Hace más años de los que quiero acordarme, mi oficio me llevó a Egipto: el premio mayor de mis tres décadas de viajes. Premio mayor, digo, porque en ese largo andar por el planeta hubo de todo. Mares, montañas, desiertos. Aldeas misérrimas, ciudades colosales, hoteluchos de mala muerte y babilónicos de cinco estrellas. Fondines infectos, restaurantes históricos, cientos de horas perdidas en aeropuertos ignotos y famosos, monotonía y aburrimiento a veces, riesgo, peligros de muerte, placeres.
Etcétera.
Pero toda esa vida –la trashumante y la mucho más larga encadenada al teclado– quedó justificada ante el primer minuto frente a las pirámides. Como el amor, sólo quien lo probó lo sabe…
Siempre, en cada viaje más o menos exótico, tomé la precaución (Borges dixit) de llevar un libro ad hoc. Porque un periodista es siempre un aprendiz, pero más consciente de su ignorancia que de su presunta sabiduría. Y en el caso de Egipto, fue la Biblia. Y sobre todo su capítulo de Las Siete o las Diez Plagas, que según el Antiguo Testamento y la Torá, infligió Dios a los egipcios para que el faraón dejara partir a los hebreos.
Viene al caso recordarlas: sangre, ranas, mosquitos, tábanos, pestilencia, úlceras incurables, granizo de hielo y rocas, langostas, oscuridad, y muerte de los primogénitos. Exactamente diez, pero siete si tres de ellas se engloban en "Insectos".Porque de ellos, o de uno de ellos, trata esta historia…
Llegué al Cairo de noche y me alojé en un hotel de medio pelo cuyo nombre no recuerdo. Sí, en cambio, el ruido asmático del ascensor: módica e ineludible tortura. Abrí las valijas, acomodé ropa, máquina de escribir y cámaras fotográficas en su orden lógico, y pasada la medianoche me dispuse a una ducha salvífica y a una afeitada al ras: nunca adherí a barbas y bigotes, salvo en casos extremos e inevitables. Envuelto en una rústica bata provista por el hotel, enfrenté –primer paso– el espejo del botiquín.
Y de pronto, de uno de los intersticios entre el marco y el vidrio, apareció, rauda y triunfante, la primera embajadora de la maldición de los insectos.
Una cucaracha.
Negra, y la mayor que vi y que vería en el futuro. Medía, a ojo, seis centímetros (los periodistas de largo oficio sabemos calcular multitudes y medidas), y se instaló en el exacto centro del espejo. Bien se sabe que no atacan, que son huidizas, que no contagian pestes mortales. Pero en la soledad y el silencio de la noche, como única vecina, acompañante, acaso interlocutora, era repugnante.
Digna de un cuento de Poe.
Detesto matar seres vivos y detesto a quienes los matan por placer, competencia o negocio: los brutales cazadores de fieras. Sin embargo, ese fue mi primer impulso. Pero, ¿cómo? Porque aplastarla implicaba acaso romper el espejo. No por los siete años de yeta prometidos por la superstición: simplemente porque destruir el espejo era sumar un problema doméstico a los que seguramente sucederían en el resto de los días, ya que los únicos capaces de afeitarse a ciegas y a navaja eran los cowboys (John Wayne, digamos), y en las películas.
Opté, entonces, por una solución incruenta. Empuñé el recipiente de espuma en aerosol destinado a suavizar mi cara, lo agité, apunté al estático cuerpo del bicho, y lo sepulté con una nube blanca y densa, imaginando que moriría asfixiada.
Pero corta es la vida del hombre, oscuro el rincón del mundo donde mora –dijo un filósofo–, y un ser insensato, agrego yo, que de la filosofía sólo conozco la letra, pero no la música. Durante un par de minutos, la escena se congeló: cero movimiento.
Supuse que mi arma letal había dado resultado, y que sólo debía recoger los restos mortales de la invasora, arrojarlos al inodoro, y dejar que el agua la arrastrara hasta el mítico Nilo. Pero no…
La espuma empezó a agitarse, y la gloriosa cucaracha bíblica reapareció, incólume y con más brío para continuar la batalla. La luz del entendimiento (como escribió García Lorca en La casada infiel) me hizo comprender mi derrota. Ella, vigorosa, retornó a su escondite –su hogar, al fin y al cabo: el invasor era yo, como lo fue el capitán Ahab en el reino de su odiada ballena blanca–, y en los días que siguieron, convivimos.
A veces me permitió completar mi rito matinal sin aparecer. Otras veces me espió desde su madriguera, y por fin comprendí que era el Viernes de Robinson: no deseado, pero inevitable. Porque ella y su especie indomable estaban allí desde la remota evolución de la Tierra que generó las primeras formas de vida, y seguirían allí cuando nada quedara de mis cenizas y de la entidad humana.
Sobrevivieron a horrendos cataclismos.
Vieron morir al último dinosaurio.
Vieron a Julio César cruzando el Rubicón y morir bajo los puñales traidores.
Al caballo de Troya preparado para abrir sus puertas y dejar salir a la horda de guerreros.
No las mató el gas mostaza de la Primera Guerra Mundial ni los infiernos tormentas atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
No las aniquilaron tornados, tsunamis, terremotos.
Se fortalecieron frente a los mil y un venenos inventados para borrarlas de nuestra pequeña esfera azul, según la describieron los primeros viajeros del espacio.
Asistieron (y asistirán) a la desaparición de miles de especies: desde exóticas mariposas hasta el triste fin que le espera al tigre de Bengala, la más bella criatura urdida jamás.
Fueron mudas e invencibles testigos del poder y la caída de los faraones y sus mujeres: las reinas de un imperio que se creyó eterno, como Roma y cuantos otros fueron borrados de la historia.
Y se reprodujeron y seguirán naciendo cuando nada de lo que existió y se imaginó destinado a la eternidad fue polvo, y al polvo volvió…
Sobre todo esto discurrí en los largos días y noches en que convivimos sin molestarnos. Y una mañana, después de mi último desayuno, cerré las valijas y partí.
Iba a hablar, en estas líneas, de mi tiempo en el Cairo, del desierto, de las pirámides, de mi travesía hasta el Canal de Suez, y de ciertos avatares que me sucedieron. Pero decidí eliminarlos.
Porque muertas Nefertiti y Cleopatra, y el joven Tutankamón y su trágica leyenda, y sepultados Ramsés y su látigo real, comprendí que esa cucaracha grande y negra que me recibió en mi primera noche sobre el espejo de una pieza de hotel, era, en realidad, una reencarnación.
La última y verdadera Reina de Egipto.
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