Las tres historias que siguen no son sólo un recuerdo fuera de contexto, a pesar de que sucedieron hace más de cuatro décadas.
En Bariloche, durante el tradicional viaje de egresados, un grupo de alumnos se disfrazó con símbolos nazis: bigote a lo Hitler, águilas, siglas de la Gestapo, etcétera.
¿Idiotez, influencia interna o externa, o (peor aun) convicción? Por mucho que se investigue, jamás se sabrá…
Unos días después, en Mendoza, un grupo invisible inundó las redes sociales con consignas repulsivas: "Hitler resucitá y llevátelos a todos", "Perdonalos, Adolf, no saben lo que hacen", y otros mensajes previsibles de esas mentes enfermas.
El fenómeno, aunque nos toca demasiado cerca, no es patrimonio nacional. Grupos neonazis y nostálgicos del Tercer Reich operan en varios puntos de Europa por impulso del retorno a los nacionalismos; algunos, con zeta…
Frente a la cresta de una ola que puede alcanzar más altura y fuerza, una de las editoras de Infobae, testigo de mi libro "Nazis en las sombras" (Atlántida, año 2000, en conjunto con la AMIA), me preguntó qué se siente al mirar a los ojos a un criminal nazi.
Buena pregunta, al mismo tiempo fácil y difícil de contestar. En los años 70, merced a una casualidad primero, una información comprada después, y finalmente a raíz de una larga investigación personal, pasé por esa experiencia: mirar cara a cara a un criminal nazi y escrutar sus ojos.
Con un detalle novelesco: cuatro de esos ojos estaban vivos y desafiantes, y los otros dos estaban muertos…
El primero fue Klaus Altmann, SS, jefe de la Gestapo en Lyon, Francia, durante la ocupación nazi, donde se le atribuyen el envío a campos de concentración a 7.500 personas, 4.432 asesinatos, y el arresto y la tortura de 14.311 miembros de la Resistencia francesa. Tras la derrota del Reich, huyó y se refugió primero en Buenos Aires y después, a lo largo de dos décadas, en La Paz, Bolivia. Su nombre de guerra: Klaus Barbie.
El segundo fue Walter Kutschmann. Su "blutorden"(bautismo de sangre que otorgaba jerarquía) fue ordenar el fusilamiento de 40 profesores judíos y sus familias en las colinas de Wulenkca, Ucrania. Fue nombrado oficial a cargo de un grupo de exterminio (Einsatzgruppen) que operó en Polonia. Luego, su raid criminal no se detuvo: mandó a ejecutar más de 1.500 intelectuales polacos, agregando sangre a su nefasto curriculum.
El tercero fue Eduard Roschmann, el temible "El carnicero de Riga", comandante del campo de concentración en la capital de Letonia y responsable de la muerte de 40.000 judíos. Derrotada Alemania, huyó a la Argentina y se convirtió en Pedro Ricardo Olmo, oscuro empleado de la fábrica Osram de artículos eléctricos. Y también en el protagonista de la novela best seller "Odessa", del británico Frederick Forsyth, y del film del mismo nombre.
Los ojos del crimen
Llegué a La Paz con el fotógrafo Ricardo Alfieri (h): escala para tomar una avioneta rumbo al Mutún, la mina de hierro a tajo abierto más grande del mundo. En ese momento, y a pedido de Simon Wiesenthal, director de la Agencia Judía de Viena, la policía boliviana lo había detenido y alojado en una celda del Panóptico de San Pedro, la prisión central de la ciudad. Motivo: averiguación de identidad: ¿Klauss Altmann era también el criminal de guerra Klaus Barbie, "el carnicero de Lyon"?
Una farsa, en realidad. Altmann vivía allí con su familia desde hacía veinte años. Era rico y una celebridad entre la extrema derecha local, y había logrado millonarios negocios para el país. Entre ellos, la creación de una marina mercante.
