Los sistemas electorales son, según el politólogo alemán Dieter Nohlen en su trabajo Sistemas electorales en su contexto, el resultado de una ponderación empírica de ciertas exigencias —las más importantes, como la representación (en cuanto a lo justo), la efectividad (en cuanto al funcionamiento del sistema político) y la responsabilidad (en la relación elegido-votante)—, que tendrán, necesariamente, caracteres cruciales o marginales, según sea el caso, puesto que tampoco existe, para el autor, un sistema electoral ideal.
Asimismo, Nohlen establece cinco criterios de evaluación que permiten definir las virtudes o las deficiencias de cada sistema. En relación con el criterio de evaluación que versa sobre la simplicidad o la transparencia, deja en evidencia que el electorado debe percibir con claridad la forma en que opera el sistema electoral y que también estén dadas las condiciones para que se prevean cuáles serán los efectos de su voto.
Recordando el último criterio de evaluación que plantea el prestigioso académico, la legitimidad de un sistema electoral resulta de carácter englobador, donde las reglas de juego deben plantearse con la suficiente claridad que permita continuar con este y profundizar en su institucionalización.
Así como el politólogo norteamericano Robert Dahl, fallecido en 2014, expresaba, en Thinking about Democratic Constitutions: Conclusions from Democratic Experience, acerca de la formulación de un sistema electoral en donde "toda solución tiene que ser confeccionada conforme a las características de cada país", es preciso conocer cuáles son los problemas y, más precisamente, las irregularidades, que ocurren en los comicios de cada país con el objetivo de idear los dispositivos institucionales que los erradiquen o limiten, a través de reformas electorales bien operacionalizadas.
Es decir, el fondo del asunto tiene que ver con la soberanía del ciudadano y el proceso que ocurre en el momento más sagrado del sistema de creencias que implica la democracia: el sufragio y el derecho a elegir y ser elegido. Perder esto de foco es realmente lo más preocupante del debate que hay actualmente en torno a la reforma electoral y política.
El sistema electoral implementado por la ley Sáenz Peña (debería renombrarse como ley Yrigoyen, dado que fue don Hipólito quien motorizó el debate con Roque Sáenz Peña) se pudo extender por tanto tiempo dado que su legitimidad, su confianza y la calidad en las autoridades de mesa, con su caligrafía legible y entrañable, quienes eran fundamentalmente docentes, permitían un férreo control cívico, bajo un sistema bipartidista que simplificaba el mutuo control.
Pero la realidad cambió, mutó y hace rato que el sistema de partidos colapsó, se fragmentó y generó sistemas distorsivos como las listas espejo, colectoras, o la nefasta ley de lemas. Todas estas mañas han provocado una verdadera confusión en los electores, que requieren asistencia y mayor compromiso para comprender qué se vota y cómo se vota. Se pone en peligro uno de los pilares en el que debe sostenerse el sistema electoral: la simplicidad o la transparencia.
Volviendo a la confianza, el doctor Alberto Dalla Vía, presidente de la Cámara Nacional Electoral, decía (ratificando a Nohlen y Dahl), en este último coloquio de IDEA, que cada sistema electoral encuentra eco en cada cultura o comunidad, dado su propio sistema de creencias, como resulta ser la democracia o las elecciones en sí. Puso como ejemplo que, en Estados Unidos, los electores pueden ir hasta sin documento, siempre que los reconozcan sus vecinos. Es decir, confianza es lo que menos abunda en nuestras pampas como para pensar en algo así.
Es por ello que un sistema electoral donde el modo de votación vire hacia una tecnología electrónica requiere que sea auditable integralmente, en todas sus fases, por todos los ciudadanos, no por una élite o, peor aún, si deja sin control en tiempo real a esa ciudadanía y la obliga a confiar en un chip, un QR o cualquier otro sistema electrónico que transmita datos de forma privada, cuando lo que constitucionalmente debemos tutelar es la soberanía popular y el derecho a sufragio, y poder hacerlo cada uno de nosotros.
Una buena parte de quienes apoyan hoy al voto electrónico confían en este Gobierno y se declaran votantes de Cambiemos; expresan que ya no están los malos de la película (¿blue meanies?), sin entender que un sistema electoral no debe ser un tema partidario o de un gobierno, ya que es irresponsable ajustar este proceso a un acto de fe. Ya decía James Madison, en el número 51 de El Federalista, allá por 1788: "Si los hombres fueran ángeles, el Estado no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al Estado, externo o interno, sería necesario".
