Como adicto crónico al paco, Rubén Ezequiel Miranda, "el Chanchi", había tentado demasiado a la suerte. Con 31 años de edad y un hijo de 8, Miranda había entrado y salido varias veces de instituciones psiquiátricas como el hospital Borda, del cual se había fugado poco tiempo atrás, para vagar en la atmósfera de la manzana 25 en la Villa 21-24 de Barracas, a metros del agua sucia del Riachuelo y adjunta a la Villa Zavaleta; juntas conforman un conglomerado de más de 50 manzanas. Allí vivía junto a su madre, Aurora Rodríguez, y varios hermanos y medios hermanos. Su familia le toleraba el hábito, en cierta forma: Rubén ya les había robado varias veces para solventar el consumo. Uno de sus medios hermanos hasta reconoció en una declaración judicial que lo acompañaba a drogarse en los pasillos "para cuidarlo".
Miranda tenía un estilo bocón, insistente, que había comenzado a irritar a José Junior Barijho Paniagua, un presunto transa de la zona. De 23 años y nacionalidad paraguaya, confinado a una silla de ruedas por una discapacidad motriz, Miranda solía visitarlo en su rancho también en la manzana 25, primero para comprarle droga, luego para exigir que se la regale, golpeando a gritos la puerta de chapa, según relató su familia. Se había convertido en una molestia, espantando a otros clientes. "Mirá que vos estás haciendo mucho ruido, no los estás dejando trabajar", escuchó Rubén. Tres días antes de morir, Miranda se había cruzado en los pasillos, nuevamente según relatos de su familia, con Miguel Ángel Alfaro, de 22 años, otro vecino de la manzana 25.
Changarín ocasional y desocupado según su propio testimonio, Alfaro tendría un empleo bastante común en el entramado narco de cualquier villa; ser el "sapo" de Barijho Paniagua, el custodio del negocio del transa. En su encuentro con Miranda, apuntó luego la madre de Rubén, Alfaro le dejó al joven adicto una muestra de códigos barriales con una pequeña advertencia: "Mirá que Junior me quiere pagar para que yo te mate, Junior y unos cuántos más, pero yo no te voy a hacer eso. Yo no estoy con los transas, estoy con los guachos".
Por lo visto, advertir no sirvió de nada. El 27 de agosto último, cerca de las 2 de la mañana, "El Chanchi" recibió seis tiros en un pasillo de la manzana 25 para morir después del mediodía en el hospital Penna. Su remera negra tenía cinco orificios de entrada y salida. El forense Héctor Konopka, que realizó la primera autopsia a Ángeles Rawson en 2013, completó la matemática en la Morgue Judicial: encontró un proyectil en la zona lumbar del cadáver de Miranda. Horas después, su madre se presentó en la Comisaría de la Comuna Nº4 de la Policía Metropolitana para denunciar el hecho: lo acusó a Alfaro como tirador. Barijho fue identificado como instigador del hecho poco después. Hoy, poco más de un mes después, ambos están procesados con prisión preventiva.
La Brigada de Investigaciones de la Policía Metropolitana estuvo a cargo de los allanamientos y detenciones, con una investigación del Juzgado de Instrucción Nº34 a cargo del doctor Jorge López y el fiscal Adrián Giménez. En su procesamiento, firmado días atrás y al cual tuvo acceso Infobae, el juez López fue firme en sus términos: consideró que hay "un férreo cuadro probatorio" que determina que "se ha acreditado la materialidad de los hechos como la intervención que en los mismos tuvieron los encausados" y que "no existen dudas que Barijho Paniagua determinó a Alfaro a que dé muerte a Miranda", a pesar de que no se pudo probar un pago por el hecho.
El relato de Aurora Rodríguez fue la principal prueba que valoró el juez. Decir que la madre de Rubén Miranda vivió para contarlo no es un eufemismo: el tirador, según su relato, apuntó a ella. "Hasta acá llegaron", habría dicho Alfaro. Su hijo se puso enfrente de las balas para morir en lugar de su madre. Hay elementos que vuelven a la muerte de Rubén Miranda más peculiar todavía. Alfaro no tenía una pistola al cinto: al ver a su presunta víctima en un pasillo de la manzana 25 le habría enviado un mensaje a un adolescente del barrio -que luego fue identificado, detenido y remitido al Juzgado de Menores N°4- para que le acerque una .9mm envuelta en un repasador. Cuando el juez le pidió que entregue su teléfono para ser peritado, Alfaro afirmó no tener uno; dijo que "lo había vendido para comer" un mes atrás. Tampoco tenía demasiada libertad de movimiento; se encontraba enyesado gracias a una fractura en el peroné. Miranda tenía sus defensas algo bajas; estaba ebrio al momento de morir. Hasta le dio un abrazo a su presunto asesino. "¿Todo bien, Micky?", le preguntó.
Alfaro no cayó solo: metieron presa también a su madre, María Rosa Guerra, de 56 años, apodada "La Chilena", empleada en una cooperativa barrial en otra villa porteña. Como su hijo, está procesada y encarcelada. José Saucedo, un cartonero de 38 años, que también vive en la manzana 25, tuvo la misma suerte. Ambos, según el relato de los familiares de Miranda, estuvieron presentes en el momento del homicidio. Guerra hasta sostuvo un machete en la mano mientras le gritaba a su hijo: "Matala a esta también", en relación a Aurora, "que engendró un demonio". Miranda no fue el único en llevarse una serie de balas; un medio hermano del joven adicto estaba ahí también. Recibió tres tiros en el muslo, algo que se sumó a la carátula de expediente como tentativa de homicidio. El chico, rengueando y con la pierna llena de sangre, corrió a pedir ayuda. Logró que Prefectura Naval socorriera a su hermano en poco tiempo y que el SAME lo trasladara al Penna todavía con vida.
Hubo una suerte de epílogo tres días después del hecho, según otro testimonio en la causa, típico de las muertes narco en villas: un saludo en el funeral. Miranda fue velado en su vivienda. "Alfaro se paró a unos metros de allí, escondió su rostro con una capucha y mientras lo miraba hacía ademanes de tener un arma de fuego en el bolsillo de la campera", cuenta un relato reflejado en el procesamiento. No le fue muy útil taparse la cara a medias; el yeso en su pierna delató su identidad.
Al ser indagado, Alfaro dijo que no era ningún sicario, sino un ayudante de albañil, que conocía a Junior "del barrio" pero no era su amigo, que la noche del homicidio de Miranda había ido a festejar el cumpleaños del hermano de un compadre para terminar durmiendo en el piso del rancho de Saucedo, que cerca de las 2 de la mañana, hora de la muerte de Miranda, se despertó y el cartonero le dijo que había "un problema", que luego se volvió a acostar. "Mi hijo no fue, fueron 'los paraguayos'", lanzó la madre del presunto tirador al ser detenida, mientras acusaba a la familia de Miranda de ser una banda de extorsionadores.
Hablar de "paraguayos" en la Villa 21-24-Zavaleta es hablar de las bandas narco que se disputan el territorio de Barracas hace más de una década para convertirlo en uno de los puntos con más homicidios de toda la Capital Federal, con la muerte de Kevin Molina, un niño de 9 años que cayó en el fuego cruzado de traficantes en 2013, como una suerte de ícono trágico. Según datos difundidos por el Instituto de Investigaciones del Consejo de la Magistratura en un informe especial sobre homicidios dolosos, la zona de Barracas fue la que más víctimas concentró en territorio porteño en 2014, con 34 asesinatos en total.