Los desafíos que hicieron de Sarmiento un constructor de la Nación

Por Luis Alberto Romero

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A lo largo de su vida Sarmiento dio respuesta a sucesivos desafíos
A lo largo de su vida Sarmiento dio respuesta a sucesivos desafíos

En nuestra memoria histórica conviven dos imágenes contradictorias de Sarmiento; una, lo coloca en un bronce deshumanizado; otra, mucho más activa, lo arroja al barro. Hay que descartar esas pasiones para encontrar cuál fue el aporte de este hombre notable a la construcción de la Nación.
A lo largo de su vida dio respuestas a sucesivos desafíos. Como exiliado del rosismo, supo interpretar lo profundo de la realidad de su tiempo, en cuyos aspectos superficiales se debatían sus contemporáneos. Sarmiento partía de una idea y, guiado por ella, observaba el mundo cercano y concreto: una fiesta popular, un baqueano o un gaucho cantor. De cada uno extraía un rasgo de una realidad que sabía multiforme pero coherente. La idea original crecía y ganaba en densidad, llegando finalmente a explicar el drama argentino en su gran antinomia: campo y ciudad, barbarie y civilización. Esta construcción se mantiene viva y desafiante, e invita a contradecirla o desarrollarla.

El segundo desafío consistió en proyectar una nación para el país que venía

El segundo desafío consistió en proyectar una nación para el país que venía. Sus ideas originarias, formuladas en Facundo, se renovaron cuando viajó a Estados Unidos y encontró el prospecto del futuro. Amplias extensiones de tierra, capaces de recibir a los migrantes que se agolpaban en los puertos europeos. Un capitalismo potente y una sociedad igualitaria. Ciudadanos, opinión y república. Y la educación como herramienta privilegiada.

Pero en 1852 el desafío más urgente era otro: la imposición del orden estatal, permanentemente desafiado por los poderes provinciales. A Sarmiento -que desempeñó con idéntica pasión los cargos importantes o los secundarios- le tocó ser presidente durante un tramo de la guerra civil, agravada por la guerra con Paraguay. Por entonces admitió que el establecimiento del orden y la construcción del Estado requería tomar decisiones difíciles, y no le tembló el pulso.

¿Para qué? Muchos por entonces coincidían en un núcleo de ideas básicas: transformar al país mediante la inmigración, la puesta en explotación de la tierra, el desarrollo de los transportes y la vinculación con el mundo. Sarmiento le imprimió a este programa un sesgo que sin él quizá no hubiera tenido: la educación popular, que desarrolló inicialmente en la provincia de Buenos Aires.

En Estados Unidos había admirado a las comunidades locales, que mantenían sus escuelas, pero sabía que en Argentina el Estado debía dar el impulso inicial

La educación popular que preconizó iba mucho más allá de la alfabetización elemental o el aprendizaje de un oficio. Era la clave que articulaba el crecimiento de la economía, basado en los emprendimientos personales, la constitución de una sociedad de oportunidades, al alcance de hombres y mujeres capacitados para asumir sus desafíos, y la formación de un entramado cívico, donde los ciudadanos, capaces de entender aquellas cuestiones públicas que hacían a su interés personal, desarrollaran a la vez la preocupación por el interés general.

En los Estados Unidos había admirado a las comunidades locales, que mantenían sus escuelas, y competían por su excelencia. En la Argentina esa capacidad social de autogeneración educativa prácticamente no existía, de modo que el Estado debía dar el impulso inicial, y hacer un tremendo esfuerzo para que la sociedad pudiera y quisiera educarse. El modelo pasó de Estados Unidos a Francia, donde los republicanos iniciaban un emprendimiento estatal similar.

En 1884 Sarmiento libró su última gran batalla, con la sanción de la ley 1420 de educación común, obligatoria, gratuita y laica. Aunque su alcance se limitaba a la Capital Federal y los territorios nacionales, la ley definió un rumbo, una política del Estado, que se sostuvo casi un siglo. Con ella se construyó el sistema educativo: se formaron los maestros y profesores, se hicieron escuelas y colegios, se elaboraron los programas y se convenció a padres e hijos -la sola obligación  no habría bastado- de los valores tangibles de la educación.

Todo eso conformó una propuesta escolar excelente, que superó en calidad y cantidad a las otras ofertas: la de la Iglesia, débil por entonces, y la de algunas colectividades, como la italiana, que se proponía educar "italianamente" a los hijos de los inmigrantes. Las superó ofreciendo la mejor educación, igual para todos, y una efectiva igualdad de oportunidades, para que cada uno llegara hasta donde su talento se lo permitiera.

Este carácter democrático y público es lo que irritó a los antisarmientinos. Desde comienzos del siglo XX, se advierte en las elites una preocupación por los efectos de los cambios: muchos extranjeros, muchos advenedizos que prosperan, mucha competencia con las familias tradicionales. Por entonces comenzó a apelarse a lo "nacional". También se sugirió que una educación de ese tipo, que borraba las diferencias de origen, alteraba el orden social. La Iglesia sumó su voz contra lo que llamó una "escuela sin Dios". Era una tergiversación, pues solo se trataba de asegurar, en una sociedad plural, que nadie se sintiera marginado por sus creencias.

Deberíamos volver a Sarmiento y su propuesta para la escuela, ceñirnos al espíritu y no a la letra

Se inició por entonces una larga tradición de desprestigio, denostación y burla. Se lo acusó de muchas cosas, pero todos coincidieron en hacer de Sarmiento y su escuela el chivo expiatorio de cualquier mal.

Lamentablemente, tuvieron éxito, y mientras la figura de Sarmiento era denostada y arrojada al barro, su escuela fue sistemáticamente destruida.
En la encrucijada actual, deberíamos volver a Sarmiento y su propuesta para la escuela pública. Debemos ceñirnos al espíritu y no a la letra. Hoy no se discute si la escuela pública ha de ser de gestión estatal o privada, un ámbito donde frecuentemente emerge el espíritu sarmientino. Pero debe ser una escuela que, además de incluir, instruya a través del esfuerzo, la exigencia y el premio al mérito. Que forme ciudadanos conscientes, algo cada vez más escaso en el país.

Sarmiento también está vivo en su personalidad de luchador, resumida en una frase maravillosa: "Las contradicciones se vencen a fuerza de contradecirlas". Hoy sobran contradicciones. Hacen falta más voluntades.  

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