, dios del vino. Más allá de la suntuosidad de la copa, su capacidad de cambiar de color es lo que despierta admiración.
Su cambio depende de la dirección de la luz. Cuando se la alumbra por delante, su color es verde y opaco, pero cuando se lo ilumina por detrás, toma una tonalidad roja, completamente diferente a la inicial.
Los científicos del museo le dedicaron varios estudios a la pieza. Descubrieron que en algunos de los fragmentos de la copa había ciertas partículas de oro y plata que tenían un tamaño cercano a los 50 nanómetros, lo cual implica una proporción mil veces más pequeña que un grano de sal. Los romanos, se determinó, fueron pioneros en nanotecnología.
Tales partículas son las que posibilitan el cambio de color, aunque no solo varía dependiendo de la ubicación del observador o la iluminación. La pigmentación de la copa se modifica también de acuerdo al líquido que se vierta dentro de ella. La propiedad se logró gracias a un análisis de laboratorio ya que ninguno se aventuró a echar un fluido en la reliquia romana.
En su momento, el hallazgo ocasionó asombro, pero también escepticismo. Muchos científicos se negaban a la posibilidad de que 1.600 años atrás, artesanos sin el menor conocimiento técnico hubieran logrado desarrollar una pieza tan avanzada. Conseguir esa escala diminuta de nanómetros requeriría máquinas o, en su defecto, una destreza inusual.
La combinación tan precisa de los metales instala dudas. Resulta descabellado pensar que los romanos pudieran entender hace más de un milenio y medio cómo utilizar las nanopartículas que, muchos años después, serían la base para desarrollar la nanotecnología, tan importante para diagnosticar enfermedades y detectar posibles riesgos en la salud.
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