"Qué falta de respeto, qué atropello a la razón / Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón / Mezclao con Stavisky van Don Bosco y La Mignon / Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín" (Del tango "Cambalache")
Pero pocos saben quién fue Stavisky. Serge Alexandre, el portador de ese apellido (1886-1934), nacido en Ucrania y ciudadano francés, fue un famoso estafador profesional que defraudó en 200 millones de francos a un banco de Bayona. Descubierto y perseguido por la policía, se mató de un tiro.
Otros siguieron sus pasos. El italiano Charles Ponzi, radicado en los Estados Unidos, inventó un esquema de estafa usado aún hoy: conseguir dinero, prometer altos intereses, y lograr más inversores… hasta que se cortó la cadena. Fue acusado de 86 casos de fraude.
El norteamericano George Parker vendió el puente de Brooklyn varias veces, y también la Estatua de la Libertad. Fue condenado a cadena perpetua.
Victor Lustig, checo, ¡vendió dos veces la Torre Eiffel! Refugiado en los Estados Unidos, falsificó dinero, y pasó veinte años en la prisión de Alcatraz.
Y el último y mayor: Bernard Madoff, autor de la mayor estafa piramidal (esquema Ponzi) de la historia: ¡50 mil millones de dólares… y condenado a 150 años de cárcel.
Estos mentirosos y seductores (condiciones "sine qua non"), tuvieron un lejano par… argentino.
Lo que sigue es su historia, y la suerte periodística de encontrarlo muchas décadas después.
Todo fue falso en su vida, salvo su nombre, Viernes Scardulla, y los despojos que guardaba en su rancho como versión escuálida del Viejo Vizcacha.
Cuarenta años antes, a mediados de los 30, perpetró su mayor y más audaz de las mil y una mentiras que urdió desde sus días de pantalón corto.
Fue, según la apócrifa biografía que elaboró para unas memorias que jamás se publicaron, manosanta, obsesivo y tramposo jugador de naipes, cuidador de caballos de carrera que hizo correr con doping, y vaya uno a saber cuántas cosas más.
Ni Roberto Arlt en sus "Aguafuertes Porteñas" tuvo a tiro un modelo de semejante embaucador…
De algún modo, y siguiendo vagas pistas, llegué hasta ese punto del mapa: San Juan 830, Barrio Bancario, San Luis capital.
Hice sonar las palmas de mis manos, y al rato apareció, chueco, petiso, con una carpeta mugrienta bajo el brazo:
–¿Viernes Scardulla? –pregunté.
–El mismo.
–Qué raro… pensé que estaba muerto.
Hizo cuernos con el índice y el meñique.
–Yo no me puedo morir porque soy un hombre bueno y calavera.
Que en octubre de 1938 redobló la apuesta. Se presentó en el Departamento de Policía y denunció que "un tal doctor Montes" le había robado el tesoro del virrey Sobremonte (máxima autoridad española en el Río de la Plata de 1804 a 1807), escondido durante la primera invasión inglesa en un túnel de la estancia "La Blanquita", cerca de Pergamino.
"Eran tres cofres con cien kilos de oro y treintaitrés piedras preciosas", dijo, con peso de dogma y tono lastimero.
La policía no tardó en detener a Montes, que no era Montes ni doctor: era un estafador chileno de sobrado prontuario llamado Carlos Valdivieso.
Que no llegó a declarar: se tiró del último piso del Departamento de Policía, y murió a las pocas horas.
Me apretó un brazo y me hizo entrar en lo que llamaba "el comedor": una armería, un bazar, una perfumería, un aquelarre.
Dos pistolas, dos tijeras, una gorra, tres o cuatro camisetas, un saco, una almanaque con el logo de una farmacia, una cómoda indescriptible, sillas y muebles desvencijados, y un plato de comida fría sobre un televisor quemado; ni voz ni imagen…
Me sirvió un vaso de vino barato, y me contó esta historia. La misma que le contó a la policía el 4 de agosto de 1938.
