Donald Trump y Medio Oriente

Federico Gaon

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Para la estupefacción de millones, la presidencia de Donald Trump se convertirá en una realidad. Dada la polémica personalidad del Presidente electo y la contenciosa campaña electoral de la que salió victorioso, de Trump queda mucho por decir y analizar. Aunque no contamos con el beneficio de ver las cosas en perspectiva, creo que es justo decir que el debate en torno al republicano más intransigente y menos políticamente correcto de los últimos tiempos acaparará la atención por un largo rato.

Sin embargo, antes que discutir si existe un cambio de paradigma en el modo de hacer política en Estados Unidos, me gustaría enfocarme en la agenda exterior del Presidente entrante, y particularmente en relación con Medio Oriente. ¿Qué repercusión tendrá Trump en la conducción de los asuntos de la región? ¿Bajo qué premisas o supuestos actuará este empresario millonario en su interacción con los líderes de cuál conflictivo vecindario? ¿A qué estrategia recurrirá? La suya —por decirlo de algún modo— ¿será más garrote o zanahoria intensiva? Es decir, en la consecución de los intereses estadounidenses, ¿apelará más a la fuerza o a la cooperación? Estas son preguntas que vale la pena introducir, aunque las respuestas sean de momento tentativas y no del todo precisas.

 

Detrás del presidente hay asesores

Para empezar, cabe aclarar que analizar la proyección de Washington bajo Trump es de por sí problemático. No obstante, esto tiene más que ver con la naturaleza del proceso político estadounidense que con el perfil particular del líder. Más allá de lo que digan o prometan los candidatos en campaña, lo cierto es que la política exterior no se define hasta tanto el candidato victorioso no tome posesión del Despacho Oval. Incluso así, el armado de la agenda internacional podría tomarse su tiempo. En este sentido, existe la noción errada de que las directrices de política exterior surgen de la discreción del presidente. Lo que más bien sucede es un proceso, en el cual los funcionarios y los asesores designados por el líder discuten qué cambiar y qué continuar del enfoque adoptado por la gestión anterior. Esto no resta que algunos candidatos sean más conocedores de los desafíos internacionales que otros. Así y todo, al final del día la política exterior norteamericana suele devenir del consenso alcanzado por el selecto grupo que acompaña al presidente.

Dicho esto, nadie está plenamente circunstanciado con la posición de Trump en materia internacional, simplemente porque ni siquiera él tiene un plan concreto. Dejando de lado algunas declaraciones potentes aludiendo a que Estados Unidos "tiene que hacerse respetar", la verdad es que los puntos cardinales en la lista de prioridades exteriores aún no han sido definidos como corresponde. De hecho, existe una razón por la cual los candidatos presidenciales (en Estados Unidos y en otros países también) se codean con asesores para que los preparen para los discursos importantes. Pero las intervenciones de Trump a lo largo de la campaña fueron sumamente ambivalentes. Por un lado, buscó llegar a los nacionalistas apelando al músculo norteamericano, adoptando una retórica fuerte con el trato hacia China, Irán y el Estado Islámico (ISIS). Por otro, podría decirse paralelamente que se mostró pragmático con Rusia, incluso cuando argumentó en contra de emprender campañas idealistas, al alegar que llevan a guerras costosas en "países que nadie conoce".

Establecida esta aclaración, es posible aventurar algunas predicciones para la administración Trump con base en lo que sus asesores le han vendido. Para ilustrar, según lo informaron los medios, uno de los presuntos asesores del Presidente electo es un hombre cercano al Gobierno ruso. Se trata de Carter Page, un empresario del rubro energético, con fuertes intereses comerciales en Rusia y con una apreciación correspondiente por Vladimir Putin, cuyo guiño es clave a la hora de hacer negocios importantes. Algunos periodistas especulan que Carter podría ser el nexo clandestino entre el mandamás de Moscú y el ahora hombre fuerte de Washington. Sean o no ciertas las acusaciones, es un tema aparte. Lo relevante del ejemplo es que las ideas de Trump podrían provenir, al menos en parte, de sus asesores.

 

Trump, ¿neoconservador neorrealista?

