El valor del voto

Fernando Iglesias

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La lucha contra la impunidad en Argentina alterna pasos adelante que esperanzan y retrocesos que desaniman. Jaime y Báez están presos; De Vido y Cristina, no. Claudio "El mono" Minnicelli acaba de caer, pero Boudou se fue a su casa beneficiado por una insólita prescripción. Quienes confunden cinismo con inteligencia esgrimen ya su diagnóstico certero: "Vas a ver -comentan- ningún pez de los grandes va a ir a prisión". Es difícil desmentirlos cuando no existe garantía de que estén equivocados ni certeza posible en la refutación. Más difícil aún es convencer a quienes se sienten desilusionados. "Voté por un cambio -argumentan- y me decepcionaron. Cristina y De Vido libres demuestran que Cambiemos fracasó".

La primera y obvia objeción al argumento proviene de Montesquieu, quien allá por el siglo XVIII teorizó sobre la necesidad de la separación de poderes, declarando ilegítima toda interferencia del Ejecutivo sobre el Judicial. No importan las expresiones de sorna de una sociedad acostumbrada a que el Ejecutivo soborne y controle al Judicial a través de subsidios de la SIDE. Son menos graves, en todo caso, que la condena absoluta que recibiría el Gobierno por parte de esas mismas personas si intentara entrometerse en ese laberinto de operaciones en que se han convertido los juzgados argentinos, comenzando por Comodoro Py.

No sé qué habrán votado los demás votantes de Cambiemos pero yo he votado -antes que nada- por una República. Como firmante en 2008 de la primera gran denuncia contra el gobierno de Cristina Kirchner, la encabezada por Carrió bajo la acusación de "asociación ilícita", y de otras dos denuncias penales contra Néstor Kirchner y Timerman, mi deseo de ver en la cárcel a Cristina y los responsables del saqueo es tan grande como el de cualquiera. Pero no al precio de comernos al caníbal, destruyendo la principal diferencia que nos separa del autoritarismo populista: el respeto de las instituciones republicanas, incluida la independencia de poderes. Para ser Venezuela, hubiera sido mejor votar a Scioli en 2015, o a Cristina, hoy.

La exigencia de prisión para Cristina y De Vido forma parte del programa chino que le encargamos al gobierno de Cambiemos, hecho de altos objetivos, apretadas urgencias y escaso poder para cumplirlos: evitar la catástrofe económica saliendo a la vez del cepo y el default, reconectar la economía al mundo sin desahuciar nuestras industrias jurásicas, acabar con las mafias y el narco con unas fuerzas de seguridad infiltradas por el narco, rehacer la infraestructura disminuyendo simultáneamente el gasto público, bajar la inflación reactivando al mismo tiempo el crecimiento, bajar los impuestos y el déficit fiscal sin tocar el gasto social ni echar empleados estatales, mejorar la productividad disminuyendo a la vez la desocupación y la pobreza. Y todo, con un tercio de los diputados, un quinto de los senadores y cinco gobernadores sobre veinticuatro. Pasado mañana, a más tardar, que en noviembre se casa la nena.

Entre las expectativas frustradas por treinta años que pretendemos que Cambiemos satisfaga en cuatro están la de acabar con la impunidad, expulsando a De Vido de la Cámara de Diputados y quitándole los fueros a Menem y Cristina para que paguen sus culpas en prisión. Lamentablemente, esos objetivos se contraponen con lo que durante un cuarto de siglo votamos como sociedad. Sacar la cuenta es simple: para aprobar la expulsión de De Vido se necesitaba el voto de 158 diputados de los 237 presentes. Pero Cambiemos tiene 90, y la votación terminó con 138 votos a favor, 95 en contra y 3 abstenciones. Fue el voto soberano de nuestra sociedad en 2013 y 2015 el que le dio a Cambiemos poco más de un tercio de los diputados. Y aún peor es la situación del Senado que sirve de guarida a Carlos Menem y para fin de año será refugio de Cristina Kirchner; en el cual el bloque del Frente para la Victoria posee 36 senadores contra ocho del segundo bloque, el de la UCR, y seis del PRO.

La composición del Senado es crucial no solo en términos de desafueros sino porque la Cámara alta es la última instancia en la designación de jueces. Una sociedad que con justas razones protesta por las innumerables falencias de la Justicia argentina debería recordar que el Partido Justicialista y sus innumerables variantes y fracciones poseen la mayoría desde 1983. En otras palabras, que -debido al voto de los argentinos- desde el regreso al sistema democrático no ha sido designado un solo juez sin contar con el acuerdo del peronismo. Luego de la correspondiente propuesta del Poder Ejecutivo, por supuesto, desempeñado durante 24 de los 26 años transcurridos entre 1989 y 2015 por los presidentes Menem, Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Kirchner. Las consecuencias de nuestras decisiones políticas expresadas por el voto ciudadano durante un cuarto de siglo pueden resumirse en una cifra: once sobre doce. Once sobre doce son, en efecto, los jueces de los juzgados federales de Comodoro Py donde se tramitan las principales causas por corrupción elegidos por propuesta de presidentes del Partido Justicialista: Servini de Cubría (1990), Bonadío (1992), Canicoba Corral (1993) y Oyarbide (1994), por Carlos Menem; Ercolini, Lijo y Rafecas en 2004, por Néstor Kirchner, y Martínez de Giorgi, Rodríguez, Ramos y Casanello en 2012, por Cristina Kirchner. Para no mencionar que más de la mitad de los jueces y fiscales del país fueron designados por Néstor y Cristina, ni que la Procuradora General de la Nación se llama Alejandra Gils Carbó y fue designada en 2012 por la "exitosa abogada" pero menos exitosa presidente de la Nación.

Durante décadas, las transcurridas desde 1930 hasta 1983, los argentinos subestimamos el valor de la democracia. Recuerdo el micro que me llevaba y traía del Normal de Avellaneda cantando a favor del golpe de Onganía y contra la "tortuga" Illia con los chicos de aquella escuela pública de la ciudad más industrial del país. Tenía nueve años y ese desprecio no era nuestro: lo habíamos aprendido de nuestros mayores. Así se acabó la última Argentina razonable, la de los '60, y se gestaron los '70; la peor década de la historia nacional. Tuvimos que sufrir la más sanguinaria de las dictaduras para comprender que la democracia era sustancial y no "formal"; que en su existencia nos jugábamos la vida y la posibilidad de vivir en una sociedad digna. Fue un triunfo. Fue un Nunca Más. Fue para siempre. Pero después nos dedicamos a votar corruptos que nos dejaron socialmente más pobres y económicamente más atrasados que en 1983.

Ojalá hayamos aprendido la lección de los 34 años que pasaron desde entonces; una lección que discurre acerca del valor del voto y el poder que pone en las manos de cada ciudadano. Ojalá hayamos entendido que en un país donde mueren más de 7.000 personas por año en rutas de la muerte bajar un 40% el costo de la obra pública es crucial. Ojalá que el peor de los populismos y sus masacres de Estado -las de Cromagnon, Once y La Plata- nos hayan enseñado definitivamente que la corrupción mata y la impunidad no se tolera. Ojalá sepamos también que sin Justicia contra los corruptos no hay República para el resto, y que votarlos, a ellos o a quienes por años fueron sus cómplices, es el primer paso para seguir teniendo jueces corruptos e impunidad. Ojalá se haya hecho carne en todos nosotros el valor de la República, como un día se hizo carne el de la Democracia. El valor de la República, que es el valor del voto, de cada voto. Cada año, cada día. En agosto y en octubre. Para siempre. Para que no nos pase nunca más.

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