Por qué la Iglesia apoyó a la Dictadura

“No era adicta a nosotros, pero la relación fue muy buena”, señaló el ex dictador Jorge Rafael Videla, que siempre rezó el rosario, asistió a misa y comulgó

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"La Iglesia no era adicta a nosotros; teníamos nuestros encontronazos, pero, como institución, se manejaba con prudencia: decía lo que tenía que decir sin crearnos situaciones insostenibles. En ese contexto, la relación fue muy buena". La frase es del ex dictador Jorge Rafael Videla en una de las entrevistas para mi libro Disposición Final, cuya edición definitiva fue lanzada este año con motivo de los cuarenta años del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

Protagonista de fuste de la política nacional, la cúpula de la Iglesia Católica respaldó el golpe de Videla. Al principio, fue un apoyo activo, encarnado en el titular del Episcopado, monseñor Adolfo Servando Tortolo.

"En el plano personal, yo tenía una relación excelente con monseñor Tortolo, por ejemplo: era un santo", señaló Videla, que murió al año siguiente de la edición original del libro, en 2013.

Tortolo era también arzobispo de Paraná y el vicario general de las Fuerzas Armadas. Una persona en apariencia débil, frágil, pero implacable. Parecido a su amigo Videla, de quien también era confesor. Un ultraconservador, un integrista, que defendía la alianza tradicional entre la Iglesia y el Ejército como pilares de la patria.

Videla se consideraba un buen católico; mientras estaba en prisión, rezaba el rosario todos los días a las 19, y los domingos asistía a misa y comulgaba. Antes de morir, seguía convencido de que Dios siempre lo había guiado y que nunca le había soltado la mano, ni siquiera luego de veinte años preso por violaciones a los derechos humanos.

"Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto, del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna", me dijo.

En los últimos meses del Gobierno de Isabel Perón, Tortolo se convirtió en un entusiasta impulsor del golpe de Estado, como un capítulo inevitable de una "guerra santa y purificadora" contra las guerrillas y el marxismo.

Como todo esto es (o debería ser) historia y no memoria (que siempre es parcial y subjetiva) ni relato (un uso político del pasado), es preciso recordar que, aunque en tonos más moderados, también otros actores auspiciaban el golpe.

Salvo excepciones, toda la prensa, incluido los diarios La Opinión y La Tarde —dirigido por el ex canciller Héctor Timerman en su carácter de hijo del dueño—, auspiciaba la caída de Isabelita, a tono con el estado general de la opinión pública. Es que buena parte de los argentinos respaldó la irrupción de Videla y los militares.

Por varios motivos, entre ellos el hastío provocado por las bombas, los secuestros, los robos y las muertes de los grupos guerrilleros, que al menos en aquel momento consideraban que estaban librando "una guerra nacional, popular y prolongada".

También había bandas paraestatales, de ultraderecha. En total, hubo 1.065 muertos por razones políticas sólo en 1975. Según informó La Opinión, antes del golpe, cada cinco horas moría una persona y cada tres horas estallaba una bomba.

 

Luces o sombras

La apertura de los archivos de la Iglesia y del Vaticano sobre la dictadura es una estupenda noticia en el camino de la verdad histórica, siempre y cuando quienes ya revisaron los documentos no hayan ocultado ningún papel.

El titular del Episcopado, monseñor José María Arancedo, admitió, al presentar, que la Iglesia pudo haber hecho más pero que tuvo "estrecho margen. Pero no es que no haya hecho nada. La Iglesia va a aparecer con más luces que sombras". ¿Será así?

A dos meses del golpe, en mayo de 1976, Tortolo fue reemplazado como jefe de la Iglesia local por el cardenal Raúl Francisco Primatesta y eso moderó el respaldo activo de la cúpula a la dictadura, aunque el apoyo siguió por varias razones.

Me ocupo de esas razones en Disposición Final. Conviene recordar aquí uno de esos motivos. La Iglesia estaba muy dividida: los ultraconservadores armaron espiritualmente a los golpistas.

Pero otro sector —también minoritario, aunque igualmente activo—, el ala progresista de la Iglesia, fue decisivo en la formación de al menos uno de los grupos guerrilleros más poderosos de los setenta, Montoneros.

Eso se ve claro en Córdoba, que era la "capital de la revolución". Los primeros montoneros cordobeses reflejan la trayectoria típica de tantos jóvenes que, a partir de un compromiso católico, se fueron convenciendo de que la lucha armada era la única salida para terminar con "la violencia de arriba" —de "la oligarquía", "el imperialismo" y sus aliados— y liberar a "los explotados", a los sectores populares.

"Era el mesianismo en todo su esplendor", explicó Ignacio Vélez, uno de aquellos jóvenes, en un artículo en la revista Lucha Armada: "La convicción profunda de que estábamos elegidos, que nos tocaba cumplir la misión de Cristo: estoy dispuesto a dejar todo, padre, madre, amigos, por tu nombre".

Esta forma de entender la utopía cristiana convirtió la vida del buen revolucionario en algo relativo. La vida del otro también dejó de tener un valor absoluto; pasaba a formar parte de un cálculo político y podía ser sacrificada si así lo exigían los ideales superiores de la liberación y la revolución. Se llamara Pedro Eugenio Aramburu, José Ignacio Rucci, Arturo Mor Roig, Fernando Haymal o El Negro Luna. Sólo de esa forma, con semejante cobertura espiritual, tantos jóvenes salieron a matar y a morir.

En síntesis, la Iglesia estuvo de los dos lados del mostrador de la violencia política de los setenta. Esto no significa auspiciar la teoría de los dos demonios; sólo se trata de entender la historia, sin utilizarla para provecho político de un grupo sobre otro.

Por eso, no es mala idea que también sean desclasificados los documentos de la Iglesia anteriores a 1976. ¿Para qué entender? Para señalar que la Iglesia llegó al golpe dividida por esa disputa entre sus alas extremas.

Videla y los militares se presentaban como los guardianes del patrimonio espiritual condensado en la fórmula Dios, patria y familia. Ese discurso resultaba muy atractivo para el Episcopado: unificaba a los sectores conservadores con los moderados, les prolongaba una plataforma común en la disputa interna que ambas líneas mantenían desde hacía tiempo contra los progresistas.

Esa interna había politizado tanto a la Iglesia que, a la hora de responder a los pedidos de ayuda de las víctimas de la dictadura, pesaron más los cálculos políticos, como la conveniencia de no aparecer debilitando a un gobierno liderado por católicos en plena lucha contra la guerrilla, que la preocupación genuina por los derechos humanos de los detenidos desaparecidos.

Por eso, en este tema es muy difícil que la Iglesia emerja con más luces que sombras de los documentos ahora desclasificados, como desea monseñor Arancedo.

* El autor es Director Ejecutivo de la Revista Fortuna

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