Hasta donde tengo entendido, en materia de Medio Oriente, Trump está asesorado por Walid Phares: un experto acreditado, con más de diez libros publicados, que tuvo y tiene cátedra en varias universidades y usinas de pensamiento. Sumando a su portafolio, también trabajó con Mitt Romney cuando este compitió contra Barack Obama, en 2012, de modo que difícilmente pueda decirse que Phares sea un personaje oscuro en el entretelón del Presidente entrante. Por esta razón, asumiendo que Phares cuenta con el oído de su patrón, puede suponerse que la política exterior estadounidense en Medio Oriente podría llegar a verse influenciada por las ideas de este académico. Confieso que no estoy familiarizado con el trabajo de Phares. Pero, a juzgar por sus artículos, este hombre, un cristiano de origen libanés, pedalea en tándem con el ala neoconservadora del Partido Republicano. Por ende, uno podría esperar que la rígida postura antiislamista de este asesor no resuene bien en algunos círculos musulmanes. En efecto, no faltan los críticos que aducen que su idealismo borda peligrosamente el fanatismo y la islamofobia (Islamismo no es lo mismo que islam).

Ahora bien, incluso si uno está de acuerdo con este reproche, no creo que pueda decirse que Trump sea el representante de todo un edificio de pensamiento conservador. Esto no quita que el multimillonario exponga ideas esencialmente neoconservadoras, puesto que Phares suscribe a la hipótesis de que Occidente se está jugando su libertad en oposición a las peores tradiciones del mundo islámico. Pero Trump no es Phares, y tampoco tiene los rudimentos de un politólogo o de un internacionalista. A lo sumo, la influencia del analista se hará sentir siempre y cuando, una vez en la Casa Blanca, el Presidente entrante lea discursos enfatizando la lucha existencial de los cristianos en Medio Oriente, la embestida de Irán y Hezbollah, o equipare abiertamente a la Hermandad Musulmana con los militantes de la yihad. De materializarse estos postulados de algún modo, esto representaría en conjunto un viraje político significativo que rompería con la inclinación de Obama por lo políticamente correcto.

Con base en las palabras de Phares, en algún lugar la política de Trump podría asemejarse a la de George W. Bush con respecto a la orientación diplomática. Los gestores del comandante en jefe podrían invertir en recomponer las relaciones con el Golfo, dañadas por la política de apaciguamiento de Obama hacia Irán, y destinar esfuerzos a contener la influencia de Teherán, que es lo que más le preocupa, particularmente al asesor libanés. Interesantemente, sobre la promesa de Trump de derogar el acuerdo nuclear con Irán, el analista sugirió que lo que Trump haga o deje de hacer será el resultado de lo que delibere su equipo de seguridad.

En concreto, al igual que cualquier otro mandatario flamante, Trump necesitará tiempo para revelar el plan y —en contraste con sus promesas electorales— dudo que venga a articular uno de cero, completamente opuesto al rumbo que marcó el período de Obama. Como regla de oro, está probado que lo que se prometa para ganar votos no necesariamente se verificará en el futuro. Por eso, dudo que Trump revoque de un día para el otro el controvertible acuerdo con Irán. Independientemente de si el pacto fue un acierto o un error, retirarse unilateralmente no sería algo gratuito. Por el contrario, en teoría tal accionar perjudicaría potencialmente la credibilidad internacional de Estados Unidos con el resto del mundo, se trate de países aliados o adversarios. Al caso, tanto los conservadores como los realistas (en el sentido internacionalista de la expresión) están de acuerdo en que hay que vigilar a los ayatolas, so pena de que violen lo pactado y se hagan con la bomba atómica. Pero esto no implica que para mantenerlos a raya haya que desdecirse de lo que ya ha sido pactado.

Análogamente, la condescendencia de Trump hacia Putin podría tener sus límites. Es manifiesto que el magnate neoyorquino siente admiración por su (ya casi) homólogo petersburgués. Para la desazón del Gobierno ucraniano, esto ha llevado a los comentaristas a sostener que Washington podría concederles a los rusos licencia para operar en su área de influencia sin ser molestados. Por ejemplo, Fabián Calle da por entendido que con Trump se iniciaría un período desideologizado y pragmático, acercaría su mandato a la órbita de los realistas (nuevamente, en términos de relaciones internacionales). Esta observación se debe principalmente a que el republicano comparte la frustración de Obama con los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y los aliados del Pacífico, sólo que hizo de ella una consigna electoral. Trump llama explícitamente a delegar responsabilidades militares en los aliados que, como legado de la Guerra Fría, depositan su seguridad en Estados Unidos sin invertir lo suficiente —valga la redundancia— en ser autosuficientes en materia defensiva, drenando el Tesoro norteamericano (Vale decir que Estados Unidos aporta casi el 75% del presupuesto total de la OTAN).

Esta consigna se verifica efectivamente en los postulados de prominentes teóricos pertenecientes a la escuela realista como lo son John Mearsheimer y Stephen Walt. No obstante, estos académicos desacreditan a Trump y no lo consideran uno de los suyos. Para Mearsheimer, el ricachón es "remarcablemente ignorante, y dispara desde la cadera [sin apuntar]: una combinación mortífera". Puesto por Walt, "mientras los realistas prefieren 'hablar suavemente y llevar un gran garrote'; el modus operandi de Trump consiste en revolotear el garrote mientras corre con la boca abierta".