Quizás un hecho asimilable al sepulcro de la carrera política de un ambicioso gobernador haya tocado el máximo de cinismo posible para intentar fundamentar la falacia de que el voto electrónico es simple. Sí, Juan Manuel Urtubey expuso, hace apenas días, a un chico con síndrome de Down como demostración de que su negocio con Magic Software Argentina es fantástico. Abundan los calificativos, que nos ahorraremos, puesto que estas cosas suelen pagarse muy caro y, por el bien de la república, que así sea.
También hemos escuchado por parte del gobernador de Salta, el primer implementador de la boleta electrónica en el país, decir que no hacen falta fiscales, cuando es absolutamente falso. No existe ningún sistema que sea el mejor ni tampoco se puede prescindir jamás del control cívico, de la fiscalización ciudadana o partidaria. Para cualquier elección, en Argentina, cada partido político nacional debe contar con al menos 17 mil fiscales generales y casi cien mil fiscales de mesa, sin contar fiscales electrónicos para el escrutinio provisorio o apoderados fiscales para el escrutinio definitivo en cada junta electoral de cada distrito.
El voto electrónico complica la fiscalización al hacerla menos eficaz para evitar trampas electrónicas, pero no cubre el resto del universo de irregularidades (picardías les dicen los cínicos) que ocurren y seguirán ocurriendo en el país de la viveza criolla. Es fundamental entender que el mejor sistema electoral es el que mejor se adapte a la realidad de cada sociedad.
De sólo imaginar que un sistema electrónico puede ser vulnerado sin incluso saberse, no puede ignorarse. Lo vimos cuando, en el debate con los especialistas en la comisión parlamentaria, Alfredo Ortega hackeó la base de datos de los empleados del Congreso con apenas el enlace de la invitación digital a la disertación. Allí, delante de todos, llevó el pendrive con la prueba y la recomendación para reparar el agujero o la falla de seguridad, cosa que se hizo de inmediato (tarde, por supuesto).
Cualquiera que está leyendo hace meses sobre este debate habrá visto cómo puede vulnerarse el secreto del voto, generar una versión tech del voto cadena o clientelar, como demostró Javier Smaldone, entender las fases que tienen mayor oscuridad e incapacidad de garantizar la integridad del voto. Todo esto se ha probado y hasta se han puesto a disposición de los decisores políticos los argumentos del Superior Tribunal de Justicia alemán cuando determinó, en 2010, que el voto electrónico es inconstitucional para su país por la fundamental razón de que no garantiza el simple control ciudadano en todas sus fases.
Ningún ciudadano de este país debe delegar el control electoral porque en cada elección se manifiesta el único momento verdaderamente soberano. Es momento de que definimos y ratificamos nuestra creencia en la democracia. Confiar en los políticos o en un sistema privado no es una opción saludable ni remotamente recomendable.
Para explicar más claramente la verdadera amenaza del voto electrónico, simplemente alcanza con pensar las infinitas veces que el software y los sistemas se actualizan ante fallas de seguridad que descubren los informáticos y que se van rectificando con cada versión. El asunto es que cuando ocurren esas fallas o agujeros, se pueden filtran datos, cuentas bancarias, imágenes o videos, se realizan fraudes o cualquier otra maniobra intencional, según sea el tipo de sistema que se vulnera. Imaginar que eso puede pasar con una elección implica derrumbar el sistema de creencias en que se basa nuestra democracia. Nada más ni nada menos.
Sin embargo, se sigue avanzando con este capricho electrónico, se contrapone con el sistema de boletas partidarias, que ya se ha harto demostrado que ha quedado obsoleto y se ignora la verdadera opción superadora para nuestra realidad sociopolítica: la boleta única de papel, que mayoritariamente se usa en el mundo, pero que también requiere fiscalización, como cualquier otro sistema de votación.
Lo más preocupante de este paupérrimo debate y proceso de reforma electoral es que se omite la necesidad de entender que hay otros problemas asociados al sistema electoral, como la enorme dispersión y la fragmentación partidaria, que la madre de todas las batallas está en la reforma urgente de la financiación de las campañas y la política. Y peor aún, que todavía las elecciones están, en la mayor parte del proceso, organizadas por el Poder Ejecutivo Nacional.
@PabloOliveraDaS
El autor es licenciado en Ciencia Política y de Gobierno. Presidente y fundador de la ONG Construyendo Ciudadanía. Coordinador nacional de Capacitación de la red Ser Fiscal. Analista e investigador de sistema electoral argentino.