Es un largo, rojo y robusto gusano que cada día, desde alguna de las estaciones terminales de Moscú, a las diez y diez en punto de la mañana, emprende una travesía casi demencial: 9.289 kilómetros de vías lo llevan, en once días, desde el corazón de la Plaza Roja hasta el puerto militar de Vladivostok.
El último Zar de Todas las Rusias comprendió que era imposible seguir uniendo los dos extremos de ese territorio acromegálico a caballo, en carros, en trineos: ignotas epopeyas en las que miles dejaban su vida.
Así las cosas, el Gran Mandamás decidió tener su "Caballo de Hierro", como llamaban al tren los indios norteamericanos cuando miles de chinos empezaron a tender las vías hacia la Costa Oeste, a despecho de las flechas, los cazadores de cabelleras, y los malandras de toda laya con dos pistolas en el cinto.
La empresa fue durísima, y con largas interrupciones invernales… ¿Qué ruso, por fornido que fuera, podía sobrevivir a los 50 esteparios grados bajo cero? Ni siquiera los asesinos condenados, a quienes el Zar perdonó con tal de que empuñaran pico y pala…
El General Invierno, como pasó a llamarse después de aniquilar de frío a las tropas de Napoleón Bonaparte y a la estúpida soberbia del grotesco Adolf Hitler, cuyos soldados de "la raza superior", dudosos descendientes de los dioses, morían como moscas, congelados a pesar de las gruesas e imponentes capas grises diseñadas para lucirse por el mundo conquistado. El vano sueño del Reich que habría de durar mil años…
Pero aun con esa limitación, el tendido de las vías y la construcción de las noventa estaciones fue un prodigio de talento (los ingenieros) y de casi ilimitada fuerza física (los obreros). Inevitable, claro: las tropas militares y policiales del Zar sabían usar palo y látigo contra los desertores…
Por fin, esa utopía que dio la primera palada en 1904, hizo su primer viaje en diciembre de 1916: hace un exacto siglo.
Pero menos de un año después -octubre de 1917-, estallaron todos los fuegos y todos los odios en diez días que conmovieron al mundo, y que de algún modo construyeron otra utopía real, palpable y violenta: la Revolución Rusa encabezada por su máximo ideólogo, Vladimir Ilich Uliànov (Lenin). El legendario creador del marxismo-leninismo, cuyo cuerpo embalsamado todavía yace en la Plaza Roja, corazón de Moscú. Y que fue -gloria menor- uno de los primeros pasajeros del flamante Transiberiano.
Aunque no el único célebre. Hay memoria de que también viajaron Winston Churchill, el bestial tirano Jossef Stalin (1879-1953), Dwight Eisenhower, el héroe de la "Overlord Operation" (el desembarco aliado en Normandía) y también David Bowie como pasajero clandestino, ya que lo hizo durante la prohibición de civiles extranjeros a bordo, y Angelina Jolie y Brad Pitt mucho antes de la ruptura.
Exótico no sólo por ser el tren de recorrido más largo del mundo sino (y mucho más) por hollar tierras tan hostiles y misteriosas como Siberia, también fue consagrado por la literatura.
En 1876, a sus seis décadas de rodaje, Jules Verne (1828-1905), el escritor que agotó la Tierra y la Luna sin moverse jamás de su casa en Nantes y unos pocos alrededores, publicó la novela "Miguel Strogoff, el Correo Secreto del Zar".
Un héroe a caballo que, curiosamente, cabalga desde Moscú hasta Irkutsk (se pronuncia como un estornudo), corazón de Siberia, para entregar un mensaje secreto al gobernador. Leal hasta el sacrificio, en su aventura afronta una horrenda tortura: sus enemigos lo condenan a la ceguera pasando sobre sus ojos la hoja de una espada al rojo, y delante de su madre, la anciana Marfa. Al verla, Miguel llora, sus lágrimas mitigan el calor del acero, salva sus ojos, huye, y completa su misión: cubre los 5.160 kilómetros entre ambas ciudades, y entrega el mensaje.
