El siguiente es el décimo y último capítulo de las memorias de Nelly Rivas, la joven amante de Juan Domingo Perón, que Infobae publica por primera vez de manera completa en la Argentina.
Después que Perón huyó, dejándome en Buenos Aires, la vida se convirtió para mí en una pesadilla.
Turbas antiperonistas se congregaban frente a mi casa, insultándonos. En cierta ocasión comenzaron a gritar:
¡Hay que lincharla!
Un destacamento de policía tuvo que intervenir.
Mi vida corría peligro y yo estaba atemorizada.
El 27 de septiembre, una semana después de que el nuevo gobierno había asumido el poder, tres policías del servicio secreto y dos capitanes del ejército llamaron a mi puerta.
Mis padres habían salido a comprar otra casa con los 400 mil pesos que Perón me había entregado poco antes de pedirme que me fuera. La cómoda casita de mis padres era un regalo que Perón les había hecho a fines de 1954. Ahora las muchedumbres amenazadoras nos hacían imposible seguir viviendo allí.
Yo estaba en cama, enferma física y moralmente, a raíz de todo lo que había sucedido. Mi tía, que me acompañaba, me preguntó si debía o no dejar pasar a la policía.
-Déjalos entrar- repuse.
De otra manera echarán abajo la puerta.
Lo primero que hicieron fue preguntarme por todas las cosas que Perón me había regalado: el Fiat, las pieles, la ropa, las alhajas y el dinero que me diera al despedirnos.
Me sorprendió sobremanera que hubieran podido averiguar tantos detalles en tan corto tiempo y llegué a la conclusión de que la revolución debió haber tenido partidarios desde adentro.
Yo tenía las alhajas y el dinero guardados en un ropero. Los policías se apoderaron de ellos y me preguntaron si las joyas habían pertenecido a Eva Perón. Se refirieron a ella y a Perón en la forma más irrespetuosa y llenaron de insultos una fotografía de Perón que encontraron en la habitación.
-Estos son los perros del tirano- exclamó uno de ellos reconociendo a "Monito" y a "Tinolita". ¿Por qué no los matan?
Me hicieron una serie de preguntas de naturaleza íntima. Yo me mantuve en silencio.
Cuando regresó papá, lo trataron de degenerado por haberme permitido vivir con Perón.
En el ropero, la policía había encontrado dos cartas. Parecían haber sido escritas por Perón desde la cañonera Paraguay donde se había refugiado. Me las había traido un joven que desapareció inmediatamente después de entregármelas.
La policía me pidió que las identificara. Les dije que la firma era la de Perón, pero que no podía asegurar que él fuera el autor de las cartas porque no lo había visto escribirlas.
El 18 de octubre fui llamada a comparecer ante un tribunal militar. Estaba compuesto de ocho generales que estaban recopilando datos para justificar la expulsión de Perón del Ejército.
Se reunía en la residencia presidencial, donde yo había vivido momentos tan felices con Perón y donde ahora, de hecho una prisionera, debía declarar en contra suya.
Les dije la verdad de mis relaciones con Perón. Ellos querían que les hablara de su política, pero les contesté que no sabía nada de esos asuntos.
Un teniente coronel, impaciente, sugirió que me llevaran presa. El general von der Becke se opuso, diciendo que yo era sólo una criatura. Y me permitieron que regresara a mi hogar.
Un día, en que mi madre había salido a hacer las compras, una mujeres detuvieron su coche y le pidieron que les indicara una calle que no conocían. Cuando mi madre se acercó al auto para contestarles, la asieron bruscamente y le cortaron el cabello.
Esto colmó la medida. Vendimos algunas cosas para poder conseguir diez mil pesos para alquilar un coche; cargamos algunas valijas y los perritos y nos dirigimos hacia el norte en dirección al Chaco, cerca del Paraguay, en donde se había refugiado Perón.
Nos arrestaron en Formosa, a cierta distancia de la frontera. Nos detuvieron un corto tiempo y luego se nos ordenó regresar a Buenos Aires.
En marzo fui obligada, nuevamente, a relatar mi historia a la Comisión Investigadora de Actividades Peronistas.
El 7 de mayo, dos agentes se presentaron con una orden de arresto firmada por el juez. Mi madre no quiso entregarme, pero se comprometió a llevarme al día siguiente ante el Dr. Ernesto González Bonorino, el juez que se ocupaba de mi caso.
El juez ordenó que fuera internada en un reformatorio, y me separaron de mi madre. Esta, enloquecida, quiso lanzarse desde el tercer piso de la Corte, pero una pariente se lo impidió.
Mi estada en la prisión (o "colegio") fue una pesadilla. Las frazadas, mal lavadas, me aterrorizaban pensando en que podrían ser portadoras de las enfermedades feas que tenían muchas de las chicas.
Yo era una paloma comparada con ellas. Vivían obsedidas sexualmente y sus costumbres escasamente superaban el nivel animal.
-Vos estuviste enredada con Perón, así que no podrás salir de aquí hasta que tengas veintidós años. Tenés deciséis…me decían y yo me horrorizaba.
Al cabo de un mes y medio, empecé a sufrir de una profunda depresión nerviosa. Sentía que me estaba volviendo loca.
Luego, tuve un ataque de apendicitis. Creí morir y pedí que llamaran a un sacerdote. Me confesé por primera vez en muchos años.
Mi estado siguió desmejorando. Había nuevas complicaciones relacionadas con el hígado. Cinco exámenes médicos concluyeron que si continuaba detenida, no respondían de que no tuviera ello consecuencias fatales para mí. Así el 15 de noviembre de 1955, después de casi siete meses en el "colegio", fui puesta en libertad y operada inmediatamente.
El Dr. Juan Ovidio Zavala, miembro activo de la Unión Cívica Radical, había sido uno de los jóvenes que pusieron una bomba en el Teatro Colón mientras Perón se encontraba allí.
Se hizo cargo de nuestro caso, porque opinó que era su deber defender los derechos de cualquier argentino, cualesquiera que fueran sus ideas políticas.
Mantuvo que era ilegal detener a mis padres cuando ninguna de las partes había presentado una denuncia contra Perón.
El estado argentino, procediendo con un juicio enteramente aparte, ha acusado a Perón de haber mantenido relaciones ilícitas con una menor. En estos momentos procura obtener su extradición de las autoridades venezolanas, a fin de juzgarlo aquí en la Argentina.
Perón podría echar por tierra este cargo, solicitándome en matrimonio y el juez no se opondría a esta solución. Estando bajo la tutela del juez, no puedo abandonar la Argentina, pero el matrimonio podría hacerse por poder. En este caso yo adquiriría el derecho de viajar al extranjero.
Si llegara él a considerar esta propuesta, yo insistiría en que fuera enteramente voluntaria, motivada por sus sentimientos hacía mí y no porque se viera obligado a hacerla.
Es Perón quien deberá decidir. Confiando en Dios, yo aceptaré lo que el destino me depare.
LEA MÁS:
La historia de Nelly Rivas, la "niña amante" de Juan Domingo Perón