Los desastres no son naturales

Sergio Federovisky

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El título de esta nota no es un error ni un juego de palabras. Es el título de un libro escrito a comienzos de los ochenta por un sociólogo, Gilberto Romero, y un urbanista, Andrew Maskrey, para explicarles a los legos —y principalmente a los políticos— que, pasado el tiempo de culpar a los dioses por las calamidades del cielo, también resultaba arcaico responsabilizar a la naturaleza por fenómenos que le son inherentes.

Un fenómeno natural, explicaban, es la lluvia. Un desastre natural es la inundación, las pérdidas, los miles de evacuados que provoca. Y lo que determina la magnitud de ese desastre no es la cantidad de lluvia sino la vulnerabilidad de la sociedad sobre la que cae. La misma lluvia, el mismo terremoto desatan consecuencias muy diferentes según se produzca en Alemania o en Haití.

Ahora, caduco por causa del conocimiento el argumento de los dioses y cuestionado por la ciencia el método de culpar a la naturaleza por provocar nuestros males actuales con fenómenos de miles de años, aparece un nuevo "salvador": el cambio climático. El calentamiento global, que según los científicos apenas si es responsable de agudizar los extremos haciendo más inundables las zonas anegables y más áreas de sequía, es el gran receptor de las excusas. Aún cuando los antecedentes confirmen que fenómenos similares provocaron desastres equivalentes en el pasado cercano, la lluvia de hoy, la inundación de esta semana, el incendio forestal de ese mes adquieren, con el cambio climático, una causa que en el discurso público apunta a eximir de responsabilidades a los gestores.

Aludes impresionantes como el que afectó a Jujuy a comienzos de enero son conocidos en dicha zona cálida de los Andes desde tiempos de los Incas: las altas cumbres se derriten, el agua baja rápida y turbia, los arroyos secos del invierno se vuelven ríos caudalosos en verano. Lo que hace la diferencia, y por caso provocó que dos veces en cinco años Tartagal se viera arrasada por sendos aludes, es la deforestación que "asfalta" el suelo y la urbanización en el cauce de esos arroyos secos que luego se vuelven ríos.

Incendios "intencionales" en la mitad sur de la Argentina seca durante el verano o en la mitad norte durante el invierno se padecen desde que el fuego dejó de ser un regulador natural de los ecosistemas nativos y se propagó por fuerza de la implantación de especies exóticas. Ante los tremendos fuegos que asolaron Córdoba en septiembre de 2013, un bombero añoso explicó: la idea de convertir Calamuchita en una sucursal paisajística de Suiza con pinos canadienses fue como sembrar de antorchas las sierras.

Pero cuando los registros develan que inundaciones, sequías, aludes o incendios similares viene repitiéndose —y agravándose— sin respiro en las últimas cuatro décadas, brota un fetiche reiterado y eficaz: las obras.

Alguien dijo que para conocer lo que pasa hoy nada mejor que leer a los clásicos. En 1884, Florentino Ameghino escribió un libro de título soso ("Las secas y las inundaciones en la provincia de Buenos Aires") pero de bajada determinante: "Obras de retención y no obras de desagüe". Demás está decir que lo que Ameghino describe como ciclo natural de alternancia de sequías e inundaciones (en tiempos sin cambio climático, vale aclarar) funciona para todo lo que conocemos como Pampa húmeda: la provincia de Buenos Aires, pero también el sudeste de Córdoba y la mitad sur de Santa Fe. Cuando hoy se observan en los noticieros las imágenes dantescas de rutas cortadas y campos en los que ya no hay soja sino pejerreyes, y se escucha el reclamo-promesa de "obras, canales y desagües", conviene releer a Ameghino. Ante la demanda (hace casi 140 años) de obras, respondía, luego de estudiar la dinámica de ese ecosistema: "Los canales de desagüe probablemente reportarán más perjuicios que beneficios" y "es posible que no eviten por completo las inundaciones como suele creerse".

Tres cosas se han hecho en el último siglo en la Pampa húmeda: urbanización incontrolada, modelo agrícola anárquico y favorable sólo a las grandes extensiones de tierra, y obras de desagüe.

La urbanización incontrolada ha ocupado planicies de inundación (es decir, terrenos que pertenecen naturalmente a los ríos). El modelo agrícola, principalmente en las últimas dos décadas, ha favorecido la impermeabilización de los campos. Y las obras de desagüe alteraron un ecosistema en el que, como decía Ameghino, no hay sobrante de agua en el balance. Por eso, existen las lagunas y los ríos de andar lento. Por el contrario, los canales, en un relieve plano, sacaron el agua de un lugar para llevarla a otro. Los canales servirán en otra región, con sobrante neto de agua y pendientes pronunciadas, decía Ameghino, quien en cambio proponía un sistema de retención de agua en tiempos y lugares de excedente para llevarla a sitios y momentos de faltante.

Las obras de desagüe, además, tratan de compensar el daño provocado por los otros dos factores (urbanización y modelo agrícola), sin pretender remediarlos y mucho menos modificarlos.

En la actualidad, dirían los teóricos del ambiente, no hacen falta tantos caños como manejo. Eso que hace más de un siglo describía Ameghino.

 

El autor es biólogo, periodista ambiental, conductor de "Ambiente y Medio" por la TV Pública.

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