Asignatura pendiente, 3 libros que ayudan a entender el 24 de marzo

Publicados hace tiempo, pasaron relativamente inadvertidos en su momento. Escritos todos por protagonistas de aquellos años, ya fallecidos, constituyen un muy valioso testimonio que merece una relectura

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Amorín, Funes y Llambí, tres actores y testigos de aquellos años que nos dejaron su testimonio
Amorín, Funes y Llambí, tres actores y testigos de aquellos años que nos dejaron su testimonio

Las preguntas que formula -y responde- José Amorín en Montoneros: la buena historia (Catálogos, 2005) bastan para explicar el interés de este libro, escrito en primera persona, ya que el autor fue uno de los primeros cuadros de esa organización, a la que renunció el 1° de mayo de 1974, luego del acto en el cual intentaron un desafío a Perón e iniciaron el camino hacia el aislamiento político y el extermino.

"¿Cuáles fueron los motivos íntimos (que) llevaron a muchos jóvenes, algunos de ellos aristócratas, a jugarse la vida? ¿Eran peronistas? (…) ¿Fue la ejecución de Aramburu producto de un 'acuerdo' con Onganía? ¿Audacia de adolescentes idealistas? (…) ¿Por qué la conducción rompió los 'pactos secretos' con Perón? (…) ¿Cuáles fueron las circunstancias que rodearon el asesinato de Rucci? (…) ¿Es posible entender la génesis del torturador? ¿Apoyaron los argentinos la tortura?", etcétera.

Temas espinosos si los hay, que son abordados por Amorín con una honestidad intelectual que escasea en muchos otros sobrevivientes de la experiencia montonera ("siempre fuimos demócratas", llegan a decir algunos). Aborda con gran franqueza y originalidad aspectos como la ideología y objetivos montoneros y expone como nadie el carácter de "Iglesia" que tenía la organización, en la cual entrar era equivalente a "ordenarse", "consagrarse", con una fe muchas veces ciega que explica ciertas obediencias y lealtades suicidas. 

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José Amorín, autor de “Montoneros, la buena historia”
José Amorín, autor de “Montoneros, la buena historia”

Pero también un camino de entronización de Mario Firmenich en la conducción montonera, fruto de una serie de caídas, como las muy tempranas de Fernando Abal Medina y Gustavo Ramos, más tarde la de Carlos Hobert -ésta última poco clara, dice Amorín-, y luego de una metodología que hizo escuela en la organización: la degradación de los compañeros más carismáticos -so pretexto de faltas a la moral revolucionaria- y/o su traslado a otras provincias donde, carentes de inserción natural, se veían excesivamente expuestos a la represión. Sucedió con Sabino Navarro y con Paco Urondo, por ejemplo.

Rechaza la teoría de los dos demonios pero su crítica a la conducción de la organización es mucho más lapidaria que cualquier otra. Los acusa de "necedad" y "ombliguismo" y de haber contribuido a la victoria del enemigo.

También describe con lujo de detalles el desafío a la conducción de Perón. Recuerda que Firmenich dijo en septiembre del 73 que el poder emanaba "de la boca del fusil", minutos después de que Perón, que acaba de ganar de modo contundente la elección presidencial, le propusiera "un benevolente y beneficioso armisticio".

Describe dos reuniones de Montoneros con Perón, una en abril del 73, en la cual éste les ofrece el Ministerio de Acción Social, algo que, dice Amorín, no fue comunicado a las bases y que a la conducción le pareció poca cosa -pretendían conducir junto con Perón-, y otra en septiembre, en la que el Presidente les pide que respeten el Pacto Social. Pocos días después, Montoneros mataba a Rucci, lo que fue "una declaración de guerra", dice el autor, que sostiene además que la violencia hacia el interior del Peronismo la inició Montoneros.

"Si Perón hubiera vivido unos meses más…", dice en un momento José Amorín.

El mismo lamento expresa el libro de Carlos "Chango" Funes (Perón y la guerra sucia, Ed. Catálogos), quien fue estrecho colaborador de Perón desde mayo de 1972 y cumplió para él varias misiones, todas tendientes a la conciliación y a la pacificación del país.

Pese a ser el más antiguo de los tres, el planteo del libro de Carlos Funes es de enorme actualidad, al menos desde la perspectiva con la cual se intenta encarar el debate hoy.

"¿Quiénes son los responsables de la guerra sucia? ¿Qué responsabilidad le cabe al general Perón (…)? Una suerte de lugar común gobierna el tema: Perón y el peronismo habrían puesto en marcha el mecanismo que impulsó esa masacre siniestra".

Es el planteo que Funes se encarga de rebatir detallando los esfuerzos de Perón para encaminar la situación en una carrera contra el tiempo escaso que le quedaba de vida, lo cual intuía, en una pulseada con el general Lanusse, a quién el autor responsabiliza ampliamente por demorar una salida democrática a todas luces inexorable y prolongar estérilmente la proscripción electoral de Perón. Recordemos que Lanusse agregó una cláusula -exclusivamente dirigida contra el líder exiliado- a la "apertura" del 73 imponiendo como condición para una candidatura presidencial el haber residido en el país dos años. Esto sólo sirvió para demorar la llegada de Perón a la presidencia y perder un tiempo precioso en la implementación de un plan que, según el propio general, le hubiera llevado dos años. "No podremos evitar que el primer año se nos vaya en la lucha por el botín. Los viejos querrán desquitarse por lo del 55 y los muchachos, por lo de ahora. Recién en el segundo año, cuando se calmen las aguas, hablaremos del nuevo Proyecto Nacional", le respondió Perón cuando él le preguntó cuánto tiempo necesitaba para desandar un camino que de seguirse llevaría al desastre..

