Hace pocos días, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, explicó que, en las próximas elecciones, Cristina Kirchner obtendrá el 13 o 14% de los votos nacionales. Al compararlo con el célebre 54% del 2011, Peña afirmó: "Se trata de una claro proceso de autodestrucción política". Con matices, esa misma descripción se puede aplicar al presidente Mauricio Macri, solo que el declive fue más vertiginoso. Hace apenas 18 meses, siete de cada diez argentinos lo apoyaban: la confianza en su Gobierno, medida por la confiable Universidad Di Tella, era mayor aún que la depositada en el de Cristina en las semanas previas al 54 por ciento. Ahora, el candidato de Macri, Esteban Bullrich, tiene dificultades para vencer a a Kirchner en la provincia de Buenos Aires. El contraste es evidente.
La mirada sobre estos procesos depende siempre del punto de comparación. Respecto del 2011, Cristina se empequeñeció. Pero desde hace un año, creció, al punto de representar hoy una amenaza. Respecto del 2011, Macri logró un milagro. Pero desde hace un año, su cantidad de simpatizantes disminuye de manera sostenida. La curva de Cristina asciende desde muy abajo por una pendiente suave. La de Macri, en cambio, cae desde muy arriba por una cuesta más pronunciada. En apenas cuatro semanas se sabrá cual de la dos curvas, en su recorrido inverso, quedó por encima de la otra. Hay encuestas para todos los gustos.
Lo que sucedió con el consenso social de Macri es un clásico. Cuando cae el poder adquisitivo de una sociedad, arrastra en alguna medida la imagen de sus gobernantes. La democracia es ese sistema donde cada voto vale uno y, si alguien quiere mantenerse en el poder, debe pensar en las mayorías. Hay gobiernos que no lo hacen porque sus líderes no fueron preparados para eso, y otros porque la coyuntura torna imposible -o irresponsable- esa satisfacción inmediata. Es irrelevante, al menos en términos electorales, debatir cuál fue el caso de Macri: ¿era el suyo el único camino o había otros menos agresivos para la sociedad? Las medidas traumáticas que tomó, ¿fueron consecuencia inevitable de la herencia recibida o un reflejo de sus propias limitaciones e intereses? Sea como fuere, los efectos de todo eso produjeron este escenario electoral donde predominan los nervios.
El caso PepsiCo, bien explicado, sirve para entender lo que ocurre. PepsiCo es una de las multinacionales de alimentos más poderosas del mundo. En el último balance, informa con orgullo una extraordinaria ganancia de 2800 millones de dólares. En diciembre del año pasado, en la casa matriz, ubicada a apenas una hora de Manhattan, se decidió ajustar la operación en la Argentina. El mecanismo sorprendió por su virulencia a los propios ejecutivos de la filial local que fueron remplazados en cuestión de días: en su lugar, ubicaron a una task force, que es como se conoce en el mundo empresarial a los equipos de ejecutivos que se especializan en estas situaciones de crisis. Llegan a un país extraño, operan sin anestesia, y se retiran. Por eso, PepsiCo emite comunicados sin cara: no hay un vocero que explique nada. En este caso, la task force está integrada casi íntegramente por mexicanos.
Lo curioso es que en los últimos cinco años, la empresa ganó dinero en el país. Los números no son accesibles al público pero hay consenso en que el último año la rentabilidad se redujo, sin que eso significara números rojos. Desde Estados Unidos decidieron que la planta de Vicente López debía cerrar porque era más rentable importar el producto, porque los trabajadores tenían demasiada antigüedad y eso implicaba mayores costos. Es difícil sostener, como lo hizo Patricia Bullrich, que el color político de los delegados haya sido un dato relevante. Desde noviembre de 2015 se perdieron 50 mil puestos de trabajo en el sector industrial y en la mayoría de esos casos, ni siquiera existían comisiones internas. El 20 de junio, Pepsico sorprendió a sus empleados con los cinco renglones en los que anunciaba la mala nueva. El atenuante en todo el proceso es que ofreció indemnizaciones por el doble de lo que estipula la ley: por eso el 75% de los trabajadores la aceptó.
