Se descontaba que nuestro país pasaría de "fronterizo" a "emergente", y que dicho cambio traería grandes beneficios económicos. No sucedió. ¿Qué salió mal?
La primera conclusión es obvia: no hay que vender el pescado cuando todavía sigue en el agua.
Semejante diferencia entre lo que se esperaba y lo que terminó por suceder merece un análisis más profundo, que supere el estupor que nos provoca la sorpresa.
En primer lugar, resulta obvio que los inversores extranjeros y las agencias de calificación no leen los grandes diarios argentinos, ni toman sus decisiones por las promesas de los gobiernos, sino que prefieren guiarse por los datos duros de la economía que, afortunadamente, desde la llegada de la nueva administración, son públicos y creíbles.
Consultados hoy algunos analistas y administradores de fondos de inversión internacionales, que prefirieron quedar en el anonimato, surgió como respuesta unánime que, a pesar de que el Macri y su gobierno han despertado un fuerte interés en el mundo, y que se nota un clima nuevo en el país, queda la duda de si el presidente tendrá el liderazgo suficiente para transformar la realidad argentina, es decir, para enfrentar en serio las enfermedades crónicas que heredó y que siguen postrando al país: el déficit fiscal y las políticas populistas. En este sentido, la opinión es que se carece de un plan político y económico sustentable, que persiga en el tiempo una solución duradera.
Lo cierto es que el Gobierno tomó una decisión clave: privilegiar el objetivo político de ganar las elecciones de octubre de 2017 antes que sanear la economía, con la (dudosa) convicción de que ambas tareas se oponen, se anulan entre sí, que no pueden ser encaradas al mismo tiempo.
Con el argumento inicial de que la gravedad de la herencia recibida no admitía recorrer un proceso de cambios estructurales, la administración macrista optó por no atacar los principales legados económicos del kircherismo -déficit y gasto público crecientes, desorbitante presión tributaria, hiper-regulaciones, alto nivel de proteccionismo comercial, aumento de la estructura del Estado y del empleo público, etc.-, mientras que sólo avanzó en el control de la inflación, con resultados –todavía- dispares.
El Gobierno partió de una premisa original: que el cambio de clima provocado por una gestión pro-mercado y una buena comunicación serían factores suficientes como para generar los anhelados brotes verdes. El consiguiente crecimiento de la economía haría el resto, sin necesidad de avanzar por ahora en un plan de reformas en serio, que siempre es antipático porque genera debate, movilizaciones y rechazos.
Esta percepción del Gobierno, compartida (y favorecida) por muchos analistas, economistas y grandes medios argentinos, no es la que prevalece fronteras afuera.
Una frase acuñada hoy por un economista español sintetiza este pensamiento: "Si se trata de seguir gerenciando la pobreza y la decadencia el peronismo ha demostrado ser mucho más eficiente que el macrismo, por lo que existe el riesgo de que regrese al poder".
La segunda preocupación entre algunos analistas internacionales es que pareciera que el Gobierno se engolosinó con su estrategia de cambiar emisión monetaria (implementada por el kirchnerismo), por endeudamiento. Existe la presunción de que la gestión nacional de Cambiemos incorporó la idea de que se puede seguir así por mucho tiempo, es decir, financiar el creciente gasto público con deuda (visto el relativamente bajo nivel de endeudamiento), y seguir postergando los cambios. ¿Si funcionó bien para llegar a las elecciones de 2017, porqué no seguir así hasta octubre de 2019, cuando habrá que elegir nuevamente al presidente? Sin embargo, habrá que esperar para confirmar esta hipótesis.
Se entiende, entonces, porqué el Gobierno eligió el gradualismo como procedimiento: creyó que podría mantener sin mayores conflictos y tensiones buena parte de la situación heredada y aspirar, algún día, a iniciar la prometida etapa de las reformas estructurales.
El gradualismo es muy atractivo: permite postergar los cambios con la excusa de que la gravedad de la situación no consiente otra cosa y, a la vez, crea la ilusión de que se cumplirán las metas que, por definición, se ponen bien lejos. Cuando éstas no se logran, se modifican, o se pasan nuevamente para más adelante, bien adelante.
No casualmente, las dos decisiones más exitosas que tomó este gobierno en política económica fueron -a no dudarlo- de shock: la salida del cepo y el acuerdo de la deuda impaga con los holdouts. Para ello, Macri sabiamente no eligió el gradualismo.
A pesar de todo, el Gobierno del presidente Macri tiene una gran oportunidad.
La demanda de cambio que llevó a Macri al gobierno persiste, y tiene dos dimensiones. La primera es por oposición al kirchnerismo. Cambiemos sigue representando el futuro y la esperanza, en contraposición con el pasado. Esta dimensión es a la que viene apelando el oficialismo en su campaña electoral.
La segunda dimensión de la demanda de cambio pivotea en la aspiración de transformación de la realidad que anhela la mayoría de la población. No se agota en un buen plan de comunicación, sino que deberá tomar forma a través de un programa de reformas que llevará años, y que habrá que comenzar en algún momento.
Esta segunda dimensión del cambio tomará fuerza luego de octubre, gane o pierda el oficialismo las elecciones en provincia de Buenos Aires. Entonces, la población –además de los inversores- le demandará a Macri que cumpla con su importante mensaje originario, vinculado con el futuro, que le permitió alcanzar la presidencia de la Nación mediante el voto popular. En el cumplimiento de esta promesa está la oportunidad del país, y del gobierno.