Unos cincuenta periodistas, fotógrafos y camarógrafos de varios países de Europa esperaban frente a los negros y vetustos portones de la prisión el permiso para entrar…, pero Altmann-Barbie sólo nos recibió a nosotros. Victoria triste: más allá de nuestra insistencia previa, nos abrió la puerta de su celda porque éramos argentinos: del país que a más criminales nazis protegió…
Pero por fin estuvimos cara a cara y nos miramos a los ojos. Los suyos, celestes, fríos de mirada altanera. Sin un parpadeo nervioso ante preguntas durísimas. Sin desviarlos. Sin una pausa ni una expresión que denotara duda, culpa, algún momento difícil de su vida. Pensé que del mismo modo miró a Jean Moulin, el gran héroe de la resistencia francesa, cuando lo torturó hasta matarlo. Y tampoco hubo un rasgo de emoción en esos ojos cuando me dijo:
–Un día entré clandestinamente a Francia y dejé unas rosas en su tumba porque fue el mejor enemigo que tuve.
Esperé en vano, en ese instante, un indicio de humedad en ese celeste petrificado. Pero no.
Y tampoco frente a los recuerdos de los muertos fusilados en masa: mujeres y niños también.
–Eran el enemigo. Con el enemigo no hay piedad.
Aquellos ojos estaban enmarcados en facciones duras, una cabeza calva, y hacia abajo seguían con un atuendo impecable: suéter de cuello alto color mostaza, fino pantalón de gabardina, zapatos nuevos.
De pronto llegó su mujer con la vianda, como todos los días: privilegio de criminal; no comía el rancho del presidio.
Empezaron a hablar en alemán. Ella, muy nerviosa. Él, impávido. Pero al cabo de la discusión me dijo:
–La entrevista ha terminado.
Una duda tengo aun hoy, a tantos años. Cuando Alfieri y yo bajamos de ese primer piso con los ojos brillantes de victoria (¡fue primicia exclusiva mundial!) y cruzamos el patio, me dijo:
–Señor…
–Si, Altmann…
–Por favor, no me haga mucho daño.
Pero estaba yo muy lejos de sus ojos para advertir si en ese instante se rebajaron a un rasgo humano, a una tenue emoción, a una sombra de temor.
Los ojos de la caída
En cuanto se supo que el criminal nazi Walter Kutschmann era el mismo Pedro Ricardo Olmo que figuraba en sus tarjetas de Osram, me lancé (como tantos periodistas), a su búsqueda. Hacia fines de diciembre tenía la certeza de que se refugiaba en la costa, pero me faltaban dos datos esenciales. Casi perdidas las esperanzas, un atardecer, recibí en la editorial a un visitante desconocido. De unos 35 años, traje gris perla recién estrenado, buena educación evidente, se presentó como un industrial textil de Junín, y a cambio de un peso moneda nacional que quiso cobrar en la caja, y con recibo, me dio los dos datos que me faltaban (suprema venganza), y desapareció.
Esa misma noche, también con Alfieri (h), llegamos a Miramar, nos alojamos en un pequeño hotel, y desde las siete de la mañana montamos guardia dentro de un taxi.
A eso de las once vimos, todavía lejano, un auto inconfundible: un Mercedes Benz gris de los años 50. Enseguida, el teleobjetivo de Alfieri comprobó el número de la chapa. Coincidía con el dato clave del "industrial textil de Junín", seguramente un agente secreto oculto.
Era, sí, Walter Kutschman. Se parecía muy poco a las viejas fotos de archivo que repartió por el mundo Kate Karsfeld, la famosa cazadora de nazis. Bajó del auto. Muy alto, con gruesos anteojos, camisa leñadora a cuadros y zapatillas deportivas de tres tiras, se encaminó hacia la puerta de su edificio costero de tres pisos. La bolsa en la mano delataba que venía del mercado como un pacífico ciudadano en vacaciones.
Salí del auto, corrí hacia él mientras Alfieri lo capturaba diez, veinte veces con su teleobjetivo, y le grité desde atrás:
–¡Kutschmann!
Saltó como si hubiera picado una serpiente.
–¿Quién es usted?
Se lo dije.
–¡Usted! ¡Usted es el hombre que destruyó mi vida con las cosas que escribió!
Por supuesto, había leído mis historias sobre él en la revista Gente. Negó ser Kutschmann. Esgrimió sin convicción que era Pedro Ricardo Olmo. Por fin lo admitió, pero se negó a la entrevista.