En ese conflicto, el Gobierno solo apareció en escena hacia el final, cuando los trabajadores que no habían aceptado la indemnización tomaron la fábrica. Solo quedaba el 20% de ellos. Era un conflicto desgastado: la salida de la fábrica era, apenas, cuestión de horas. El Gobierno decidió apresurar los tiempos con las fuerzas de seguridad y, luego del desalojo, sus primeras figuras -María Eugenia Vidal, Patricia Bullrich, Jorge Triacca, Cristian Ritondo- defendieron la actuación de la policía.
Funcionarios encumbrados sostenían que ese operativo consolida la adhesión de la base de los votantes de Cambiemos. Y tuvieron muestras de ello. Figuras públicas muy influyentes y militantes "cambiemistas" en las redes celebraron que el Gobierno impusiera autoridad. ¿Habrá sido realmente bueno eso para Macri y su gente? Es una lectura que merece, al menos, más de un punto de vista.
Entre los elementos que han dañado mucho la imagen del Gobierno se destaca la idea de que "es un Gobierno de ricos para ricos". Su actuación en el caso Pepsico ¿debilita esa percepción o la aumenta? Además, ¿cuánto es la base de Cambiemos? ¿El 25% de las PASO o el 34 de la primera vuelta del 2015? Quien tenga memoria recordará que el salto de una cifra a la otra tuvo que ver con un gesto muy preciso: Macri prometió una y otra vez que nadie perdería ningún derecho adquirido. Así ganó: convenciendo a muchos de que no era lo que pensaban que era. Seguramente, algunos trabajadores de Pepsico votaron por Macri entonces.
Hay un sector social que no es afectado por los despidos y, tal vez por eso, los celebra como un paso hacia una transformación necesaria. Lo mismo cuando aparece la policía. Es un problema habitual para todo proyecto político: su base enardecida. Cada mensaje hacia ella, aleja a los independientes. Cristina, en un momento, empezó a hablarle solo a los televidentes de 678 y a los militantes de La Cámpora. La adoraron. En estos días, hace contorsiones para salir de ese gueto.
Desde que asumió, desde el mismo día que liberó el cepo sin contemplar sus efectos en el costo de vida, el Macri duro desmintió muchas veces al moderado que ganó la elección. No todo el tiempo. Es cierto que hay atenuantes. Pero los prejuicios son crueles: solo incorporan a la percepción aquello que los confirma. En el caso Pepsico hay una fábrica que cierra por razones poco explicadas, hay gente que queda sin trabajo. No es algo que debería hacer feliz a nadie y que atemoriza a muchos.
Tal vez la gente que le reclama mano dura a Macri no lo entienda, pero un Gobierno debería percibir la gravedad de estas situaciones. Para ello, claro, tendría que sentir el desamparo ajeno. Muchos de los altos funcionarios de la Casa Rosada provienen de ámbitos laborales donde la crueldad, muchas veces, es confundida con la valentía. Aplicar esos criterios al Gobierno de un país causa dolor y, si eso no basta como argumento, es políticamente suicida. Aporta, cada día, nuevos testimonios para el show de campaña que ha montado el publicista ecuatoriano de la ex presidenta.
En pocas semanas, el país sabrá que pasó con las dos curvas: la que cae rápido y la que sube despacito. Tal vez nada dramático suceda. El Gobierno retendrá el favor de un tercio de la población nacional. En esta novedosa democracia atomizada, esa minoría le dará un pie de apoyo para seguir. Eso se combinará con un triunfo o una derrota de Cristina, que le dará más o menos aire. Y la vida seguirá, complicada como fue siempre en Argentina. Si quiere seguir donde está, Macri debería parecerse a aquel que saltó en pocos meses del 25% de las PASO al casi 52 del ballotage. Para lo otro, para encerrarse en una minoría, ya tiene la receta que aplicó, por ejemplo, en Pepsico.