El monte Tumbledown fue el último punto estratégico defendido por los argentinos antes de la derrota en la Guerra de Malvinas. El combate que lleva su nombre, entre la noche del 13 de junio y las primeras horas del día siguiente, en 1982, depara historias inesperadas. Una de ellas, la de un grupo de soldados de servicios de la cuarta sección de la compañía Nácar, que sin ningún tipo de experiencia militar, detuvieron durante tres horas el avance británico.
Un grupo de soldados de servicios del Batallón de Infantería de Marina Número 5 de Río Grande cambió sus elementos de limpieza por fusiles y sus escobas y carritos por granadas, y resistieron los embates del Segundo Batallón de la Guardia Escocesa, solos, al oeste del monte, en la primera línea de fuego. Recién cuando llegó la luz del día dimensionaron la crudeza del combate. Los muertos y heridos daban cuenta de ello. Muchos británicos han definido a esa batalla en la que se peleó casi cuerpo a cuerpo como el mismísimo infierno, el peor de los lugares, la más oscura pesadilla.
De todo lo que se ha escrito en el Reino Unido y Argentina, casi nada rescata el valor de los soldados de servicios, que no eran otra cosa que civiles cumpliendo una carga pública, el servicio militar obligatorio. Sólo son mencionados en algunos libros que hablan de otros héroes.
Habían recibido sólo 45 días de instrucción militar. Barrían el BIM 5, lo mantenían limpio, juntaban los "puchos" del piso, y lo hacían bien, tanto, que el jefe de servicios, el suboficial Julio Saturnino Castillo, tras encomendarles que lo pinten, les dio una semana de franco. Volvieron a sus casas. Fue la última vez que algunos de ellos vieron a sus familias.
El suboficial Castillo era un infante de marina destinado a servicios del BIM 5 por una diferencia con un oficial. Sus hombres rescatan su figura como la de un hombre que supo sacar lo mejor de ellos.
Cuando se desató la guerra, Castillo reunió a sus hombres. "¿Quién quiere ir a Malvinas?", les preguntó. Todos dieron un paso al frente. José Luis Galarza, Héctor Cerles, Ricardo Fernández, Jorge del Valle Palavecino, Juan Carlos González, Pablo Rodríguez, Ricardo Sánchez, Félix Aguirre, Carlos Villa, Carlos Ibalos, Juan Carlos Gonzáles y Daniel Zacarías llegaron a Tumbledown al mando del suboficial Julio Castillo y el cabo Amílcar Tejada. Ninguno de ellos tenía chapas o medallas identificatorias, por lo que les pidieron que llevaran sus cédulas militares y las tuvieran siempre encima.
Se ubicaron en el oeste del monte, en un espacio de 200 metros de largo por 50 de ancho, apoyados por algunos soldados de Ejército, que se ubicaron más atrás, en otras posiciones. Pero en su lugar, en ese extremo oeste de Tumbledown, estaban solos. Por allí los atacaron la noche del 13 de junio. Quedaron entre el fuego enemigo y el de la retaguardia.
Daniel Zacarías tenía 19 años cuando fue a la guerra. "Todos teníamos el mismo sueño: queríamos volver a nuestras casas y tomar un mate cocido con tortas fritas. Nos pensábamos con nuestros hermanos y deseábamos volver por un futuro. Pero también pensábamos en lo que habíamos dejado en la casita del grupo móvil, que era el lugar donde estábamos los de servicios en el BIM 5: el queso, el fiambre, los cigarrillos. Al volver a nuestras casas, todo fue distinto a como lo soñamos. Los sueños se fueron y salió a la luz ese animal que llevamos adentro y que estaba herido", rememora a la distancia. Cada soldado es una guerra, una historia, una vivencia, un regreso más o menos amargo. El de Zacarías tiene sus peculiaridades.