Extraña vuelta de tuerca. Desde la soledad de su estudio, apenas a 380 kilómetros de París, y sólo con su imaginación, Verne construyó un arquetipo de lealtad y valentía que Rusia recién encontró mucho más tarde en los defensores de Stalingrado: un millón de muertos entre agosto de 1942 y febrero de 1943.
En sus flamantes cien años, el mítico Transiberiano atravesó tres períodos: el final del zarismo, el nacimiento del comunismo, las dos grandes guerras (1914-1918 y 1939-1945) y la Guerra Fría.
Me tocó abordarlo (privilegiada misión periodística) el 5 de mayo de 1975, plena URSS y todavía férrea dictadura, aunque Mijaíl Gorbachov ya insinuaba su glásnost y su perestroika, aperturas que catorce años más tarde desembocarían en la Caída del Muro de Berlín y el fin del régimen soviético.
Viajé solo: cronista, redactor y fotógrafo. En primera clase. Franca contradicción comunista: el Transiberiano tenía "first class", "second class", y una tercera escondida y no admitida, pero real: la conocí. Allí viajaba, cocinaba, comía y se emborrachaba la gleba, el populacho, la última escala humana de una revolución que jamás tuvo libertad, igualdad ni fraternidad, mientras los jerarcas y sus gorros y abrigos de marta cibellina, la piel más cara del mundo, se paseaban en negras limusinas.
Premisa: no decir "soy periodista". Ello implica un tour obligado que atosiga de visitas guiadas, hoces, martillos, bustos, estatuas: marketing político hasta el hartazgo.
La clave: viajar como turista. En lo posible, con aire inocente y cara de bobo. Y no hacer muchas preguntas. Esfuerzo inútil: a bordo sólo se habla ruso…
El cerrojo: al sacar el pasaje en "Inturist", una filial de la KGB disfrazada de agencia de viajes, me despojaron -como a todos- del dinero físico (como se dice ahora). Parodiando a Martín Fierro, "ni un dólar en el tirador". Y guay de avivarse y esconder los verdes: se toma declaración jurada, y mentir no es lo más aconsejable si uno quiere volver a su país…
La plata trucha: a cambio de dólares, pesos, florines, marcos, piastras el régimen entrega a cada pasajero un talonario de vales para comer en el tren (menú bravío: mucha grasa) o en restaurantes fijos -nada de elegir- en las dos paradas de casi un día que exige el viaje.
Solución para estómagos delicados: vivir a té (en cada vagón hay un bello y antiguo samovar eléctrico), a galletitas tipo "Ópera", y a cartón de leche que un camarero entrega cada mañana. El trío, gratis.
El oscuro objeto del deseo: la desesperada -y triste- avidez de los camareros y más de un peatón, en las estaciones, por los más comunes objetos del mundo libre. Juro sobre las obras completas de Fiódor Dostoievski que me rogaron, con pilas de inservibles rublos en la mano, que les vendiera mi bolígrafo de acero "Cross" (apenas diez dólares en Occidente), y el traje de jean que llevé casi como única prenda exterior: el oficio y sus largos viajes me enseñaron a viajar lo más despojado posible. Minimalista…
La caída del Ejército Rojo: viajé –qué otra chance– silencioso como un ratón. Parada de quince minutos en cualquiera de las noventa estaciones. Ojos bien abiertos. Dedo en el disparador de la cámara (llevé dos, y varios lentes). Discreción infinita. Pero (error por ignorancia), bajé a las vías para lograr una toma del frente de la locomotora. Estaba prohibido. Típica idiotez de la dictadura: en ese momento habría satélites Made in USA filmando hasta las pulgas…
Segunda y última parte de la caída: tres soldados altos como granaderos, hijos del heroico Ejército Rojo, primero en entrar en una Berlín ya destrozada, cayeron sobre mí como buitres. Me retaron mal, diría un chico argento de estos días, a gritos. No entendí una pepa, pero supe que se venía la noche…
Sigo. Me quitaron las cámaras, me hicieron sentar en un banco, me apuntaron con sus fusiles… ¡y el tren anunció su partida! Solo, sin dinero, sin pasaporte, y perdido el tren, imaginé un largo ostracismo. Acaso no en un gulag, pero al menos en un comisariato del Soviet Supremo…
Pero se hizo la luz. Occidente iluminó la escena. Uno de dos dentistas norteamericanos que viajaban en el camarote contiguo, y con quienes en mal inglés había cambiado algunas palabras, advirtió el drama "in progress", bajó armado con su Polaroid, apuntó a los soldados, disparó tres veces, y le dio a cada uno su copia.
