En la Argentina corren los convulsos y sangrientos años 70. Pero en la madrileña Puerta de Hierro sólo se baraja el futuro…
Una noche, en la mesa chica de los peregrinos eternos, Perón pregunta:
–¿Cómo anda la oposición?
La respuesta es más obsecuente que real:
–No existe, general.
–Sin embargo, hay un muchacho de Chascomús, Alfonsín, que…
–Pero ya sabe cómo son los radicales, gerenal. Siempre guitarreando…
(Pausa)
–Sí, pero cuidado… ¡Ese toca la guitarra eléctrica!
El muchacho de Chascomús es Raúl Ricardo Alfonsín.
Ha nacido (12 de marzo de 1927) y se ha criado ese punto de la provincia de Buenos Aires sólo famoso por su laguna… hasta que su hijo dilecto llegó a ser el primer presidente de la democracia recuperada.
Pero tiene escuela: los juegos de su infancia y la curiosidad de su adolescencia han transcurrido entre políticos, sus acuerdos, sus desacuerdos. Es el mayor de los seis hijos del comerciante minorista Raúl Serafín y de Ana María Foulkes, y nieto de gallegos y galeses. Escuela primaria: Normal Regional de Chascomús. Secundaria: Liceo Militar General San Martín.
Termina como subteniente de reserva con dos compañeros que serían famosos por oscuras razones: Leopoldo Galtieri y Albano Hanguindeguy…
Se recibe de abogado (UBA) en 1950. Un año antes se casa con María Lorenza Barreneche, que le da seis hijos: Raúl Felipe, Ana María, Ricardo Luis, Marcela, María Inés y Javier Ignacio.
No puede eludir los genes de la política: concejal, diputado (provincial y nacional), senador, vicepresidente de la Internacional Socialista… Pero el Gran Destino todavía no ha tocado a su puerta.
Se acerca a él un grupo de jóvenes radicales que, como pueden, enfrentan a la dictadura militar: Cáceres, Karakachoff, Storani, Moreau, Stubrin, Nosiglia, Cavallari, Suárez Lastra, Martínez, Muiño, Rodríguez, Laferriére Laferrière… La Coordinadora. Y el gran salto.
Tras la derrota nacional en la guerra de Malvinas, último y trágico manotón de ahogado de la dictadura militar para perpetuarse en el poder, amanece la democracia, clausurada desde la noche de 1966, cuando un grupo de militares derroca al presidente radical Arturo Umberto Illia. El manotazo del inepto general Juan Carlos Onganía, que promete "cien años de gobierno".
Suceden luego años volcánicos.
El peronista Héctor Cámpora, amanuense y candidato de Perón, gana las elecciones del 73. Pero presionado por los montoneros, le entrega el poder a su líder, que asume abatido y enfermo, y muere el 1º de julio de 1974. Lo sucede su mujer, Isabel, derrocada el 24 de marzo de 1976 por la dictadura militar que encabezan Videla–Massera–Agosti. Aunque sí en lo formal, no han sido años de democracia plena…
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El camino a la Casa Rosada se le abre, ancho pero espinoso, al hombre de "la guitarra eléctrica" que anticipó Perón. Lo apoya la mayoría silenciosa, que se hace oír como un terremoto en el acto de cierre de campaña (28 de octubre de 1983): casi un millón de almas.
Lo sustenta una brillante campaña publicitaria creada por David Ratto –radical desde su infancia–, con dos íconos clave: las iniciales RA en el óvalo azul y blanco que identifica en los autos su pertenencia a la República Argentina, y el afiche con el gesto de Alfonsín levantando en triunfo sus dos manos cruzadas: símbolo de triunfo, pero también de unión. Y como golpe final, la quema de un ataúd y una corona con las siglas UCR por el peronista Herminio Iglesias: un acto que infunde el miedo de retornar a la violencia de los 70.
Y las urnas hablan.
La fórmula Raúl Alfonsín–Víctor Martínez vence por casi el 52 por ciento de los votos a los peronistas Italo Luder–Deolindo Bittel, que apenas pasan el 40. Pero las luces de Alfonsín y la democracia nacen opacadas por un pesado velo: los miles de muertos de los dos terrorismos –el clandestino y el de Estado–, sin olvidar a los abatidos por la siniestra Triple AAA de José López Rega, el siervo pero también el amo de un Perón que era una sombra de su sombra…
Y Alfonsín juega su carta más fuerte, más riesgosa, histórica. Crea la CONADEP: profunda investigación de los crímenes de la dictadura que genera la edición de un libro insoslayable: el Nunca Más.
Nadie creyó lo que sucedería después, pero el 22 de abril de 1985, por orden de ese hombre campechano que en las primeras fotos en Chascomús lucía un poncho, los comandantes militares de las tres primeras juntas enfrentaron a un tribunal bajo la acusación de "crímenes de lesa humanidad".