Trump les dice a sus partidarios que Estados Unidos solía ser fuerte y que ahora es débil. Pero al mismo tiempo, también les dice que Estados Unidos puede comportarse según le parezca y hacer cumplir su voluntad a rajatabla. Paradójicamente, dada la ambigüedad, por esta razón no es casual que Walt, un neorrealista, y Phares, un neoconservador, proyecten un regreso a la era Bush. Por supuesto, cada uno hace la proyección a su manera y con un juicio valorativo opuesto. Mientras que el primero indica que la verborragia de Trump recuerda a la omnipotente doctrina neoconservadora, el segundo aduce que, contrario a lo que algunos dicen, Trump no se repartirá el globo con Putin, pero que más bien restaurará una asociación (más o menos) estable; como sucedía con Bush, sobre la premisa de derrotar al terrorismo, el enemigo común.

Si la gestión de Trump aportará un corolario a la doctrina Bush, para Phares este parte por enfatizar más cooperación —en este caso, con Rusia y los países de Medio Oriente— y menos unilateralismo. La de Trump sería una presidencia conservadora, pero sin el componente intervencionista: sin el espíritu de Cruzada democrática que caracterizó al último republicano en ocupar la Casa Blanca. En este punto, la nueva administración posiblemente cumpla con lo postulado en campaña y deje de proveer apoyo a las milicias supuestamente moderadas que combaten contra el régimen sirio. Por otro lado, volviendo a Walt, uno no puede dejar de notar la contradicción aparente entre la lengua suelta de este personaje y el hecho de que se convertirá en presidente, para luego, como bien dice Mearsheimer, tener que disparar correctamente.

 

El conflicto palestino-israelí

Otra faceta relevante del debate tiene que ver con la aproximación de Trump a Israel. Como es sabido, el republicano tiene buena relación con Benjamin Netanyahu. Pero fuera de eso, lo importante es que en campaña se mostró determinado a mover la Embajada Norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén. Este sería un acto simbólico, pero inflamablemente trascedente. Si cumple, la primera potencia mundial estaría reconociendo a Jerusalén como la capital legítima e indivisible del Estado judío, posición que resulta inaceptable para los palestinos y la Liga Árabe en general, por no hablar del mundo musulmán.

Por mi parte, no creo plausible que Trump termine haciendo valer esta promesa. No sería el primer republicano en proponer tal cosa, pues queda bien entre sectores duros del electorado judío, y sobre todo entre los sectores evangélicos. Además, independientemente del carácter del presidente, en Estados Unidos existe un sistema que virtualmente fuerza a debatir las cuestiones espinosas. Dicho sea de paso, el Departamento de Estado es tradicionalmente hostil a este tipo de retórica proisraelí por temor a antagonizar con los países musulmanes. Llegado el caso, esta es una opinión que seguramente se hará manifiesta durante las audiencias del Congreso, las llamadas congressional hearings.

Más importante aún, Trump comparte la ambición de sus predecesores en cuanto a poner coto al embrollo palestino-israelí. Según el multimillonario, estamos hablando del "trato supremo", o sea, del acuerdo más escurridizo. En función de este objetivo, es evidente que defenestrando la narrativa árabe Trump no logrará que los palestinos se sienten a la mesa. Aunque dudo muchísimo que el tema sea una prioridad (al menos dentro de lo previsible), un acuerdo definitivo de paz revindicaría la imagen del Presidente entrante como pocas cosas en este mundo. De la noche a la mañana, Trump pasaría de bufón tragicómico a estadista.

El tema ciertamente merece una discusión aparte, pero por lo pronto puedo decir que hay cierto margen para que un acuerdo de paz ocurra. La posibilidad es bastante limitada, pero al fin y al cabo existe. Subscribo a la suposición no convencional que dice que con Israel las zanahorias funcionan mejor que las amenazas. Cuantas más garantías le ofrezca Washington al primer ministro israelí, mayor será la credibilidad de este para arriesgarlo todo, de cara a su electorado, en pos de semejante apuesta de alto riesgo. Jugársela por una paz que nunca llega le representa a cualquier líder hebreo —sea de izquierda o de derecha— poner en la balanza no solamente su legado, pero también la misma seguridad del Estado a largo plazo. Hasta ahora, cada gesto endorsado por Estados Unidos, durante y fuera de las negociaciones, fue devuelto con atentados. Ir a negociar requiere muchísimo coraje. Tal es así que, por algo, como comúnmente plantean mis colegas, son los halcones quienes están más preparados para hacer la paz, aunque inicialmente no lo parezcan.