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Cuando conoció a Perón, Funes tenía 31 años. "Todavía tiene bastante tiempo para equivocarse", le dijo Perón. "Anoté este fugaz comentario en mi memoria -escribe el autor- porque se relacionaba, profundamente, con el drama de nuestra generación. (…) La confrontación de los ideales con la realidad exige un tiempo de maduración hasta alcanzar una síntesis entre lo dogmático y lo pragmático, entre lo que imaginamos y lo que puede ser. Esta valoración de la vida, sencilla y humanista, no fue tomada en cuenta años más tarde, cuando miles de jóvenes fueron sacrificados en la llamada 'guerra sucia'".

Funes detalla todos los pasos que dio o intentó dar Perón para normalizar el país y el encargo que le hizo de intermediar entre él y Montoneros y otros sectores de la juventud para conciliar posiciones. Inevitable seguir estos avatares con la carga de saber que no hubo modo de dar marcha atrás en una escalada de confrontación que resultó letal para tantos. Desde el presente, resulta sencillo ver cómo ciertas cosas hubieran podido evitarse y parece incomprensible el comportamiento casi suicida de tantos actores. En la vorágine de acontecimientos que en definitiva se resumen a un muy corto período de tiempo, no era tan fácil ver claro. Funes es indulgente y en especial con esos jóvenes que se vieron demasiado rápido provistos de un poder para el cual no estaban maduros.

En momentos en que ambos extremos coinciden en responsabilizar a Perón -Montoneros, con el argumento de que los "traicionó" y los militares de que ordenó la represión ilegal-, el libro de Funes, actor y testigo entre bambalinas, aporta una perspectiva privilegiada.

Para el autor, uno de los motivos del desencuentro de los cuadros juveniles con Perón fue su escasa formación "justicialista". "El prejuicio academicista y la censura antiperonista -escribe- habían privado a toda una generación de estudiantes universitarios, políticos y militares, de un acceso sistemático a la doctrina justicialista (…) Los exponentes de una y otra corriente [liberales y marxistas] coincidían en descalificar al justicialismo 'como materia no digna de estudio'".

Y más adelante agrega: "En la Argentina alcanzaba con la Revolución justicialista (sin yankis ni marxistas) para dar respuesta a las demandas populares. La opción extremista de la lucha de clases y del ataque a las instituciones de la república era un delirio ideológico, sin asidero, y en el peor de los casos, la maniobra enderezaba a provocar a los militares para sacarlos nuevamente de los cuarteles".

Es notable que, décadas después de que Perón formulase la Tercera Posición, doctrinaria y geopolítica, algunos intelectuales locales se extasiaban ante la "Tercera vía" de Tony Blair…

Medio siglo de Política y Diplomacia (Corregidor, 1997) son las memorias de Benito Llambí, un hombre que acompañó a Perón desde los primeros tiempos del GOU, y que, como diplomático de carrera, luego fue su embajador en Suiza, Persia y Tailandia. El relato de su experiencia -inspirada por una adecuada combinación de patriotismo y profesionalismo- es de gran utilidad y, podría decirse, son pequeñas lecciones de lo que la representación de un país ante el mundo debiera ser.

Pero fundamentalmente interesan aquí las páginas dedicadas a su actuación como Ministro del Interior de Perón en 1973 y 74. Además, el general lo había designado como una suerte de representante suyo ante Héctor Cámpora. Desde ese privilegiado lugar relata los vertiginosos hechos de esos días, da una visión diametralmente opuesta a la de Montoneros sobre Ezeiza, es especialmente duro con el ministro del interior de Cámpora, Esteban Righi por su responsabilidad como funcionario, y detalla sobre todo los avatares del diálogo con las demás fuerzas políticas, la frustrada fórmula Perón-Balbín y las dificultades para desactivar lo que llama "la pesada herencia del camporismo".

"En primer lugar, dice Llambí, era necesario desarmar la bomba que había dejado activada el camporismo. La prioridad era restablecer y preservar la paz interior, recuperar y proyectar nuevamente el diálogo y el espíritu de reencuentro entre los argentinos".

Siguen los avatares de los conflictos provinciales que estallarían poco después, el accionar guerrillero que no cesaba, el asesinato de Rucci ("El crimen afectó de un modo muy sensible al general Perón. Estaba demudado y a la vez enojado como pocas veces lo vi en mi vida").

"La pérdida de una oportunidad histórica" es un subtítulo que lo dice todo, en este detallado relato de la breve tercera presidencia de Perón.

Editados en 1996, 1997 y 2005, los libros de Carlos "Chango" Funes, Benito Llambí y José Amorín no tuvieron tal vez en su momento toda la repercusión que merecían. Ameritan una relectura, porque contienen muchas refutaciones a tesis viejas que hoy se quieren remozar para disimular responsabilidades. Y porque echan luz sobre las causas de la espiral de violencia y desencuentro que hizo posible el quiebre institucional de 1976, cuyas consecuencias todavía nos impactan hoy.

Pero, en honor a la verdad, hay que decir que en un libro de reciente aparición, Las vueltas de Perón (Sudamericana, 2016), su autor, Osvaldo Tcherkaski, los utiliza como fuente, en especial al de Llambí. Se trata de una muy recomendable "crónica de los años que gestaron la Argentina de hoy (1971-1976)", como dice el subtítulo. Tcherkaski era enviado del diario La Opinión a Madrid en los tiempos previos al regreso de Perón. Su libro es muy pródigo de datos y anécdotas desconocidos u obviados, en un tiempo en que la apelación demasiado frecuente a la palabra "memoria" disimula en muchos casos olvidos tendenciosos.

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