El siguiente es el noveno capítulo de los diez que componen las memorias de Nelly Rivas, la joven amante de Juan Domingo Perón, que Infobae publica por primera vez de manera completa en la Argentina.
Perón siempre tuvo un excelente apetito, pero cuando regresó a almorzar a la Residencia Presidencial, luego de la fracasada sublevación del 16 de junio de 1955, dejó de comer.
Miles habían muerto. La Casa Rosada había sufrido grandes daños con las bombas, y Perón tuvo que mudar su despacho a la Residencia.
Alcé la vista de mi plato y ví que Perón cubría su cara con las manos. Un silencio cayó sobre los comensales. Ninguno de los ministros encontró algo que decir.
Por fin yo rompí el silencio: -¿Papaíto, qué pasa? ¿No hay apetito hoy?
Tomó mi mano y la apretó con fuerza. Y pude ver que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Más tarde, cuando pudimos hablar a solas, me dijo:
-Parece que no me quieren mucho…
-¿Qué importa que no lo quieran sus enemigos?, le contesté. ¿No me tiene siempre a mí? Aunque todos lo abandonen, yo jamás lo dejaré.
Y luego añadí con un toque de desilusión en mi voz:
-Parece que mi cariño no significa gran cosa para Ud.
Perón me aseguró que sí: que yo era un gran aliciente para él en esos momentos.
Había habido gran revuelo a raíz de que la quema de la Bandera de la Patria y de los continuos choques con el clero. Se había llegado hasta incendiar numerosas iglesias en Buenos Aires. Todo esto cargaba la atmósfera de tensión y de incertidumbre.
Un día oí unos disparos cerca de la puerta principal de la Residencia. Me dijeron que unos hombres habían pasado en un auto y habían intentado matar al guardia.
Después de esto, la seguridad de la Residencia Presidencial fue confiada a la Guardia de Granaderos, considerada una de las unidades más fuertes y más leales del ejército.
Perón al principio, no se resignaba a convertir su casa en un cuartel, pero el Servicio de Seguridad insistió. Con esto, la Residencia dejó de ser un hogar.
Y se produjo la revolución del 16 de septiembre de 1955.
A las tres de la mañana desperté con el ruido de pasos apresurados. Salté de la cama y salí a ver que sucedía. Encontré a Perón vestido, preparándose para salir.
Ese día no almorzó en casa, pero fue a cenar. Él y sus ministros hablaron todo el tiempo de cosas que yo apenas entendí.
A juzgar por sus semblantes, parecía que la situación no era buena, pero tampoco desesperada. Perón se veía tranquilo, pero los ministros estaban visiblemente preocupados.
Era evidente que estaban tratando de asuntos más serios que los de costumbre. Y me levanté, silenciosamente, de la mesa.
Perón regresó al Ministerio de Guerra y no volvió a casa esa noche. Yo dormí vestida, sobre la cama.
La residencia se convirtió de repente, en un puesto militar, rodeado de tropas desde donde Perón en gran parte dirigía las operaciones.
Él y sus consejeros pasaron las noches en pie, estudiando los planes y la estrategia destinados a aplastar la revolución que había estallado en Córdoba, a 750 kilómetros de Buenos Aires.
Yo les enviaba continuamente café o "cognac" para levantarles el espíritu.
Mientras se abría y cerraba la puerta, alcancé a oir algunos comentarios que hacían entre ellos. Decían que era imposible llegar a Córdoba, ya que los revolucionarios había tomado posiciones avanzadas a la entrada de la ciudad.
No obstante, las tropas leales a Perón recibieron orden de avanzar y lograron entrar en la ciudad.
Cuando empezaban las cosas a mostrarse favorables al gobierno, recibimos la noticia de que unidades de la Marin, al mando de los revolucionarios, se acercaban a Buenos Aires. Uno de los comunicados decía que habían recibido armas del Uruguay.
Perón y sus ministros se indignaron. El capitán Alfredo Renner, secretario particular de la Presidencia, cogió el teléfono, llamó a Montevideo y advirtió al gobierno uruguayo que sería considerado responsable si los buques de la Marina de Guerra argentina llegaban a nuestras costas cargados de municiones.
(Perón, que desconfiaba de la Marina, había tomado sus precauciones y desarmado a los buques de guerra).
Uno de los oficiales propuso hundir algunas naves a la entrada del puerto de Buenos Aires para impedir la entrada de los buques rebeldes, pero Perón se opuso diciendo que él no hundiría barcos por los cuales había pagado tanto dinero.
Comencé a darme cuenta de que la situación se hacía grave.
El 19 de setiembre, a las 5.30 de la mañana, Perón se dirigió al Ministerio de Guerra. Algunas horas más tarde volvió acompañado de Renner, y corrió escaleras arriba. Yo me encontré con él en el último peldaño.
-¡Andate a casa, inmediatamente!, me dijo. Más vale prevenir que tener que lamentar…
Era casi una orden militar. Comprendí que el asunto no admitía discusiones.
Le dije que me llevaría los perritos y él asintió.
Me besó y me fui, tal como había llegado, con sólo el vestido que llevaba puesto.
No hubo ninguna indicación en su beso de que era la despedida final. Creí que estaríamos juntos nuevamente en un par de días, tal como había sucedido después del levantamiento sofocado en el mes de junio.
Pero fue la última vez que ví a Perón.
Cuando llegué a casa, prendí la radio y escuché los últimos comunicados sobre la revuelta. Y escuché los últimos comunicados sobre la revuelta. Y escuché que la Marina había presentado un ultimátum diciendo que Buenos Aires sería bombardeado a menos que se rindiera el gobierno.
Supe que todo había terminado. Y lloré amargamente. Sentí que el mundo se derrumbaba…
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