No es fácil la vida cuando la madre de uno es objeto del repudio ajeno, repudio masivo, completo, una condena social abrumadora que prescindía de toda formalidad judicial. Se podía pensar poco en esos días. Casi todo el tiempo transcurría en el intento de evitar, siquiera por un momento, el asedio de la prensa. Salieron en los diarios fotos mías, tomadas por la calle, que yo no sabía que me habían sacado. Según parece, periodistas y fotógrafos se escondían en las instalaciones de San Lorenzo en los días de entrenamiento de mi equipo de básquet.
En mi colegio, Cardenal Newman, el rector Wall se ocupó de hablar con el alumnado. Les dijo: "Martín no tiene nada que ver con todo esto, así que eviten los comentarios". Para eludir a los periodistas mis horarios allí eran distintos de los de mis compañeros: por ejemplo, yo ingresaba a las nueve y media en vez de hacerlo a las ocho menos cuarto. En el colegio sentí comprensión y debo reconocer que solían perdonarme cosas que en otros se castigaban. En 1978, mi primer año de secundario, me había llevado a examen dos materias (Biología y Caligrafía) y las aprobé en diciembre. Al año siguiente, cuando sucedió todo esto, me llevé nueve, cinco de ellas a marzo, y con mi padre decidimos que era mejor repetir.
No todos actuaron como el rector Wall. Mis padres y yo habíamos asistido con frecuencia a la parroquia de Monserrat cuya barra brava es famosa en San Telmo. Allí había jugado al fútbol, asistido a charlas y bailes, y hasta me había trenzado en alguna pelea. En una oportunidad, cuando parte de la iglesia se había derrumbado a causa de que la empresa de ingeniería Tauro había iniciado una construcción en el terreno de atrás, mis viejos hicieron un aporte monetario importante para colaborar con la realización de las obras necesarias para reconstruirla. Poco después de la detención de Yiya el cura de la parroquia, Calixto Sebastián Maidana, hombre enérgico que varias veces había comido en casa, nos envió un emisario. Se trataba de un joven militante de Acción Católica que, en nombre del cura, nos pidió que dejáramos de ir a la parroquia. "La gente comenta", nos mandó decir.
También teníamos que soportar miradas suspicaces cada vez que nos veíamos obligados a decir nuestro apellido. Más de una vez me preguntaron: "¡Murano! ¿Algo que ver con la Yiya?". Los preguntones quedaban callados cuando yo respondía: "Sí, soy el hijo", y quizá alguno creyó que le estaba tomando el pelo.
La detención de Yiya tuvo además una consecuencia inesperada: de un día para el otro me sentí libre, sin el peso que para mí significaba enfrentar sus órdenes y desaprobar sus actividades. Por primera vez podía tomar mis propias decisiones. La consecuencia de este cambio fue que a partir de entonces me dediqué un poco menos al colegio, redoblé mis esfuerzos en el deporte y empecé a asistir a clases de teatro. Mi padre, en cambio, no dejaba de perder peso. Cada vez más débil, el viejo aceleraba su proceso de autodestrucción. Su estudio ya se había derrumbado.
Yo tenía 13 años y a partir de entonces crecí solitariamente, por mi cuenta y en la calle. Ante el desmoronamiento de mi padre dejé de tener casa. Mi casa pasó a ser un montón de paredes. Por primera vez tuve amigos y conocí la noche, aunque por suerte siempre algo me hizo retirar a tiempo cuando entreveía falopa o manos pesadas. Esa ley de la calle que obliga a respetar al de más fuerza física me evitó dificultades. Mi entrenamiento deportivo fue entonces una valiosa ventaja a mi favor. Mis relaciones con chicas fueron difíciles. Si no pertenecían a ambientes pesados, huían de mi apellido. El de la "envenenadora de Monserrat" ya no era el caso de Yiya, sino el de la familia Murano.
El deporte fue, a buen seguro, la tabla que me mantuvo a flote muchas veces. Recuerdo a mi entrenador de básquet, Erio Cacetai, quien tantas veces cumplió para mí el papel de padre. Él fue en buena medida el responsable de que yo continuara la práctica deportiva cuando muchas veces sentía que no podía más con nada. En ese ámbito mis vínculos con la gente fueron buenos, todo el mundo me trató respetuosamente y jamás nadie habló de mi madre, a menos que yo mismo sacara el tema. Solo tenía que soportar los cantitos de las hinchadas rivales, que recordaban con ironía el cianuro y las muertes para que aquel chico de 13 años errara un doble. Estoy convencido de que la lucha contra esas cosas y el ver periodistas todos los días y en todos los momentos también ayudaron a mi transformación física y mental.
A pesar de la religiosidad de mis padres, las navidades nunca fueron en casa una fecha importante. Después de la detención de Yiya, eran simplemente un día más. El Día del Padre también significaba poco —mi viejo parecía cada vez más ausente— y en el Día de la Madre le hacía algún regalo a María.
Poco a poco actividades nuevas empezaban a llenarme de vida, y con tres amigos —dos de ellos, Fabián y el Gallego, están ahora en el exterior— caminábamos todos los recovecos de la ciudad. No encontré consuelo en la religión, pero sí en la lectura, sobre todo en las referidas a temas de cultura general, tradiciones argentinas, Historia, y en la Biblia. De continuo me acompañó en mi adolescencia el temor a terminar mal, y creo que ese miedo me ahorró problemas.
Mientras tanto, Yiya Murano vivía en la Unidad Penitenciaria de Ezeiza.