"En mayo de 1935, mientras me bañaba en el arroyo Las Garzas, cerca de Venado Tuerto, vi sobre la costa una especie de bóveda escondida. Me acerqué y encontré tres cofres. Pensé que contenían algo de mucho valor, no dije nada, y a la noche me los llevé a casa. Los abrí. Guardaban una fabulosa colección de joyas y monedas. Las esmeraldas y los brillantes pesaban cerca de setenta kilos, y no menos las monedas. Creí que era el tesoro de Pancho Sierra, un famoso curandero y espiritista que anduvo por la zona, y muy rico".
Seguí oyendo, paciente. Casi petrificado.
"Yo tenía derecho a esa fortuna, pero no sabía cómo conseguirla legalmente. Alguien me dijo que debía ir al Departamento de Policía, en Buenos Aires, denunciar el hallazgo, y después ir al Congreso, donde los senadores me reconocerían una parte importante. Fui con los cofres, me atendió un tal doctor Montes, y me dijo que le entregara los cofres para empezar el expediente. Pero pasaron tres años, y nada. ¡Me estafaron!"
Lo que sigue es la verdad, sólo la verdad, y nada más que la verdad.
Viernes (así llamado porque nació un Viernes Santo), decidió que el tesoro era del virrey Rafael de Sobremonte, que –se dice– huyó con los cofres durante la primera invasión inglesa para resguardarlos, ya que eran de la Corona española.
Su denuncia explotó en la justicia y la prensa, y tuvo en vilo a Buenos Aires y su opinión pública durante meses.
Algunos escribas de los diarios liberaron su imaginación y novelaron, por entregas, la aventura de Viernes, que se convirtió en un personaje.
Tanto, que hasta hubo debates en el Congreso, y excavaciones en la laguna en busca de la bóveda. Pero la mentira, que tuvo patas más largas que cortas, acabó por ser descubierta.
Según su confesión, que figura en el prontuario 49.206 de la Policía Federal, hizo construir y envejecer los cofres por el artesano Pedro Bonfanto, y tramó la historia "a causa de un grave apremio económico familiar". La investigación estuvo a cargo del comisario Alfredo Rizzo, jefe de Defraudaciones y Estafas.
Pero entretanto, Viernes vivió meses de gloria, retratado "ad infinitum" en los diarios, con su nombre, su cara y su historia en boca de medio Buenos Aires, y sin abandonar ni por un minuto su pose de víctima.
Muy cerca del tronco calcinado por el rayo vengador (así lo llamó), prendió un cigarrillo negro, tomó una pastilla para la tos, y siguió abombándome con sus mentiras…
Que era porteño. Que ganó carreras de caballos en los Estados Unidos. Que era "más químico que un químico y más médico que un médico". Que hizo saltar la banca en la ruleta de Miramar. Que le ofrecieron ochenta millones de pesos por sus memorias… que nunca escribió. Que tenía una hija, y un nieto de nombre Daniel.
Desde luego, no le creí una palabra, y al caer la tarde, partí.
Ya frente a la máquina de escribir, exaltado por mi descubrimiento a tantos años de aquella sonora estafa (o de su intento, en realidad), no pude menos que terminar la historia con estas palabras: "Era un hombrecito insignificante que equivocó el camino. Debió intentar la literatura de ficción. Inventar muñecos vivos, grotescos, chillones, desesperados, que encontraran tesoros, lucharan contra atroces forajidos e hicieran saltar la banca en Montecarlo mientras reían a carcajadas con una larga boquilla de nácar entre los dientes y un parche de seda negra en el ojo izquierdo. Pero el tiempo y las circunstancias quisieron otra cosa.
Le permitieron apenas una gran mentira, la mayor de un largo entramado, y después lo condenaron a guardar esa mentira que no llegó a estafa, en los límites de unos recortes amarillentos, en el fondo de una caja de madera".
Cuando lo encontré tenía 71 años. En adelante, nada supe de su vida ni de su muerte. Tampoco si hay una inscripción en su lápida, además de su nombre y las fechas del principio y del final de su paso por la tierra.
Si hubiera dependido de mí, diría: "Aquí yace el mentiroso más grande del mundo".
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