El 18 de marzo se celebraron las elecciones presidenciales en la Federación Rusa y, sin ninguna sorpresa, consagraron nuevamente a Vladimir Putin.
A su vez, ese día hacía exactamente cuatro años que se celebraba la incorporación de Crimea y Sebastopol a la Federación. Un suceso que ha significado el punto más álgido en las relaciones con Occidente, que han tomado dicho hecho como una anexión en clara violación del derecho internacional.
Que Vladimir Putin haya elegido precisamente esta fecha para consagrarse una vez más no es ninguna casualidad. Es un nuevo idus de marzo, su jornada de buenas nuevas. Casi como construyendo un mito sobre otro, aquel que en palabras de Filoteo al zar Basilio IIl establecía a Rusia como la "tercera Roma".
Con un resultado aplastante, más del 76% de los votos, Putin logró superar sus resultados previos y consolidar su legitimidad. Sin embargo, con un contexto sumamente conflictivo, enfrentado a buena parte del bloque occidental en lo discursivo, Rusia aún debe resolver retos atávicos propios de una nación que es tan antigua como joven. La implosión de la Unión Soviética significó que millones de personas debieran afrontar una orfandad en un contexto completamente nuevo, con un paradigma que los cobijaba inentendible para ellos como lo fue la abrupta llegada del capitalismo en sus vidas. Este nuevo nacimiento implicó superar varias crisis a la vez; la crisis económica fue la más sencilla de ellas.
Sin embargo, aun tras 18 años en el poder, los desafíos estructurales están lejos de resolverse. El primer desafió que encuentro ineludible es el de la diversificación de su matriz económica. Si bien Rusia ha mejorado la participación de sus recursos energéticos en su presupuesto (han bajado), todavía son indiscutiblemente altos, lo que permite una vulnerabilidad estructural de su economía y hace al país altamente sensible a las crisis internacionales. Consecuencia de esto es la imperiosa necesidad de engrosar su banco central. No solamente por la probable inminencia de una crisis internacional, sino porque las sanciones al país están a la orden del día.
El segundo desafío, también de carácter vital, es la reversión de la crisis demográfica. Se calcula que para el año 2050 Rusia habrá perdido casi 15 millones de habitantes. Afortunadamente para ellos, esta tendencia afecta también a gran parte de los Estados de la región. Pero si Rusia busca escalar en la jerarquía internacional no puede permitirse tal pérdida.
El tercer desafío recae en cómo Rusia continua tras Putin. Allí entrará una discusión respecto a qué tipo de gobierno e institucionalidad necesita el país. Rusia históricamente ha requerido de grandes líderes que conduzcan los destinos de la nación. Ello obedece a distintas razones, pero, si Rusia se enmarca dentro de las fronteras de la democracia, deberá comenzar a limar las asperezas entre la institucionalidad que le demanda y los hiperpersonalismos que definen su impronta. Avanzar sobre las instituciones y los roles consecuentes de ellas genera una sociedad de lealtades y, resultado de ello, los peligros de la inestabilidad propia de la ambición de pocas personas por sobre la voluntad del pueblo.
El autor es codirector del Observatorio Federatsia y miembro de la Fundación Globalizar.