Cuando ya era candidato a la Presidencia, Carlos Menem inició una gira por Europa para juntar fondos destinados a la campaña presidencial. Protagoniza una reunión fallida en París con delegados de Muammar Gaddafi y en Roma cierra un negocio político que implicó recaudar millones de dólares a cambio de entregar varias unidades del misil Cóndor. La operación fue tan importante para Menem que los negociadores de Gaddafi fueron invitados a la asunción presidencial y se hospedaron en el hotel Claridge, mientras esperaban recibir los misiles comprados ilegalmente en Italia.
Para esa época, en Siria gobernaba Háfez al Ásad, un dictador con puño de hierro que recibió a Menem en Damasco. Ya presidente electo, Menem prometió a Al Ásad que la Argentina construiría en Siria una central nuclear. En ese momento, Monzer Al Kassar, Gaith Pharaon e Ibrahim Al Ibrahim se preparaban para desembarcar en Buenos Aires. Apoyados por la familia Yoma y el régimen sirio, esa banda internacional tuvo vía libre para lavar dólares sucios, traficar armas y vender influencia en Medio Oriente, Italia y España.
Pero las promesas de Menem no terminaron en Libia y Siria. El Presidente electo también se comprometió a construir una central nuclear en Irán, que buscaba tener su propia bomba atómica para fortalecer su revolución fundamentalista. Teherán con un arma de destrucción masiva, cambiaba para siempre el eje geopolítico en la región.
Desde mediados de 1989, Terence Todman era el embajador de Estados Unidos en la Argentina. Menem le caía muy bien, aunque no compartía su peculiar mirada sobre Medio Oriente y el papel de Siria e Irán. Pidió instrucciones a Washington, y la orden cayó como un rayo: Argentina no podía salir de Occidente y jugar al lado de los regímenes de Al Ásad, Gaddafi y los herederos del Ayatollah Jomeini. Todman hizo un trabajo profesional: ejecutó el Swiftgate y alertó a Menem sobre su destino institucional, si seguía jugando en un tablero ajeno.
En Siria, nunca le perdonaron a Menem su giro hacia la Casa Blanca.
El Presidente entendió el mensaje y paró en seco. Se reunió con Gaddafi y negó la entrega de los misiles. "Son cañitas voladoras", le dijo al dictador libio para relativizar su traición. A los iraníes, ni siquiera les contestó. Cuando aguardaban que llegaran los primeros insumos, un aterrado agregado de negocios alegó que había un paro en el Puerto de Buenos Aires y por eso nada iba a llegar a Teherán. Con Al Ásad, en cambio, el asunto fue más serio. Menem estaba muy comprometido y había jurado lealtad eterna. En Siria, nunca le perdonaron su giro hacia la Casa Blanca, las relaciones carnales y la devoción por el Consenso de Washington.
Después de las presiones y las amenazas, Libia, Irán y Siria hicieron silencio. Un extraño, oscuro silencio. Hasta que estalló la Embajada de Israel, el 17 de marzo de 1992. Cuando Menem se enteró del ataque terrorista, balbuceó ante la mirada inquieta de su familia, su entorno y su gabinete. Tenía la mirada inerte, la boca seca y el corazón arrítmico.
El ex presidente aún no contó lo que sabe.
Ya pasaron 25 años.
Es hora.
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