Recientemente, el ministro del Interior Rogelio Frigerio (nieto), quien tiene a su cargo la puesta en marcha de la obra pública, manifestó mediáticamente: "Me voy a hacer cargo personalmente de ese lugar, este año la obra pública va a ser mi prioridad", y para que no haya ningún tipo de dudas, sentenció: "Va a explotar la obra pública". Así, acorde a la visión keynesiana modelo Ford T a la que tanto amor le profesa el Gobierno, la obra pública es un factor clave en un año electoral.
Ahora bien, si la obra pública aumenta el bienestar de la gente de tal manera que todos saldrían corriendo a votar de manera irrefrenable al Gobierno, la pregunta es: ¿por qué no hacemos que la economía se dedique por completo a la obra pública o que sea todo gasto público? Más allá de que dicho experimento se conoce como comunismo y ha fracasado en todos los lugares donde ha sido puesto en práctica (siempre por la fuerza), el punto es que cuando uno lleva el argumento al extremo, este cae en el ridículo, lo cual es una muestra de que algo está podrido en el razonamiento.
El problema con el argumento particular y con la lógica de la visión general de la economía por parte del Gobierno radica en la diferencia fundamental entre la buena y la mala economía. De este modo, el mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo inmediato, mientras que el buen economista no sólo percibe lo que ocurrirá en ese único mercado, sino que además contemplará los efectos sobre el resto de los mercados, como así también las consecuencias de cara al futuro (el buen economista trabaja en un equilibrio general intertemporal, donde además existen una multitud de individuos).
A la luz de un año electoral y por las afirmaciones que hacen los funcionarios del Gobierno, la obra pública es un mecanismo para generar trabajo. Cuando ello ocurre, las obras han de insertarse compulsivamente, y en lugar de pensar dónde deben ser construidas, los burócratas empiezan por preguntarse dónde puede hacerse obra pública. El caso del ministro Rogelio Frigerio (nieto) no escapa de dicha lógica cuando afirma respecto a la ejecución: "Siempre puedo mejorar la velocidad de la ejecución, igual no estoy disconforme. Ejecuté el 91% del presupuesto en ocho meses, porque el primer cuatrimestre lo doy por perdido. Nosotros al final del día ejecutamos, pero siempre se puede hacer mejor".
El problema con esta visión es que cada peso que se gasta en obra pública (y también en general) debe ser financiado. Así, cuando para la financiación del gasto se cobran impuestos (que son una fuente coactiva de ingresos), ello detrae la capacidad de compra de los contribuyentes en otros bienes, por lo cual se pierden puestos de trabajo en aquellos sectores donde los individuos deseaban gastar su dinero (fruto de su trabajo) para ser gastado en donde ha decidido gastar el Gobierno. Esto es, aun cuando bajo un supuesto muy fuerte sobre que la productividad del sector público no fuera inferior a la del sector privado, no sólo no se ganarían empleos y mayor ingreso per cápita, sino que además habría una redistribución del ingreso. Dicha redistribución afectaría a las decisiones agregadas de ahorro e inversión, motivo por el cual la estructura de capital físico de la economía no estaría en consonancia con las preferencias de los individuos, motivo por el cual el crecimiento será dañado.
Por otra parte, el Gobierno podría argumentar (y lo ha hecho) que la situación no reviste problema porque las obras serán financiadas con deuda. Resulta casi una obviedad que el argumento no sólo está mal, sino que además podría ser considerado como perverso. Está mal porque si el mayor gasto se financia con deuda externa, el ingreso de divisas a la economía produce una apreciación de la moneda local, por lo que el empleo creado por la obra pública destruye a la producción y el empleo en los sectores transables. Por otra parte, si se financia con deuda doméstica, ello pondría presión sobre la tasa de interés doméstica (al margen de los efectos de apreciación bajo libre movilidad de capitales del punto reciente), lo que destruiría producción y empleo en aquellos sectores que transitoriamente tienen flujos de fondos negativos dentro de la economía. En cuanto al lado perverso, dado que la deuda son impuestos futuros, debería quedar claro que el jubileo presente liderado por los estatistas será pagado por lo menos por nuestros hijos, nietos y bisnietos.
Finalmente, nunca escapa a la mente del político el financiamiento del gasto público vía emisión monetaria. Sin embargo, ello genera inflación (algo que niegan los "economistas" adoradores del gasto público) y con ello se recauda impuesto inflacionario cuya principal característica es su alta regresividad. En otras palabras, de usarse dicha fuente de financiamiento se estaría golpeando con mayor violencia a los sectores más vulnerables de la sociedad y al caer su poder de compra se contraería la producción y el empleo de los sectores que se dedican a satisfacer las necesidades de los sectores populares.
En definitiva, mientras que los funcionarios se regocijan contemplando las obras públicas desde sus estratosféricas poltronas, la sociedad deja de disfrutar las casas que no se construyeron, los automóviles y los televisores no fabricados, los vestidos y los abrigos que no se confeccionaron e incluso quizá los productos del campo que no sólo no se vendieron sino que ni llegaron a ser sembrados. Naturalmente, para ver tales cosas no creadas se requiere una imaginación que pocas personas poseen. Lo que sí está claro es que cuando el ministro Rogelio Frigerio (nieto) afirma enfáticamente que hará volar la obra pública, el bolsillo de los contribuyentes presentes y futuros comenzará a sudar sangre para financiar este nuevo delirio electoral.
@jmilei
El autor es economista jefe de la Fundación Acordar.