Una de las ventajas de un mercado cambiario libre es la de reflejar crudamente y casi al instante los efectos de los errores y las decisiones económicas del Gobierno y del público. La baja en el precio del dólar que parece sorprender a muchos no es sorprendente, ni sorpresiva, ni azarosa. Cualquiera pudo preverla, como se ve en mi nota de hace un año en este mismo diario. El tipo de cambio está sujeto a la ley de oferta y demanda, como lo está cualquier precio. Y como cualquier precio, puede sufrir distorsiones provocadas por acciones del Estado o de los particulares, legítimas o no, justificadas o no. Y también como cualquier precio, tiende a buscar su equilibrio natural.
Es fácil entender que la toma de deuda en dólares para pagar gastos en pesos pone una presión hacia la apreciación de la moneda local. Pero también aprecia el peso el sistema de Lebacs, que en definitiva quita todo interés al atesoramiento de divisas y hace escasear pesos en el mercado. También lo hace la alta presión impositiva, que produce dos efectos que conducen a la baja del tipo de cambio real. Estos puntos son en este aspecto equivalentes. Nada nuevo. Y una historia estampada en el ADN del país. La compulsión proteccionista de prohibir o castigar importaciones también empuja el peso hacia arriba, como es evidente. Todos estos efectos se notan claramente con un mercado libre de cambios, por eso es valioso tener vigente algo parecido a eso.
Como estas situaciones se repiten desde siempre, no parece sorprendente que, salvo los picos y los valles creados por la alta inflación (efímeros), la tendencia a un peso sobrevaluado, o a tipos de cambio no competitivos, como se le quiera llamar, sea constante en la serie histórica. Eso no significa que sea el nivel adecuado, que debería estar dado por los equilibrios en la balanza comercial y en el presupuesto, no al revés, además del efecto mortal sobre el tipo de cambio real del actual gasto irresponsable y criminal. Conformarse con parecerse a esa serie es conformarse con el fracaso. Eso es lo que hay que cambiar, no lo que hay que imitar o aceptar como parámetro.
La pregunta elemental es: ¿por qué pasa todo esto? Hace unos meses, charlando con un amigo, talentosísimo economista, sostuve que el problema argentino es que tiene demasiada población para lo que produce, o sea, para su output. Me respondió con gran tacto que lo que yo sostenía era una burrada, porque la teoría económica dice que un aumento de población implica un aumento de la oferta de mano de obra y que eso empujaba a una baja en el costo laboral, ergo, en el costo de producción, o sea, un aumento en el consumo, con lo cual la economía crecería en consonancia con cualquier aumento de población, en un círculo virtuoso, ya que el fenómeno se verifica por el lado del aumento en la demanda de bienes. Tenía razón. Como siempre. Pero yo también, como siempre.
La cantidad de oferta de mano de obra en Argentina es irrelevante para determinar el costo laboral. Así de mal. Los sueldos no bajarán en ninguna circunstancia, porque lo impiden la legislación, la Justicia y un sindicalismo de ricos que, ignorante o convenientemente, conspira contra el aumento del empleo. Tampoco bajará el costo de las obras sociales, gran teta de donde maman los sindicalistas con pinacotecas. Los aportes a la seguridad social son igualmente inamovibles, aunque eso no alcanzará para evitar el colapso final del sistema jubilatorio que sólo se ha ocultado por un ratito. Es decir, el criterio de oferta y demanda no rige para la mano de obra en el país (Reconozco que en muchos países). Como tampoco el output crece, porque somos incapaces de innovar, quedaría la salvadora inversión de capital. Pero hay una mala noticia: la inversión que necesitamos se produce solamente cuando hay proyectos, que siempre han sido precarios en nuestro medio. Entonces, como viene pasando hace mucho, cualquier aumento en la cantidad de personas en edad de participar del mercado laboral no tendrá un correlato de empleo privado digno, sino de empleo público, subsidio (perdón por la redundancia), informalidad y marginalidad. Aunque suene cruel ponerlo en palabras, y hasta fascista, nos sobran 12 millones de personas si no somos capaces de hacer un país que restablezca la ley de oferta y demanda en el mercado de trabajo, libere el mercado externo y pulverice el gasto, entre otros requisitos. Y la cifra crecerá a gran velocidad. Si no le gusta el concepto, cambie el sistema, no de columnista.
Siempre que se habla de este tema inmediatamente se dice que se llega a esta situación por culpa de los impuestos que lo encarecen todo. Es parcialmente cierto. Esos impuestos son la otra cara del empleo falso que estamos financiando desde el Estado por las razones enunciadas en el párrafo anterior.
Se ponen muchas esperanzas en las exportaciones. En el caso de las del agro, preocupa el futuro si sigue esta tendencia a la apreciación del peso —que seguirá— y, en el caso de las de origen industrial, más que preocupación habría que tener certeza de que su futuro no es promisorio por las mismas razones. Las inversiones, en las que se ponen fichas mágicas por lo menos en el discurso, difícilmente lleguen con este nivel cambiario, estos costos, estos impuestos y el aliento del peronismo en la nuca de la sociedad civilizada.
El desempleo crónico y añejado que produce este paquete tiene además el demérito de fogonear el proteccionismo en nombre de cuidar y crear nuevos puestos, una mentira delictuosa. Aquí es el alto empresariado nacional el que se contrapone a cualquier solución seria, al impedir además el aumento del poder adquisitivo que automáticamente genera la apertura. De paso, colabora con la apreciación del peso, con lo que la perfidia es casi de teleteatro.
Por último, el Estado y sus socios privados, otro sector de altos empresarios (que intersecta con el conjunto proteccionista), se encargan de defender a muerte el gasto público, aumenta la presión a la baja del tipo de cambio real y realimenta la telaraña dinámica hacia adentro.
Cambiemos no tiene ninguna intención de enfrentarse a ninguno de estos tres sectores, mafias o como se les quiera llamar (sin ofender), con lo que es bastante seguro predecir que ni crecerá seriamente el empleo privado ni habrá un boom económico que equilibre porcentualmente la chapucería multipartidaria de la economía. En todo caso, un ciclo más donde las cifras, en el corto plazo, pueden dar algo mejor, pero nos seguirán sobrando en la cuenta 12 millones de personas sin futuro, y subiendo.
A eso se le podría llamar grieta.