Los brasileños Lula da Silva y Dilma Rousseff pueden acabar en la cárcel por corrupción. Especialmente Lula. También el español Mariano Rajoy y la argentina Cristina Fernández de Kirchner, si les prueban las acusaciones que penden sobre sus cabezas.
¿Para qué seguir? En este momento, hay más de treinta jefes o ex jefes de Estado europeos y latinoamericanos presos, expatriados o sospechosos de peculado, malversación, lavado de activos y otras formas más brutales de apoderarse de los recursos de la sociedad para beneficio personal o para fomentar la clientela política. Ni siquiera cuento a los africanos y a muchos asiáticos, porque la lista sería interminable.
El esquema usual consiste en un triángulo delictivo. Hay unos políticos o funcionarios que tienen la autoridad de otorgar jugosos contratos del Estado y hay unos empresarios capaces de ejecutar esos proyectos, pero no de ganarlos en licitaciones abiertas, limpias y realmente competitivas, sino por medio de trucos y componendas. Entre ellos suele actuar un bagman que negocia con los empresarios a nombre de los políticos, recibe el dinero de la coima, lo reparte y se queda con una tajada.
Los bienes y los servicios así facturados suelen tener un sobreprecio que oscila entre un 3% y un 30% que acaban pagando las sociedades mediante sus impuestos. No hay almuerzo ni robo gratis. La tendencia es que con cada gobierno sea mayor el porcentaje de la corrupción y sean más las personas involucradas en el saqueo. La corrupción, como las infecciones, se agrava y propaga progresivamente por el cuerpo social.
Ese encarecimiento, no obstante, no es lo más costoso. Lo peor es la creciente pudrición del Estado de derecho. Si los políticos lo hacen, ¿por qué no los policías, los militares y cualquier funcionario en el ámbito de su desempeño profesional? Todo acaba por tener su precio: desde la simple obtención de un certificado hasta el permiso para construir una fábrica que beneficiará al conjunto de la sociedad.
Nada de esto es nuevo. El nobel de Economía Douglass North les llama "sociedades de acceso limitado". Así ha sido siempre y así sucede en las tres cuartas partes del planeta. Lo realmente extraño y novedoso es la pulcritud en los manejos del dinero público. Durante milenios, desde el comienzo de los Estados, ha existido el contubernio entre los productores de recursos y la clase dirigente que administra la cosa pública. Unos y otros se necesitan y retroalimentan.
En las sociedades de acceso limitado ni siquiera existía la conciencia del delito. Formar parte de la aristocracia significaba no pagar impuestos y se premiaban las acciones en beneficio de la Corona con privilegios especiales. A Hernán Cortés, antes de privarlo de casi todo, le retribuyeron sus servicios de conquistar México con un título nobiliario y ciertos impuestos de veinte mil indios. Lo natural era la asignación de tratos preferentes.
Eso comenzó a cambiar en 1776, cuando los norteamericanos se separaron de Inglaterra, rompieron con el monarca Jorge III, declararon que todos los hombres eran iguales ante la ley, abolieron los privilegios y proclamaron la república. Sin darse cuenta, al cancelar los abolengos, habían creado la primera "sociedad de acceso abierto" fundada en el mercado y la meritocracia.
Es verdad que las mujeres y los negros quedaban fuera de la ecuación, algo que a trancas y barrancas se corregiría posteriormente, pero se modificó sustancialmente la relación entre la sociedad y el Estado. Las personas se habían transformado en ciudadanos dueños de la soberanía, legitimados porque eran los taxpayers, mientras los políticos y los funcionarios se convirtieron en humildes servidores públicos que recibían sus salarios del pueblo. El dinero era el gran factor de legitimación y había que manejarlo escrupulosamente.
A partir de ese ejemplo, otras sociedades fueron copiando la estructura política estadounidense, pero no todas entendieron que el éxito no radicaba en inspirarse mecánicamente en la Constitución de 1787 forjada en Filadelfia, sino en suscribir los principios éticos que animaron la primera república moderna.
Hoy existen unas 25 o 30 naciones —las sospechosas habituales de siempre, encabezadas por las escandinavas— que han internalizado los principios morales de las sociedades de acceso abierto y ajustan su comportamiento a las normas legales establecidas en los códigos. Es un proceso lento que, con el tiempo, abarcará a todo el planeta.
La clave está en el Poder Judicial. El juez federal brasileño Sérgio Moro tiene contra las cuerdas a los políticos y los empresarios de su país, más o menos como el juez italiano Antonio di Pietro en la década de los noventa del siglo XX desató la operación Manos Limpias y 1.233 políticos, empresarios y funcionarios corruptos acabaron tras las rejas, con lo que se desplomó de paso toda la estructura política posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Poco a poco, en el resto del mundo sucederá lo mismo.