Con esto quiero decir que si Trump logra convencer a Netanyahu (o bien a un sucesor hipotético) de que Estados Unidos respaldará plenamente a Israel, con suficientes garantías como para contrabalancear cualquier pérdida o riesgo estratégico (aparejado a renunciar al control terrestre sobre Cisjordania), entonces —y sólo entonces— quizás el premier israelí esté dispuesto a ir más lejos con sus concesiones. Asimismo, si el Presidente estadounidense extiende garantías y zanahorias a Mahmoud Abbas, suficientes para compensarlo por las concesiones que se tengan que hacer, entonces quizás las cosas vayan mejor. Implícito en este proceso estará la lengua desmedida del Presidente, y quiero pensar que ningún dirigente israelí o palestino se animará a poner a prueba los límites de su paciencia. Si bien el tiempo dirá si mi análisis es acertado o ilusorio, en algún punto tanto israelíes como palestinos tendrán que demostrar su buena disposición ante "el Donald".

 

La credibilidad: la retórica inflamable no lo es todo

Por último, podría ser discutido que uno de los principales desafíos que tiene el próximo Presidente pasa por la cuestión de la credibilidad. Si se concede que la imagen y la reputación del líder son importantes, para bien o para mal esto tiene un impacto en el poder blando (soft power) de su respectiva patria en el mundo. Al respecto, el imprevisible y boca sucia de Trump está en el extremo opuesto al que estaba Barack Obama en la antesala a su asunción, cuando recibía ovaciones en el corazón de Berlín. Ya presidente, en 2009, le dieron el Premio Nobel por hablar bonito, a menos de diez meses desde que asumiera y sin que tuviese que probarse previamente como para ser merecedor del galardón. En contraste, la cuesta que Trump tiene por delante no podría ser más empinada.

En este punto los medios suelen exagerar el impacto real de las palabras que emiten los líderes mundiales. En la arena internacional, y principalmente en los bastidores de la alta política, los hechos dicen mucho más que cualquier frase bella o escandalosa. Por este motivo, algunos comentaristas que salen en la televisión no le están haciendo ningún servicio a nadie cuando advierten que la relación de Trump con los Estados árabes será complicada, a razón de sus expresiones más burdas contra el islam. Tal como lo muestra claramente Dennis Ross, en su registro sobre la historia de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos e Israel, los países musulmanes siempre antepusieron sus intereses pragmáticos a la aversión ideológica hacia la estatidad judía. Durante el siglo pasado, los regentes árabes nunca dejaron de acudir al Presidente norteamericano porque este tuviera una retórica subida de tono o una relación cordial con sus enemigos. Por el contrario, la única cosa que frecuentemente les importaba era cuánta ayuda militar y económica estaría dispuesto a considerar el Presidente.

Trazando los paralelos pertinentes, la conclusión obvia es que Trump llegó para quedarse como mínimo cuatro años y, en un vecindario tan peligroso como lo es actualmente el árabe, no es concebible ignorar o reprochar al hombre más poderoso del mundo. Que pueda existir o gestarse un amplio sentimiento anti-Trump entre las masas es una cuestión aparte. Pero vista la situación desde la perspectiva de la alta política, ningún jefe de Estado le dará la espalda al Presidente entrante. Precisamente, él lo entiende mejor que nadie: "Negocios son negocios", y esta aseveración es válida tanto para América Latina como para Medio Oriente.

En conclusión, a Trump hay que darle el beneficio de la duda. Su gestión en materia de Medio Oriente podría ser mejor —o acaso menos mala— de lo que algunos analistas impulsivos conceden. En todo caso, así como lo he argumentado, cabe recordar que lo que haga o deje de hacer el Presidente derivará de la puesta en común que realicen sus asesores y sus confidentes. Con justa razón, en la jerga política estadounidense, la palabra "administración" se antepone al apellido del Presidente. Trump podría ser un desastre andante y sin embargo conformar un equipo funcional de profesionales medianamente respetables, aunque ciertamente cada persona estará en su pleno derecho a opinar diferente.

En fin, habrá que ver qué deparará el futuro. En rigor, habrá que esperar para analizar el grado de diferencia entre la nueva agenda exterior y la de Obama, para entonces hacer un verdadero contraste.

 

@FedGaon

 

El autor es licenciado en Relaciones Internacionales, consultor político y analista especializado en Medio Oriente. Su web es FedericoGaon.com.

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