El 20 de mayo, Zacarías no estaba de guardia en Tumbledown, por lo que decidió dormir. Jura y perjura que lo despertaron tres veces, pero que al abrir los ojos, no encontraba a nadie. Cuando se despabiló por completo, recuerda que empezó a sentir olor a rosas y otras flores con un perfume intenso. Llamó a su compañero Carlos Villa y le preguntó si no olía lo mismo. Le contestó que no. Se angustió. Ese sentimiento lo acompañó hasta el final de la guerra. También empezó a sentir que alguien lo acompañaba. Tiempo después le daría un cierre a esa historia. Pero todavía faltaba el combate. En dos oportunidades los estallidos fueron cercanos a su posición. "Siempre digo que hubo milagros en Tumbledown. El grupo de Castillo, los que quedamos entre dos fuegos, pudimos morir todos y a la mayoría no nos pasó nada", evalúa a la distancia.
Zacarías fue finalmente herido en la cabeza por el roce de una bala. Salía mucha sangre. Eso no impidió que ayudara a un soldado del Ejército cuyo nombre no recuerda y que también estaba herido. Lo dejó a resguardo junto a su compañero Pablo Rodríguez, que había sido herido al principio de la batalla. Los abrigó y los tapó con una carpa.
En algún momento dejó de escuchar a Castillo, que murió en el combate. Y finalmente se rindió junto a su compañero Carlos Villa, con quien fueron tomados prisioneros. La guerra había terminado con una derrota. Zacarías volvió a Puerto Madryn en el Camberra, el 19 de junio de 1982. Ese día empezó otra guerra.
Desde Puerto Madryn llamó a su hermana al lugar donde trabajaba en Resistencia, Chaco, pero ella no lo quiso atender, porque su familia había recibido un informe que lo daba por muerto. Llamó a su padre a la ferretería donde él trabajaba desde que tenía 14 años, porque sabía que su madre siempre iba a atenderlo allí. Pero el que levantó el teléfono fue su papá. Le dijo, sin pelos en la lengua, que él no era su hijo, que su hijo había muerto. Llorando, Zacarías le preguntó por su madre. No le dijeron la verdad.
"En Puerto Madryn lloré, lloré y lloré en un hueco para que nadie me viera. No sabía a cuál de mis diez hermanos podía llamar. Cuando volví al BIM en Río Grande me enteré, porque pregunté, que mi madre había muerto", recuerda. Había sido el 20 de mayo, el mismo día que sintió que alguien lo despertaba, que recuerda un fuerte olor a flores.
Los tres días siguientes desapareció del batallón. "¿Qué hice? Lloré, como estoy llorando ahora", cuenta entre lágrimas.
Volvió a su Chaco natal. Tuvo varios trabajos. Sus hermanos le recuerdan que por aquellos días salía a correr en las noches alrededor de la casa y que gritaba. Ellos lo miraban en silencio. Él no se acuerda.
La historia de Daniel Zacarías es la de un sobreviviente que nunca pudo atender su estrés postraumático, porque debió ocuparse de su padre y de sus hermanos, que a la vez fueron su apoyo. Durante 20 años no habló de la guerra, hasta que alguien le dijo que en Tumbledown, en ese lado oeste del monte, los británicos creían haberse enfrentado a un grupo comando.
"Ese día sentí un golpe como el de esa noche en la que murió mi madre. Nosotros no éramos comandos y fuimos parte de la primera línea. Ese día Malvinas volvió a mi cabeza y empecé a recordar todo", comenta.
El balance personal es negativo. "La guerra no me dejó nada. Perdí camaradas, a mi madre, y tuve que hacer de tripas, corazón; y decidir con qué problema me quedaba, si con la guerra o el drama de mi familia. Decidí ocuparme de mi familia", reflexiona.
De los "Valientes de Servicios" murieron en el combate, además de Castillo, los soldados José Luis Galarza, Félix Aguirre y Héctor Cerles. Juan Carlos González falleció un día antes en una patrulla a la que llamaron "Chocolate", porque habían salido a buscar comida.
De los sobrevivientes, sólo algunos fueron condecorados. Todos son un ejemplo de coraje. Jóvenes de 19 y 20 años, sin instrucción militar, llenos de sueños rotos. A Daniel Zacarías, en tanto, no le resulta fácil contar su historia. Remover las cenizas de la guerra y la muerte es lo más doloroso en la posguerra. Pero eso hace de él un ejemplo de superación.