Desconfiados primero, abrieron los ojos como el dos de oros cuando empezaron a aparecer las imágenes. Dejaron sus fusiles en el banco, se olvidaron de mí, me colgué del hombro mi bolso con las cámaras, subí al tren lo más pancho… y lo último que vi fueron las tres cabezas de los soldados, juntas, como quien descubre el fuego.
La Polaroid era, en esos años, casi un juguete, y casi en desuso. Pero derrotó al Ejército Rojo. Prueba clarísima, junto con la avidez por mi bolígrafo y mi traje (horrible, además), de que el sistema había empezado a morir, más allá de los cohetes lanzados desde el cosmódromo de Baikonur.
Casi punto final. En aquellos días, el Transiberiano cumplía su misión, pero carente del mínimo confort. De glamour, ni hablemos… Los camarotes de primera clase no tenían ducha: apenas una piletita. Por elemental buen gusto, no quiero describir detalles de mi cuerpo en el quinto día, primera parada larga con hotel incluido.
Pero sí el maravilloso, inolvidable festival de agua caliente, jabón y champú que celebré en una bañera del gigantesco hotel "Ukrania". Dos horas de chapoteo, como un bebé feliz, de 36 años.
Final. Estación Najodka, junto al Mar de Japón. Todavía no se podía llegar a Vladivostok, cerrado y secreto puerto militar.
Descenso. Estricta devolución de mis pesos y mis dólares… o en la moneda que uno quisiera. Devolución del pasaporte.
Pedido elemental: el sello de recuerdo. Respuesta: ¡Niet! (huelga la traducción). Otra idiotez de la dictadura: ¿qué oscura amenaza implicaba ese sellito en cirílico entre tantos medio mundo?
Abordaje en la motonave "Baikal". Destino: Tokio. Luego, Los Ángeles y Buenos Aires. Barco privado. Apenas sueltas sus amarras, una orquesta, en la cubierta, sonó a todo y puro rock. Compré cigarrillos… ¡en una máquina Made in USA! Pude elegir camarote, mesa y menú en los tres días de viaje. ¡Ba-ñar-me!
A favor: la gente, el pueblo ruso común. Cálido, amable, sonriente, honesto. Ni un amago de robo ni de pedido de limosna. Y ocultos hasta muchos años después, formidables pintores y músicos prohibidos por la tiranía.
El Transiberiano hoy: viajeros recientes confiesan que "hay algo de lujo, pero a la rusa". Es decir, sin exagerar… Por cierto, sin restricciones: cada uno sube con el dinero que quiere. Sólo se revisan los equipajes por el peligro de armas ocultas. Como en todo el mundo.
Gran cambio: basta escribir "Transiberiano" en Internet para que se abra un abanico de agencias de viajes, planes, rutas (el tren-madre tiene ramales de desvío a Pekín, Manchuria y otros destinos), precios. Es decir, competencia. Por ejemplo, un tour de catorce días ronda los 2.500 euros.
Desde luego, y más allá de mis avatares, es una experiencia digna de ser vivida, sobre todo en plena libertad. Ver la vasta y mítica Siberia, la belleza de las estaciones del subte de Moscú (verdaderas galerías de arte), la Plaza Roja, San Basilio, y pensar que en ese mundo pensaron y escribieron Dostoievski y el conde Tolstoi (sólo por ejemplo…), y que esa inmensa tierra empezó a ser un país hace 1.134 años, justifican la aventura.
Al fin y al cabo, por ese largo gusano rojo de cincuenta o cien vagones (según el trayecto y la época), construido por 90 mil trabajadores en precarias condiciones técnicas (pico y pala) y clima durísimo aun en primavera, pasó un siglo inolvidable. Y sus huellas de horror y de gloria siguen frescas.
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