Hay una familia que llora y se abraza en silencio en la puerta de la morgue judicial. Uno se aleja, habla por teléfono, llora más. Detrás de todos ellos, se abre un portón de hierro y sale Brenda Ortiz. Nadie sabe quién es ni qué hace esa mujer en la morgue. Mucho menos que ella es la persona a la que llaman para los "casos imposibles". Es experta en identificación de cadáveres y esos "casos imposibles" son los cuerpos que llegan, por ejemplo, carbonizados, desmembrados o los que son hallados mucho tiempo después -días, años- de haber muerto.
Brenda revuelve un cortado en el bar de la esquina de la morgue. Tiene 40 años, los dedos delgados y las uñas pintadas con un brillo suave. Cuenta que fue bailarina, profesora de baile y que estudió Ciencias Económicas, durante un tiempo, en la UBA. Pero como había nacido en una familia de policías, quiso entrar a la Federal. "Yo tenía 20 años y hasta ese momento creía que un policía era el que estaba parado en la esquina o en una comisaría", dice. Pero una mañana, mientras hacía el curso de "Identificación física humana" (el sistema creado por el argentino Juan Vucetich, que se usa en todo el mundo), alguien le alcanzó a su profesor las pericias de un homicidio.
"Me paré al lado y empecé a ver las fotos de la escena del crimen y del cuerpo, al que ya le habían hecho la autopsia. Quedé fascinada. Le dije: ¿dónde es? ¿puedo ir? Dos compañeras que estaban conmigo vieron las mismas fotos y las dos se descompusieron. El profesor me dijo: ¿de verdad te interesa? Me llamaron y al día siguiente, a las 5.30 de la mañana, empecé a trabajar en la morgue. Hasta ese momento no había ninguna mujer en la sala de autopsias".
Durante su primer día de trabajo hubo 16 autopsias: 16 personas a las que, luego, había que identificar. En ese entonces, Brenda sólo miraba lo que hacía el encargado de identificación de los cuerpos: masajeaba las manos y ablandaba la rigidez cadavérica para poder, después, entintar los dedos del cadáver y tomar las huellas digitales. Sin embargo, identificar a quienes tenían una familia que lo esperaba en la puerta, llorando y avisando por teléfono, era más bien un trámite. El desafío era "buscarle la vuelta" para lograr identificar a los cuerpos irreconocibles y evitar que se convirtieran en NN.
"Un día me avisan que había entrado un hombre descuartizado. Estaba en bolsas de consorcio y en avanzado estado de putrefacción. Los médicos forenses me dijeron 'no creo que puedas hacer nada', y yo dije: 'al menos voy a probar". Brenda se quedó a solas con el brazo. Como la primera capa de piel de la mano se había desprendido como un guante, la sacó delicadamente para evitar que se rompiera, la lavó con un cepillo suave y se la puso en su propia mano, como quien se coloca un guante de látex. Se entintó los dedos -que tenían las huellas del fallecido-, y las presionó sobre un papel especial. Lo identificaron ese mismo día.
"Para mi fue una alegría porque detrás de cada cuerpo hay una familia: una madre, un abuelo, un hermano. Yo creo que lo que hacemos acá es un trabajo humanitario. Es una agonía estar buscando a alguien y no saber. Pensar 'dónde estará', 'comerá o no comerá', si le estarán haciendo algo. Saber que están muertos es terrible pero les permite darles un entierro digno y seguir".
Brenda empezó a hacer un trabajo artesanal y los "casos difíciles" de identificar que le asignaban se multiplicaron: se sumaron los docentes -con sus huellas arruinadas por las tizas- y las mujeres que habían sido empleadas domésticas y llegaban con las manos demasiado gastadas. Se sumó una nena, que había salido a vender estampitas por la calle y había vuelto a casa sin plata. "La habían dejado irreconocible". Y se sumaron los cuerpos "momificados": gente mayor que vive sola y pasa uno o dos años muerta antes de que alguien se de cuenta.
