En la calle desangelada, frente a un no menos desangelado baldío, a las dos de la tarde de un día de enero, el sol -yunque del diablo- ha espantado a los vecinos. Solo un gato -gata, en verdad- merodea en la vana espera de un ratón o un insecto. Es negra, flaca, y solo sus ojos verde esmeralda definen su prosapia felina y atorranta. Espero frente a una casa extraña: planta baja, puerta de hierro forjado con arte, y planta alta con su frente casi oculto tras un cartelón: Agrupación Azul y Oro, inequívoco bastión de Boca Juniors. Solo yo y la gata esperamos. Ella, su improbable presa. Yo, a una mujer que allí vive, según he leído unas horas antes en un recuadro de Clarín. Como a eso de las tres, llega, lenta y acompañada por su hija, que más tarde sabré que se llama Estela Maris. Pero no es ella mi objetivo. Es Fanny, la casi eterna mucama -o la sirvienta, como la llamaba, despectivamente, doña Leonor Acevedo- de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges.
Me presento. Entramos en una especie de living sin más muebles que un sillón desvencijado, una mesa oval que conoció tiempos mejores, y unas pocas sillas desparejas. Por primera vez conozco su nombre: Epifanía Úveda viuda de Robledo, correntina, 79 años, 291 pesos por mes entre jubilación y pensión, "y viviendo aquí de prestado", aclara, como si fuera necesario. "Ya casi no como. Mate a las cinco de la mañana, leche y galletitas al mediodía, y algún domingo, pizza al fiado".
No conoció madre ni padre. A sus cinco días de vida la recogió "la señora Juana Isabel Soto, que me crió y fue mi verdadera madre". Hacia 1940, "porque a Corrientes se vino la pobreza", se refugió en Buenos Aires, se casó con un tal Raúl Robledo, "que navegaba en barcos mercantes y se murió del corazón el 26 de septiembre del 72, cuando mataron a Rucci". Viuda y sin un peso en el tirador, como Martín Fierro al huir del Fortín, trabajó -mucama siempre- en lo de los Beristain Oro, "y gracias a la señora de la casa, amiga de la señora Leonor, en el 57 empecé a trabajar en lo del señor Borges".
Señor, señora. Ni la dureza ni el resentimiento le quitaron de la boca esos tratamientos de sumisión y buena crianza, a pesar de los golpes de la vida. Le pregunto acerca de la ceguera de Borges. "Veía puntitos y luces, nada más. Lo operaron siete veces, y después de la última, el doctor le dijo a la señora Leonor que no había nada que hacer. Ah, también veía el amarillo y el blanco. 'Hoy está con el vestido de cuello blanco, Fanny', me decía. La señora Leonor tenía un carácter bravo. Un día me dijo: 'En mi casa mando yo', y le contesté: 'Será su casa y mandará usted, pero sobre mí no manda nadie'. Después supe que le dijo a sus amigas: 'Fanny me ganó, tiene más carácter que yo'. Peleamos por el casamiento del señor con aquella mujer, la señora Elsa Astete Millán. Porque ese casamiento lo armaron ellos. Compraron un regio departamento en el barrio Montserrat y arreglaron el civil, la iglesia, todo. El señor no sabía nada. Al tiempo, un amigo le preguntó: 'Georgie, ¿para qué te casaste, si ya te separaste?'. Y el señor le contestó: 'Para hacerle el gusto a mi madre'".
Me sirvió otro mate cocido "con las debidas disculpas, señor; no tengo otra cosa". Le pregunté si sabía que Borges era un escritor famoso y leído en el mundo entero. "Para mí era un señor ciego, bueno, al que debía ayudar para tomar la sopa. Un día le dije que yo era una mujer ignorante, del campo, y me atreví a preguntarle por qué era tan famoso. Sonrió y me dijo: 'Porque la gente no sabe, Fanny, no sabe…'".
Media hora de conversación me bastaron: Fanny conocía todos los secretos de Borges. Lo ayudaba a vestirse, le ataba los cordones de los zapatos, y cuando las fueras de Leonor Acevedo decayeron, administraba el mítico departamento del sexto de piso de Maipú y Marcelo T. de Alvear. Pero, ¿hasta qué punto, Fanny? "Yo sabía dónde guardaba la plata. Dentro de los libros. En una fila, los billetes de cien; en otra, los de cincuenta; en la de abajo, los dólares; los de más valor, en un libro que tenía un camello en la tapa y se llamaba las mil y una noches y, en una bolsita, ochenta monedas de oro que le regaló un escritor italiano. Cuando murió, el abogado de la señora María Kodama me preguntó por la plata, y le llenó una bolsa de supermercado billete sobre billete. No necesito decirle que jamás toqué un peso…". Por cierto, Fanny, por cierto.
-¿También fue su enfermera?
-Sí, porque el señor no quiso otra. Cuando lo operaron de próstata, yo lo limpiaba de arriba abajo. Me daba vergüenza, pero su médico, el doctor Florín, me decía: "Fanny, ¡él no lo ve!".
-¿Usted sospechó que Borges iba a morir?
-¡Sí! Y él también. El día de la partida a Ginebra lo desperté a las cinco de la mañana para que no llegara tarde a Ezeiza, se aferró a la cama, y se puso a llorar: "Fanny, no quiero ir… no quiero ir porque me voy a morir allá…". Solo lo vi llorar tanto cuando murió la señora Leonor. Iba del brazo de ese político bajito de la revolución libertadora… ¿cómo se llamaba?
-El almirante Isaac Rojas.
-¡Ese, sí! Después de la muerte de la señora Leonor empezó a salir todas las noches. Venían a buscarlo el señor Adolfito (Bioy Casares), la señora Silvina (Ocampo), la señora María Esther Vázquez, unos periodistas y una escritora que se peinaba con rodete… Alicia… Jurado, creo.
-Fanny, ¿usted leyó algo de Borges?
-No. ¿Para qué, si le oí dictar casi todos sus libros? Me los sé de memoria. Él llegaba de la calle, se sentaba en su sillón, se tomaba su vasazo de leche, la madre le leía… ¡y él roncaba! Entonces ella lo retaba, y también lo retaba cuando le dictaba una palabra que a ella no le gustaba: "¡Cómo ponés eso!".
"El señor era como un niño. Cuando se acostaba, yo le ponía un pañuelo muy fino sobre la almohada, con dos gotas de perfume, y dos caramelos en la boca. Sólo así se dormía".
Y el resto es silencio. O algo peor que el silencio. Según Fanny, muerto Borges, la aislaron, "le pusieron traba a todas las puertas, me tuvieron encerrada quince días en la cocina y en mi cuartito, y me echaron sin un peso después de casi treinta años de trabajo. Me fui a Burzaco, donde tengo una casilla de chapa. El terreno es mío, pero no puedo pagar los impuestos. Esta casa me la prestó el señor Alejandro Vaccaro por pedido de la señora María Esther Vázquez".
-¿Puedo ver su cuarto, Fanny?
-No, ahí no entra nadie. No tengo ropero. Tengo una cama chiquita y una doble que me regaló la señora Ortiz Pareja -trabajé en su casa después de la muerte de Borges-, un biombo, unas cajas de ropa, una cocinita, un bañito y la pieza de Estela. Nada más.
Fanny murió, triste, solitaria y final, el 10 de junio de 2006, a los 86 años, cuatro días antes del vigésimo aniversario de la muerte de Borges. El día de nuestro encuentro me despedí de ella casi de noche. La calle seguía desierta. Solo la gata negra de ojos verdes, inmóvil como un tótem, esperaba el relámpago gris de un ratón.
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