La educación es importante, vaya si lo sabemos en la Argentina. Una buena parte de nosotros somos hijos y nietos de inmigrantes que encontraron la posibilidad de progresar en esta tierra fundamentalmente por ese fabuloso aparato igualador de oportunidades que fue y de alguna manera sigue siendo la educación pública. Por eso duele verla como está; en muchos lugares de nuestro país, abandonada, con una sociedad que le desconfía y con maestros en numerosas oportunidades desesperanzados en rutinas burocráticas que se repiten hasta el infinito. Y con casos de extrema gravedad. Por ejemplo, en esta última década nunca se cumplió con la ley de los 180 días de clases que exige ese piso mínimo de días efectivos y también recuperar cada día perdido. Que los chicos del Santa Cruz tengan 90 días menos de clase que los de la Ciudad de Buenos Aires, como ocurrió el año pasado, es inequidad educativa y no se resuelve repartiendo una mochila con útiles, que sirven claro está, pero sin clases los útiles no tienen sentido. En Chaco, como en muchas otras provincias, vivimos situaciones parecidas todos los años. Nunca se cumple con el ciclo lectivo.
Como sucede siempre en febrero, estamos todos atentos a las paritarias docentes para ver si comienzan o no las clases. No es una paritaria más, y los que participen de ella, sean funcionarios o sindicalistas, deben hacerlo con responsabilidad institucional, sabiendo que el fracaso de esta deja irremediablemente a nuestros chicos sin días de clases; un día de clase perdido en nuestro país es una tragedia.
Para mejorar la calidad educativa algunos especialistas ponen el acento en la formación profesional de los jóvenes. Esta es una sociedad del conocimiento donde cada vez más las oportunidades laborales se van a definir por la formación que tengan los jóvenes. Yo no reniego de esta visión, nuestros jóvenes van a competir no sólo con otros jóvenes de la Argentina sino de todo el planeta, porque cada vez más el trabajo de calidad no se organizará por ubicación geográfica sino por la calidad y la pertinencia en un mundo global, y este es un desafío no del mañana sino del presente.
Pero el papel de la escuela no es solamente el de formar recursos humanos para el mundo del trabajo, mucho más importante es la tarea que debe cumplir para mantener la cohesión de nuestra sociedad. El nuestro es un país profundamente desigual, cruzado por la pobreza y segmentado, ya sea en el acceso a los bienes públicos o a los bienes del mercado. El sistema educativo es el único que en una sociedad tan desigual puede construir miradas y valores compartidos para cohesionar lo que otras esferas de la vida social separan. Esto está más que claro, basta observar que en educación media tenemos uno de los peores indicadores en cuanto a escolarización, deserción y calidad educativa, aun comparándolos en el contexto regional.
Hace muchos años que la Unesco insiste con la idea de sistemas educativos que trabajan para enseñar y construir una cultura del vivir juntos. Pero el principal problema de los argentinos es la confrontación y necesitamos alejarnos de ella. Esta sociedad fragmentada de cultura intolerante necesita una escuela contracultural que difunda los valores de la tolerancia, la solidaridad y la convivencia. Eso implica que volvamos a dotar de sentido a la escuela, que la saquemos del letargo burocrático y le devolvamos sentido social y pedagógico. Tenemos que volver a hablar de los problemas pedagógicos en la escuela. Para eso debemos abrir nuestra cabeza, dar vuelta la forma de pensar el trabajo en la escuela y dejar de esperar la circular pedagógica del ministerio que nos va a decir qué hacer.
Llegó la hora de cambiar, debemos dejar atrás el populismo educativo que dejó pésimos resultados. Hoy estamos todos insatisfechos: la sociedad con el sistema educativo por sus resultados; los docentes, por las condiciones en las que se desarrolla su vida profesional y sus salarios; los chicos, porque sienten que la escuela se preocupa más de las rutinas burocráticas que de ellos. Tenemos que romper el círculo de la insatisfacción y construir una nueva cultura escolar. Pero ese no es un trabajo tecnocrático, es ante todo un trabajo social.