Fueron ocho meses inolvidables. No sólo por la ejemplar justicia que aleteaba: también por la terrible tensión de un último coletazo militar.
Pero el 9 de diciembre del mismo año cayó el martillo de los jueces: sentencias durísimas, algunas de por vida, coronadas por las inolvidables palabras del fiscal Julio César Strassera: "Señores jueces… ¡Nunca más!". En 1986, Alfonsín logró que el Congreso sancionara la ley de Punto Final: plazo de 60 días para procesar a más acusados por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Pero no fue suficiente.
En la Semana Santa de 1987 estalló un levantamiento de jóvenes oficiales al mando del teniente coronel Aldo Rico. Los patéticos carapintadas. Tan fuera de la gente que quería paz como de la historia misma.
Una muchedumbre inundó las calles apoyando al presidente y a la democracia. Si Alfonsín hubiera levantado el pulgar, habrían caído sobre los insurrectos. Pero demasiada sangre había corrido en el país.
El presidente y también Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, según la Constitución, eligió el camino de la paz. Fue en persona al nido de los insurrectos. Y hacia el final de la tarde anunció desde la Casa Rosada:
"¡Felices Pascuas! La casa está en orden"", y no hay sangre en la Argentina.
Algunos juzgaron esa actitud como una claudicación. Pero la mayoría comprendió que el presidente había evitado una guerra civil. Aun así, debió enfrentar otros dos levantamientos: 18 de enero y 1º de diciembre de 1988.
Más tarde, frente a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, las organizaciones de derechos humanos, olvidando su deuda con Alfonsín, le dieron la espalda. Y así respondió: "Las medidas que tomamos obedecieron a un criterio de racionalidad que no se compadecía con lo emocional del pueblo en ese momento. Fue algo que se vio como una tremenda frustración, en general, por todos los argentinos. De modo tal que cuando Menem, más tarde, concreta el indulto, se creyó que era mucho menos grave que lo hecho por mí. Que no fue sino cumplir con lo prometido durante mi campaña: la responsabilidad principal es de los que mandan; la segunda, de los que se han excedido en el cumplimiento de las órdenes, y la tercera, de los que en ese marco de terror que había, creyeron en la legitimidad de la orden impartida. creyeron en la legitimidad de la orden impartida. Pero sobre esos, yo no quería que recayera la pena".
Contra viento y marea, logró entregar su banda y su bastón a otro presidente civil, y de otro partido: a Carlos Saúl Menem el 8 de julio de 1989. Algo que no sucedía desde ¡1916! Y la semilla del período democrático más largo del país. Pero tuvo un enemigo impensado que habría de obligarlo –más allá del alud de críticas– a acortar su mandato: una inflación brutal (llegó al 200 por ciento), que si bien fue sospechada como "un golpe de Estado cometido por el mercado" –afirmación del diario Ámbito Financiero- generó una dramática anemia en las arcas macroeconómicas y en el bolsillo de los hijos de la patria.
Su génesis fue, en 1982, el estallido de la crisis de la deuda latinoamericana ante la moratoria de México y la negativa de los acreedores a refinanciar préstamos. La deuda externa argentina pasó de 7.875 millones de dólares al morir 1975, a 45.087 millones en 1983.
Pero no serán esos números los que definan la talla de Alfonsín.
No fue él quien propició nuestros 13 millones de pobres.
No fue él quien protagonizó la década más corrupta desde la Revolución de Mayo.
No fue él quien produjo la decadencia de la escuela pública, semilla de casi todos los males.
No fue él quien dejó entrar el letal y al parecer invencible narcotráfico.
No fue él quien creó a los argentinos del "Deme dos", ni los argentinos que cruzan la cordillera para comprar más barato.
No fue jamás sospechado del crimen de un fiscal.
Su primer discurso presidencial empezó con nobles palabras olvidadas por décadas: el Preámbulo de la Constitución Nacional.
Creyó profundamente que con la democracia "Se cura, se come, se educa".
Quiso llevar la Capital "al sur, al viento, al frío" de Viedma. Acaso demasiado lejos, sí. Pero no errado en alejar la administración nacional de ese enjambre de conflictos y tropelías que suceden cada día en la Plaza de Mayo.
Raúl Ricardo Alfonsín fue nada más y nada menos que un demócrata, una palabra tantas veces olvidada.
Ya estaba enfermo cuando, para el que sería su último cumpleaños, le pedí una entrevista. Accedió. Fui con un fotógrafo. La cita era a la una de la tarde, pero tardó casi tres horas en aparecer. Sus asistentes me dijeron que estaba en un almuerzo con correligionarios, o tal vez en una importante reunión política, o tal vez…
En ninguna parte. Apareció en pijama:
–Disculpen, muchachos. No estuve en un almuerzo ni en una reunión… ¡me quedé dormido!
Ese y así fue el hombre de la democracia.
Un cáncer se lo llevó a los 82 años. Hoy cumpliría 90.
Nunca lo olvidemos.