En estos días la industria textil apareció en varios medios defendiendo por centésimo año consecutivo la necesidad de ser protegida. Esta vez los argumentos fueron algo diferentes. La industria no puede competir por los altos impuestos, por el tipo de cambio y por las prácticas asiáticas. Trae ahora un argumento original: el problema de los precios está en el sector de comercialización, no en el fabril. Es interesante tomar estos planteos como un caso testigo de muchos argumentos similares que sirven para justificar el proteccionismo desde hace un siglo, sobre todo en estas industrias maduras.
El planteo contiene varios contrasentidos. Esta industria es tal vez la más acusada de utilizar trabajo en negro y hasta esclavo en sus actividades. De modo que no tendría mucho asidero la queja por las cargas impositivas, laborales y aún judiciales que sus trabajadores le acarrean. Al contrario, en la relación con los fabricantes de otros productos que sí se hacen cargo de todos los costos de actuar legalmente, goza de un privilegio en la puja por las decisiones de consumo. Teoría del valor.
Un ejercicio posible sería sumar todos los costos laborales del sector por año, que seguramente estarán disponibles, para comparar ese total con los costos implícitos de cualquiera de los modelos del proteccionismo. En un promedio mundial, el costo de esos modelos proteccionistas es como mínimo diez veces el costo de los sueldos directos e indirectos que generan. El costo es el total que paga el consumidor cautivo por los recargos a la importación contenidos en el precio, cuando los hay, más el diferencial de precio con el producto importado. Si se aplica este cálculo a toda la producción protegida, el monto resultante que soportan los consumidores es monstruoso. Por supuesto, este cálculo es celosamente ocultado.
En el seudomodelo kirchnerista desesperado de los últimos años, el tema se resolvía con el cajoneo de los permisos de importación, que es el peor método de protección, ya que garantiza la inexorable coima para el funcionario y al mismo tiempo la superutilidad de quien consigue los permisos, todo a cargo del consumidor. La industria en cuestión añora ese burdo modelo, como lo ha declarado, y aboga por algún mecanismo más o menos similar.
Paradójicamente, si se aumentara la protección a esta y otras industrias, el peso se apreciaría aún más, con lo que se originaría un círculo vicioso y ruinoso. (En realidad, este modelo ruinoso ha sido el de los últimos 70 años). Con lo que, al bregar para frenar la "feroz" importación, los textiles están cultivando las bases para un reclamo eterno, probablemente el secreto del negocio.
Una parte trascendente de los impuestos por los que protesta la industria, que ciertamente existen y son un peso paralizante y sofocante que debe reducirse, tiene que ver con el aumento en el costo de vida que genera el proteccionismo, lo que presiona sobre las demandas salariales del sector público, jubilados y dependientes del Estado, o sea, más gasto, por lo que luego protestan los protegidos. Cuando se publiquen los cálculos de la influencia del proteccionismo sobre el costo de vida y el correlato sobre los impuestos, tal vez termine la discusión al instante.
Curiosamente, las pymes, que son las auténticas y mayoritarias creadoras de empleo, sufren todos los efectos negativos descritos y no están protegidas por nadie. Al contrario.
El tema salarial es otro aspecto que se esgrime. "Bangladesh paga 37 dólares por mes". Curioso cómo se ha ido desplazando el ejemplo. Primero, el reinado del trabajo negrero y esclavo era China, luego, se fue desplazando a otros países, ya que, como era de prever, fueron aumentando sus salarios y su seguridad social a medida que crecían. En muchos sectores el salario chino está hoy por encima del de Japón. También es hora de que los empresarios, sobre todo los supuestos grandes empresarios, dejen de ser cómplices de los sindicatos, y las negociaciones salariales reflejen cualquier desajuste mundial cuyo efecto ahora se factura al Estado, ergo, a la sociedad.
La transferencia de culpas a la cadena comercial no es nueva ni exclusiva de este rubro. Ha sido la fuente de múltiples dislates, desde la matriz de insumo-producto de Leontiev y Kicillof hasta la prepotencia de Guillermo Moreno, sin olvidar los controles de precio de Martínez de Hoz en el proceso, de Perón en su primera, segunda y tercera presidencia, y de otros gobiernos amantes de los formularios que desagregan la famosa cadena de valor, que fracasaron en todos sus formatos.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) había resuelto el tema de la intermediación innecesaria, como denominan los desconocedores y detractores del sistema capitalista a la distribución comercial, concentrando productos en pocos lugares, creando las famosas colas interminables. Lo que no se pagaba con dinero se pagaba con tiempo.
Particularmente en el negocio textil, aunque también en casi todos los rubros, los costos de comercialización son mucho mayores que los de producción, siempre lo han sido y lo serán, particularmente en los casos que dependen del marketing, el prestigio de la marca o el punto de venta selectivo. El argumento de que el ingreso de productos importados no se reflejará en el precio que pague el consumidor parece ignorar los mecanismos comerciales modernos y en particular desestima el hecho de que el comerciante tiene más vocación que aumentar sus ventas que el fabricante, con lo cual competirá más, como pasa en todo el mundo.
Mientras tanto, el consumidor, víctima de todo el sistema, huye vía La Salada o vía Chile de la industria nacional protegida o subsidiada. Entonces, ahora en Mendoza se pergeña una solución del tipo "¿cómo no se me ocurrió?": crear una zona franca libre de impuestos sólo para textiles, de modo que el consumidor no tenga que ir a Chile. Una solución que, si se creyera que es inteligente y buena, valdría la pena aplicarla a todo el país y todos los rubros; de paso para evitar que el consumidor de Jujuy tenga que viajar a Cuyo a comprarse zapatillas. Más proteccionismo selectivo e inviable. "¿Y si se prohibiera viajar a Chile?".
El argumento más común en todos estos casos es: "Justo ahora que hay un tipo de cambio bajo y costos laborales altos, sería suicida permitir importar libremente, porque desaparecerían la industria y el empleo". Eso no se ha verificado en ninguna parte del mundo. La pérdida de puestos de trabajo ha sido siempre mínima en casos de apertura. Hay que tener en cuenta que la parte más importante del empleo, que son las cadenas de comercialización, continúan operando, y hasta aumentan su tamaño. El período de la convertibilidad, que se usa como ejemplo negativo, estuvo caracterizado por un tipo de cambio fijo y un gasto creciente.
Tampoco se debe caer en la vieja y usada trampa dialéctica de que, primero, se deben bajar los impuestos, el gasto, subir el tipo de cambio, justamente porque todo lo que hemos dicho muestra que una parte importante de la culpa de esa situación la tiene el proteccionismo, que debería ser uno de los primeros gastos a bajar.
Cualquier bache laboral se debe resolver con subsidios específicos que, usados con seriedad, no como se hacía en el kirchnerismo ni como se hace aún ahora, son un procedimiento notoriamente más barato en todo sentido que seguir con la mentira de la creación de empleo, empleo que además se aniquila con el tipo de cambio bajo que produce la protección. Nada de esto implica que no urja una rotunda baja del gasto y de los impuestos, porque de lo contrario será imposible una reforma tributaria y un crecimiento sólido.
Seguramente la última objeción, tanto de los que tienen intereses creados como la de cualquier lector, será: "¿Más subsidios?". La respuesta es una sola para ambos grupos: ningún subsidio es más caro que el proteccionismo en cualquier formato. Ni más ineficiente.