Se insiste obsesivamente con la idea de hacer un pacto político que permita instituir algunas políticas de Estado que supuestamente permitirían solucionar los problemas centrales del país. El planteo suena ilusorio o ridículo. Suponiendo que una de las cláusulas de ese pacto mágico fuera la lucha contra la corrupción, basta ver las imposibilidades de todo tipo con que el sistema político se protege para evitar la delación premiada de Odebrecht, para adivinar que un acuerdo sobre ese tema sería intrascendente y meramente formal. De modo que tachemos ese ítem de la lista. No hay modo de que el saqueo se autolimite o autodenuncie.
Viremos hacia la economía y supongamos que se pactara sobre la sanidad fiscal: una baja del gasto, un límite o una prohibición al déficit y la deuda, una rediscusión o una eliminación del sistema de coparticipación federal. Si se mira la concepción de cada uno de los partidos, que tienen el monopolio de la democracia y la voluntad de la sociedad, en especial del establishment, se advertirá que no existe la convicción de tal necesidad en la práctica. De modo que, a menos que el país fuera invadido por una mayoría de marcianos sensatos, excluyamos este tópico del potencial acuerdo.
Vamos ahora a la inseguridad o mejor a la droga. Un pacto en este punto requeriría una coincidencia sobre el manejo policial, la Justicia, el mecanismo de elección y remoción de jueces, el Ministerio Público, la educación, la penalización o no de menores, el garantismo y el abolicionismo. Y, por supuesto, además de los aspectos ideológicos, la corrupción multipartidaria y multinivel contenida en cada uno de esos rubros. En este caso, lo que se está proponiendo es un milagro, no un pacto.
La simplificación a la que se acostumbró a la ciudadanía nos hace creer que por un mágico conjuro los autores-beneficiarios del desastre se pondrían de acuerdo en corregirlo y al mismo tiempo en autosancionarse y hacerse desaparecer. El facilismo o el hartazgo nos convencen de que un día nos levantaremos y las pesadillas habrán terminado porque las hadas maléficas se habrán puesto de acuerdo para ser buenas.
El marketing como única herramienta electoral y la delegación ciega en los partidos a la que el público está condenado han eliminado el razonamiento, la docencia y la persuasión del herramental político, con lo que toda esperanza de modificar el pensamiento de las mayorías rápidamente debe abandonarse. El sainete de los buenos y los malos hace creer que los que vienen serán mejores que los que se fueron y así elegir por miedo. El gran teatro del mundo, como explicara Calderón. Disfraces y roles que se van rotando.
Por eso, si se trata de pactos, es mejor intentar cambiar el pacto fundamental: la Constitución Nacional. Para precisar, volver a la Constitución de 1853. La reforma de 1994, inspirada en las ideas socialistas y románticas de Raúl Alfonsín, salvo la reelección, incorporó cambios de fondo e ideológicos que hoy dañan al país. Del lado político, convalidó y constitucionalizó el monopolio de los grandes partidos en el sistema electoral, posteriormente reforzado por la ley de las PASO. Entronizó el Ministerio Público sin un mecanismo imparcial de designación y control, como se nota claramente. Lo mismo cabe aplicar al Consejo de la Magistratura, con fallas que permitieron el manoseo del sistema de Justicia, en vez de asegurar su independencia.
En lo económico, al reactivar el artículo 14 bis y transformar las garantías en derechos, una aberración fatal, condenó al dispendio, el subsidio generalizado, el déficit y el default como sistema de gobierno. Con esa excusa, permitió justificar todos los delitos y los abusos cometidos en nombre del derecho a la vivienda, al empleo, a la salud, a pasar de curso, a salir de la pobreza. Al mismo tiempo, santificó y pavimentó la injerencia del Estado en la actividad y la propiedad privada, con las consecuencias que conocemos.
La reforma hizo algo peor. Dio jerarquía constitucional y puso por encima de las leyes nacionales a los tratados internacionales firmados y a firmarse. Esos tratados, no siempre aceptados por los países importantes, también han conducido a atacar derechos de propiedad, de justicia o a desconocer llanamente el derecho, todo ello también garantizado por la misma Constitución, que no es un reglamento de copropiedad, como creen los políticos, sino las garantías que el Estado da a sus ciudadanos. ¿Garantías de qué? De que se respetarán sus derechos de propiedad, de privacidad, de libertad, de conciencia, de pensamiento, de trabajar, de publicar las ideas, de seguridad. En cambio, se ha garantizado el derecho a obtener frutos sin plantar el árbol, o sea, el derecho a gozar del fruto de los árboles que plantaron los otros.