Debemos construir un nuevo pacto educativo, que involucre a la sociedad en su conjunto y a los maestros. No es cuestión solamente de inversión. De hecho, llegar al 6% del PBI para educación fue uno de los eslóganes de mejora de la década, pero eso es algo que muchos expertos están cuestionando. Incluso sin entrar en cálculos, el saldo de la década kirchnerista muestra que sólo con el dinero la educación no mejoró. Sobre todo si, al mismo tiempo, no hay cambios en el federalismo argentino, que dispone un reparto de recursos con parámetros desiguales o directamente discrecionales.
Este pacto educativo tiene que tener cuatro ejes: en primer lugar, debemos poner en el centro de nuestra acción a los estudiantes y, entre ellos, los que necesitan atención más personalizada en clases y en el hogar. En segundo lugar, se necesita una dirección o un liderazgo en los colegios que pueda promover los cambios necesarios e inspirar a toda la comunidad educativa en torno a metas y objetivos de superación continua. Tercero, tenemos que contar con un equipo de maestros y profesores altamente motivados, con expectativas positivas respecto de sus estudiantes y dotados del necesario soporte humano y didáctico para producir aprendizajes significativos. Cuarto, la transformación que debemos hacer tiene que asegurar hacia adentro un clima positivo de aprendizaje, ordenado, con exigencias bien definidas, y hacia afuera, un vínculo fuerte con las familias, la comunidad local y con todas las redes sociales que estén dispuestas a colaborar en el proyecto escolar.
La educación secundaria debe ser el tema central de estas acciones. Hoy leemos noticias todos los días sobre los malabares que debe hacer la Universidad de Buenos Aires (UBA) para no perder alumnos en su CBC. Es que si, como demuestran todas las evaluaciones y las pruebas internacionales de educación como las PISA y las TERCE (no tenemos muchas esperanzas sobre los resultados que arrojen las Pruebas Aprender), los chicos que llegan a quinto año carecen de comprensión lectora, o no pueden resolver una problema matemático sencillo, o no logran ubicar los hechos más importantes de la historia en un eje cronológico correcto, no es ilógico que fracasen en la universidad. Algunas universidades nacionales retiraron su examen de ingreso porque los chicos no lo aprobaban, entonces las únicas beneficiadas terminan siendo las casas de estudios universitarios de baja calidad que se comportan como una góndola de títulos para jóvenes. Si miramos el anuario educativo, nos asombramos cómo ha crecido la matrícula en educación superior privada por sobre la pública y gratuita. Y no justamente las mejores universidades privadas como la Di Tella, San Andrés o la Austral sino las de baja calidad académica, que son el recurso más a mano que tienen los jóvenes que fracasen en una cada día menos exigente universidad pública.
Además, la Argentina matricula a muchos más alumnos en la secundaria que otros países de la región. Según la Unesco, la tasa neta de matrícula secundaria es de 82%, comparada con 83% en Chile, 74% en Colombia y 78% en Perú. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el problema está en la tasa de graduación secundaria que en la Argentina es 42%, comparada con 84% en Chile, 64% en Brasil y 44% en México. La escuela media argentina está en crisis y necesita que la resolvamos de inmediato.
Por todas estas razones es que debemos abandonar el populismo educativo, ese que indica que sólo hay que repartir en busca de un voto en lugar de utilizar los recursos para cambiar la educación. Si somos capaces de hacerlo, estaremos frente a una verdadera revolución educativa.
Necesitamos construir una escuela pública de calidad para todos los niños, pero en especial para los que nacieron en la pobreza, porque son los que más la necesitan para cumplir sus sueños, para que vivan mejor que sus padres, para que les den un destino mejor a sus hijos. Educación pública inclusiva pero de calidad, exigente, moderna.
La necesitamos para vivir en una sociedad fundada en el esfuerzo y el mérito, y no en las diferencias de cuna. Para que vivamos todos juntos, sin grietas, sin populismo, respetándonos las diferencias y construyendo una sociedad rica en valores y solidaria en el esfuerzo. Eso también es cambiar.