–Ahora no puedo hablar. Mis abogados están preparando mi defensa. Venga dentro de un mes.
–Un mes es la eternidad, Kutschmann. Es ahora o nunca. Si habla, omitiré su paradero. Si no, lo publicaré con pelos y señales.
–Está bien. Bajemos a la playa.
Una vez allí, en la playa desierta (era un día de diciembre muy frío), y mientras lo entrevistaba, me detuve en sus ojos, muy camuflados por los gruesos vidrios de los lentes. No eran los ojos de acero de Altamann, por cierto. Noté que trataba de mantenerse sereno, pero los ojos tenían algo de animal acorralado. Negaba, asentía, y los sometía a un continuo movimiento: izquierda, derecha, izquierda, derecha, como si esperara la llegada de alguien que lo defendiera o lo sacara del apuro (supe, después, que contaba con vecinos alemanes capaces de todo). Y al cabo de casi una hora llegó su mujer…
Rubia, aterida más por el miedo que por el frío, lloró, imploró, discutió con él en alemán, y comprendí que mi trabajo estaba cumplido. Desde luego, hicimos los bolsos, corrimos hasta la ruta, y a fuerza de dedo nos recogió un colectivo que iba Mar del Plata. Temí que nos largara los perros…
Los ojos del muerto
Mi tercer hombre era Eduard Roschmann, "El carnicero de Riga". Vivió en Olivos, Buenos Aires, con documentos argentinos a nombre de Federico Wegener, y protegido por algunos enlaces. En su novela "Odessa", fiel descripción de Forsyth, este cuenta que Roschmann mandaba ómnibus con prisioneros destinados a morir en campos de concentración, pero hacía pintar en las ventanillas hombres, mujeres y niños sonrientes, como si fueran a un feliz día de picnic.
Busqué al monstruo por cielo, agua y tierra. Seguí pistas fatalmente falsas. Pero al cabo descubrí que había huido al Paraguay para eludir su detención, pedida por la Agencia Judía de Viena. Fuga inútil: la policía y la justicia argentinas jamás capturó a ninguno de los criminales nazis detectados en Córdoba (Villa General Belgrano), Bariloche, Villa Ballester, y siguen los nombres…
Encontré su paradero: una pensión de mala muerte en un barrio de Asunción. Según la dueña, "No habla con nadie, come como una fiera, y duerme en una pieza con cinco chinos" (trabajadores golondrina).
Me mostró la pieza, una ruina. Seis camastros. Paredes despintadas de un vago celeste o verde. Le pregunté por él a la dueña: "Ya no está. Anoche, después de comer como un cerdo, se sintió mal, y lo internaron".
La mujer no sabía en qué hospital. Los recorrí todos con el fotógrafo Guillermo Gruben, pero cuando acertamos fue demasiado tarde: la noche anterior había muerto de un ataque al corazón.
Su cuerpo estaba en la vieja morgue de la Facultad de Medicina. Lo sacamos entre cuatro y lo acostamos en la camilla de las autopsias.
Era una ballena. Un despojo repugnante. Miré sus pies: le faltaba un dedo del izquierdo y tres del derecho, amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler. La gangrena no lo perdonó.
Miré sus ojos, pero poco dicen los ojos de un muerto. Sólo es posible conjeturar cuántos prisioneros condenó a las cámaras de gas y a los fusilamientos en masa.
Era julio de 1977. Un mediodía de sol. Y un grupo de estudiantes de medicina bailaba de alegría en el patio: hacía mucho que no llegaba un cadáver N.N. para abrirlo y estudiarlo. El primer paso para salvar vidas.
Vuelvo al origen de esta nota: ¿qué se siente frente a los ojos de un criminal nazi? Es difícil explicarlo. Pero no es imposible imaginar que, desafiantes o cobardes, son pequeñas pantallas que vieron (y guardaron en la memoria) las escenas más atroces padecidas por la humanidad en tiempos modernos: desde 1939 hasta 1945. Apenas un relámpago en una vida, y un ínfimo grano de polvo en el infinito universo.