Pero hubo uno, por su condición de catástrofe, que la dejó perpleja.
-Cromañón. Me encerré a llorar.
Fueron 4 días de trabajo y de un calor extenuante, durmiendo entre 2 y 3 horas diarias. "Eran jóvenes que habían muerto por inhalación de monóxido de carbono. No fue difícil la identificación, demoramos por la cantidad. Lo difícil fue lo que pasaba acá en la puerta, con los familiares. Cuando teníamos un descanso y salíamos a comprar algo para comer, nos insultaban mal, o querían entrar y romper todo. Pero después se ponían a llorar, desesperados, y nos decían 'por favor, fijate, te lo ruego, ya no sé dónde más buscar a mi hijo".
Brenda vive en San Antonio de Padua, pertenece a la Policía Científica y entra a la morgue a las 6 de la mañana. Se pone un mameluco plástico, guantes gruesos de nitrilo, cofia, botas de agua y máscara, e identifica entre 10 y 14 cuerpos por día. "Acá llegan todas las personas que mueren en Capital. Desde que pasó lo de María Marta García Belsunce, ningún médico se arriesga a firmar un acta de defunción sin que el cuerpo pase por un autopsia".
Tiene en la cartera hisopos, esmalte, parafina líquida, cualquier cosa que pueda ayudarla cuando llega "un imposible". "Hace poco me llamaron. Había entrado el cuerpo de un hombre que había sido enterrado en cemento. Me dijeron que estaba imposible y yo, en casa, me puse a investigar cómo sacar el cemento del cuerpo. A las 5 de la mañana, agarré una botella de vinagre de la cocina, dos bandejitas del cumpleaños de mi hijo, un cepillo de dientes viejo y me vine".
Lo que hizo fue llenar las bandejitas con vinagre, colocar las manos del cadáver en remojo y cepillar, despacio, durante horas. "A la tarde ya sabíamos quién era y yo feliz. Trabajar en la morgue es fascinante, es mi lugar, aunque parezca raro. No sé, a mi me mandás a trabajar de maestra jardinera con 20 hijos únicos y me muero", se ríe fuerte.
Cuando no puede usar las impresiones dactilares, hace la identificación a través de las caras internas de las manos o de las plantas de los pies. "Eso sucede especialmente con las personas carbonizadas, porque el calzado se quema pero las plantas se protegen".
Brenda trabajó durante la tragedia del tren Sarmiento, en Once. Y el año pasado fue la única mujer entre los cuatro expertos que viajaron a Ecuador para identificar a las dos argentinas asesinadas en Montañita. Las chicas habían sido arrojadas en bolsas de consorcio en una zona muy húmeda. Las familias, en aquel entonces, trataron de reconocer los cuerpos pero les resultó imposible. Tanto, que empezaron a dudar de que fueran ellas.
Hay un choque en la calle, en Viamonte y Uriburu. Se oye el ruido de ambulancias y Brenda mira por la ventana del bar con cierta intranquilidad. Pero vuelve a la charla y cuenta otras dos historias que ponen en evidencia lo relativa que puede ser la frase "casos difíciles". Dice que, en estos 20 años, le tocó identificar a una amiga de la adolescencia, que había muerto por una mala praxis: un exceso de anestesia en un hospital de Provincia al que ella llama "homicidio".
También a un colega policía, del que se despidió a la tarde: "Cuando volví a trabajar, a la mañana, lo tenía muerto en una camilla. Se le disparó el arma, la bala entró por la pierna y salió por la axila", dice, mientras el ruido de las ambulancias agobia. Pide la cuenta, tiene que volver a entrar a la morgue. Y lo que dice, ya sobre el final, pone en evidencia que una frase hecha no siempre está vacía de contenido. "Yo trato de disfrutar de la vida con mi familia, porque hoy estamos y mañana, tal vez no. Cuando estás ahí, parada frente a ese cuerpo, te queda bien claro, te lo puedo asegurar".