El siguiente es el séptimo capítulo de los diez que componen las memorias de Nelly Rivas, la joven amante de Juan Domingo Perón, que Infobae publica por primera vez de manera completa en la Argentina.
Atilio Renzi, el mayordomo de palacio, los mozos, "valets" y demás personal de la Residencia Presidencial me fueron hostiles desde el primer día.
No me perdonaban haber invadido lo que ellos consideraban de su exclusiva pertenencia. Antes de mudarme a la Residencia, y aún antes de que muriera Eva Perón, ellos manejaban la casa a su antojo. Tanto Perón como su difunta esposa, estaban demasiado ocupados de asuntos políticos para dedicar mucho tiempo a los detalles del hogar.
Pero a mí no me interesaba la política y el tiempo se me hacía largo sin hacer nada, mientras Perón pasaba el día afuera, reclamado por sus tareas de gobernante. Empecé, por lo tanto, poco a poco, a observar el manejo de la casa presidencial.
A Renzi le pareció muy mal cuando hice ver a Perón que uno de sus secretarios se permitía enviar un coche de la presidencia a su hermana, cada vez que ella lo solicitaba para salir de compras.
Una de las funciones de Renzi era la de administrador de la Fundación Eva Perón, destinada a ayudar a los pobres.
Una mañana noté que la cola de la pobre gente que aguardaba se hacía más y más larga, mientras Renzi charlaba con unos amigos que habían ido a visitarlo.
Cuando ese día le dijo a Perón que había estado muy ocupado, yo le pregunté:
-¿Ocupado recibiendo a sus amigos personales y dejando que el público espere?
Se puso lívido. Perón hizo que no oía.
Renzi se fue poniendo cada vez más furioso con la vigilancia que yo ejercía sobre sus actividades.
Y un día, sencillamente cerró la puerta con llave y no me dejó entrar más en su oficina, que se encontraba en la plata baja de la residencia.
Me sentí ofendida, pero no dije nada a Perón.
Comprendía que durante 10 años Renzi había merecido la confianza del Presidente y no quise provocar un incidente desagradable entre los dos.
Los "valets" y sirvientes se unieron a Renzi en su afán de destruirme. Se habían indignado conmigo cierta vez que había confirmado las sospechas de Perón de que una botella de "cognac" de gran precio había desaparecido de la casa. Me acusaron de querer ponerlos mal con el Presidente.
También les enojaba que yo asumiera algunas de sus obligaciones, como llevarle a Perón los diarios de la tarde a su habitación; molerle el café que tanto le gustaba tomar en la noche; prepararle el cocimiento de boldo que tomaba frío antes del desayuno; preocuparme de su ropa y de ordenar sus cosas que dejaba tiradas de cualquier manera cuando partía a la Casa de Gobierno a las seis de la mañana.
De común acuerdo, me acechaban en espera de que diera un paso en falso, como había ocurrido con un muchachito español que había llegado de polizón a la Argentina y a quien llamaban el "Galleguito". El chico vivió un tiempo en la Residencia con Perón, pero fue despedido cuando, haciéndose pasar por el hijo del Presidente, comenzó a vender cosas que robaba de la casa.
Muy pronto me dí cuenta de que Renzi hacía intervenir mi teléfono para averiguar si yo concertaba secretamente salidas con mis amigos. Me cuidé de llamar a nadie más que a mi madre, con quien hablaba todas las noches.
Un día paseando en compañía de mis perritos en el "Fiat" que me había regalado Perón, noté, a través del espejo de retrovisión, que un coche me seguía a todas partes.
Era evidente que Renzi me hacía seguir y lo confirmé cuando me preguntó un día acerca de un joven a quien yo había llevado en mi coche. Le dije que se equivocaba; que no había habido tal joven, sino un muchachito de catorce años de pantalones cortos que como acostumbran, me había hecho señas de que lo llevara.
Después de este incidente, no me arriesgué más. En vez de manejar mi auto, prefería usar uno de los coches presidenciales, para que el chofer pudiera ver exactamente a dónde iba y qué hacía.
Nunca quise tener modista particular. Iba a las casas de costura del centro, ubicadas en las calles principales de la ciudad, de manera que no hubiera duda alguna acerca de mi comportamiento.
También me llevaba un chofer cuando visitaba a mi madre, generalmente un día sí y otro no.
Siempre estaba de regreso en casa antes de las siete de la tarde, ya que quería que Perón me encontrara al regresar de la oficina alrededor de las 8 de la noche.
Cuando acompañaba a los artistas japoneses que había venido para el festival internacional del cine, conocí a un joven argentino, miembro del Instituto Argentino-Japonés.
Trató de cortejarme, luego de encontrarse conmigo varias veces en peleas de boxeo y en otros actos públicos, a los que yo había asistido con Perón.
Renzi le habló a Perón de estos encuentros y trató de sembrar la sospecha de que quizá no fueran casuales como aparecían.
-Preguntémosle a la nena- sugirió Perón.
La expresión de mi cara fue suficiente para convencerlo de que la sospecha era maliciosa y que yo le era fiel.
No me gustó la sonrisa de Renzi, el día que volví de un cine céntrico con Antonio Perón, el sobrino de veinte años del General. Antonio había ido a vivir a la residencia pero tenía su grupo de amigos y rara vez estaba en la casa, salvo para dormir. A pesar de esto, comprendí que debía tener mucho cuidado en mis relaciones con él. Y desde ese día rechacé todas sus invitaciones.
Tenía inclusive que preocuparme de mi actitud con los profesores particulares que iban a darme lecciones a la Residencia, cuando dejé de ir al colegio para dedicarme a Perón y a su casa. Había descubierto que me espiaban por el ojo de la cerradura.
Cuando Renzi le preguntó a Perón en cierta oportunidad por qué estaba tan seguro de mí, él le respondió:
-Porque es demasiado joven para estar viciada, como nosotros los hombres…
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