Aquellas garantías que consagraba la Constitución de 1853 fueron relegadas por la reforma, que los subordinó a otros criterios, a otras necesidades políticas. Las consecuencias de esos cambios se notan hoy con toda crudeza y el camino marcado lleva a una sociedad como la que estamos viviendo y padeciendo, sin retorno. Intentar corregir con acuerdos imposibles esos efectos es intentar que no se derrumbe un dique tapando el agujero en su muro con un dedo.
El único pacto que puede funcionar en esas condiciones es el de volver a la Constitución de 1853, que garantizaba justamente lo que ahora estamos reclamando y no los imposibles que garantiza la reforma de 1994, que llevan a la disolución social y económica, como se está viendo claramente, con el Estado rigiendo el sistema a un costo cada vez más alto, con mayor corrupción y menos eficiencia.
El lector dirá que tal cosa es irrealizable. No comprenden que los pactos con que se sueña son incompatibles con el espíritu y la letra de la Constitución, de las leyes que se dictaron a su amparo y de los acuerdos internacionales que muchas veces subordinan las decisiones que nadie sabe si son las que quiere la sociedad, sino que están dictadas en alguna sigla y orga guiada quién sabe por qué criterios. Si bien retomar los valores fundacionales no producirá un efecto inmediato, permitiría que, por el efecto gradual de las reglas originales y del accionar de los individuos, se modificasen los sistemas y las instituciones, cosa que hoy es impensable.
Por caso, quienes piensan que Cambiemos y el PRO son nada más que una variación remozada del peronismo y hasta del kirchnerismo, hoy no podrían recurrir a formar un partido, según las reglas de la Constitución progresista de 1994 y las leyes tapón de la voluntad ciudadana: resulta virtualmente imposible crear un nuevo partido, salvo que se trate de una engañifa de Cristina Kirchner, lo que sería tolerado generosamente, también como consecuencia de la misma legislación antidemocrática citada y de la solidaridad de sus colegas políticos.
Volver a la Carta Magna de 1853 permitiría otro tipo de acceso de los ciudadanos a los cargos legislativos, que hoy les está vedado por la ley y es fulminado por el monopolio de los partidos políticos, que consideran aberrante la elección distrital, en nombre de la representatividad de mayorías que son sólo números en un conteo electoral.
Abogar por cualquier clase de pactos es hoy un planteo de sobremesa, no una posibilidad seria. Lo que le interesa a una parte importante de la sociedad no coincide con los intereses de los políticos, a quienes englobo deliberadamente en una gran bolsa, o bolso. Y lo que le interesa a la otra parte de la sociedad, que es el populismo, es la materia prima de nuestros políticos para tejer la trama perversa y corrupta que nos ha traído hasta aquí.
Se dirá que también abogar por la vuelta a la Constitución de 1853 es una ilusión inútil. Aceptado. Pero estaríamos defendiendo principios y valores. Estaríamos denunciando y presionando a una clase política que nunca va a resolver ningún problema de fondo que le interese a la población. Convengamos que eso es más serio y viable que proponer una rebelión fiscal, una secesión, una solución al estilo Ayn Rand o una marginalidad de la clase media, ¿verdad?
Habrá que recordar que el legendario Juan sin Tierra, esencialmente un político despreciable, recién accedió a otorgar su Carta de Garantía de los derechos de sus súbditos a la propiedad, la privacidad y la libertad, cuando las espadas de sus hastiados caballeros empezaban a salirse de sus vainas. No se trata de repetir el procedimiento, pero sí de entender cómo funciona la llamada democracia moderna. Los derechos deben reclamarse y ganarse. Quienes bregamos por un país del mérito, el esfuerzo y el trabajo, sin populismo ni corrupción, hemos perdido las batallas de los últimos 80 años. El escamoteo peronista-radical de 1994 fue una derrota ciertamente mayor, donde se jugó con la estupidez colectiva.
La lucha debe darse donde corresponde. En el único pacto que tiene sentido firmar: la Constitución Nacional. Si eso no puede cambiarse, habrá que aceptar que, para muchos, este no será su país. Cuando los inversores dicen que no decidirán sus inversiones hasta que no se sepa el resultado de las elecciones, lo que quieren decir es que nuestras instituciones no sirven. Porque las instituciones no sirven si dependen de la probidad o la gracia de quien gobierne.