A Cambiemos el bipartidismo le sienta bien

Claudio Iglesias

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Parafraseando una cita famosa de un político tan famoso como su cita, podemos decir que el bipartidismo es el peor sistema político a excepción de todos los demás. Si las elecciones de octubre confirman las especulaciones de esta columna, estaremos asistiendo al final de la crisis política abierta durante el tumultuoso cambio de siglo. Dieciséis años después, la política argentina vuelve a su molde tradicional con dos polos de competencia entre fuerzas políticas abarcando grosso modo cuatro de cada cinco votantes.

En verdad, eso es algo que los argentinos habíamos conocido antes: durante los años que van desde el regreso de la democracia en octubre de 1983 y hasta 2001, la probabilidad de que un argentino típico votara a los partidos mayoritarios era grosso modo 0.8. La existencia de partidos menores, tanto en la izquierda como en la derecha, no alteraba ese hecho fundamental de la vida política.

Sin embargo, el conjunto de cambios en el sistema político que tuvo lugar entre el año 2001 y las elecciones del año 2005 moldearon un paisaje político en el cual la disputa por el poder efectivo se desplazó desde la competencia formal en el sistema político hacia el interior del oficialismo. Aun con elecciones regulares, las tonalidades de la hegemonía tiñeron los rituales de la nueva fórmula política.

Mi argumento básico es que existen aquí y allá señales de renovada vitalidad de una nueva versión del modelo de competencia bipartidista, de uno similar al que animó la vida pública desde el regreso de la democracia hasta el cambio de siglo. Aun cuando este sistema ha recibido su obituario una y otra vez, quiero ofrecer algunas pistas de su eventual restablecimiento.

A la luz de los resultados de las primarias, rige un bipartidismo de facto en quince provincias. Allí Cambiemos y el PJ reúnen más de 7 de cada 10 votos. Eso incluye el centro del país, el NOA, el NEA y Santa Cruz. Tomadas colectivamente, Cambiemos gana en ocho de esas provincias y el PJ en las siete restantes. Cuando Cambiemos gana, el PJ es el principal contendiente. Y cuando el vencedor es el PJ, Cambiemos es el desafiante.

En las provincias no incluidas en este grupo, entre ellas Buenos Aires, la existencia de una tercera fuerza (1País en Buenos Aires, Evolución Ciudadana en Capital, etc.) implica un desvío del bipartidismo. Más aún, Tierra del Fuego, Neuquén o Chubut son ejemplos de electorados repartidos parejamente entre diferentes fuerzas políticas. Sin embargo, varias provincias de este grupo se acercan bastante a la polarización bipartidista.

Allí donde prevalece el patrón bipartidista Cambiemos ha logrado mejores resultados que en aquellas provincias donde ese patrón electoral no exhibe un grado de desarrollo equivalente y, dentro de estas últimas, los mejores resultados del partido de gobierno se dan en aquellas provincias que más se acercan a ese esquema, como es el caso de la provincia de Buenos Aires. En pocas palabras: a Cambiemos el bipartidismo le sienta bien.

¿En qué segmentos del electorado pueden estar esos votos que le faltan a Cambiemos para consolidarse como uno de los dos polos de un hipotético esquema de polarización bipartidista? Es bastante probable que el partido de gobierno logre prevalecer como opción más votada en las provincias donde se impuso en las primarias y, adicionalmente, que logre superar a sus rivales peronistas en Buenos Aires y Santa Fe.

En resumidas cuentas: Cambiemos puede ganar en 12 provincias (entre ellas Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Neuquén, La Pampa y Capital Federal), resignaría 9 a manos del PJ (todo el NOA excepto Jujuy y todo el NEA excepto Corrientes y Entre Ríos, más San Juan) y 3 a manos de versiones cristinistas del peronismo (Río Negro, Chubut, Tierra del Fuego). De yapa, se impondría en dos "territorios sagrados": Santa Cruz y San Luis.

Cambiemos será, de ese modo, la fuerza política más votada en las elecciones de octubre con un porcentaje de votos que difícilmente estará por debajo del 40%. Que es, aproximadamente, la proporción de votos que obtuvo Raúl Alfonsín en 1985 o Carlos Menem en 1991. Con una salvedad, esos presidentes habían sido elegidos con muchos más votos que el 34% de Mauricio Macri, quien necesitó definir las cosas en un ballotage.

Si estas previsiones se vieran confirmadas, la política argentina volvería a parecerse más a un clásico entre dos equipos rivales, decorado eventualmente con pequeños equipos más o menos vistosos luchando por incidir sobre la dinámica de esa competencia entre gigantes, aunque sin mayor eficacia para alterar esencialmente su núcleo primordial.

El modo en que resuelva su crisis el peronismo, hoy en la oposición, definirá el tipo de democracia que prevalecerá. Si una compatible con la rotación política normal u otra donde una parte se considera a sí misma como un actor por encima del resto mortales, dotado de prerrogativas especiales y renuente a admitir el cotejo de ideas sobre asuntos mundanos.

Si Cambiemos se vuelve el instrumento electoral de aquellos a quienes Juan Carlos Torre llamó "los huérfanos de la política de partido" (los ex votantes de la Alianza más las pequeñas clientelas de partidos de centro) queda por ver de qué modo el peronismo ofrece, a su vez, una solución factible y compatible con la democracia y el pluralismo de partidos a los "herederos de Perón y Evita" que conforman su amplia y heterogénea base electoral.

El autor es consultor político y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA

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