La humanidad que somos parece agrietada. Atravesada por conflictos de toda índole y que se dan en todas las regiones de la Tierra; la humanidad actual se va acostumbrando a vivir sometida a una violencia aparentemente irreversible. La paz parecería ser tan sólo un sueño utópico.
Las grietas sociales, por lo tanto, no son sólo una cuestión de perspectivas diferentes, sino emergentes de una aparente "enemistad antropológica" que hace que se busque más o menos conscientemente la desaparición de todo otro que represente cualquier tipo de amenaza en la propia subjetividad.
En ese plexo de desencuentros irrumpe la fe cristiana, una cosmovisión iniciada por la predicación de Jesús de Nazaret —para nosotros, los cristianos, Dios hecho hombre—, que asumió la misión de salvarnos de la forma más profunda de aniquilación. La fe cristiana proclama que es posible la paz, que es fruto de la unidad fraterna en el amor, la verdad y la justicia.
La Iglesia Católica también está —y ha estado a lo largo de toda su historia— atravesada por esa humana tendencia al desencuentro y a la división. Y no es ningún secreto que la aparición del papa Francisco ha puesto más en evidencia muchas diferencias existentes desde hace tiempo en la comunidad eclesial.
Pero ya desde los tiempos iniciales la comunidad de los cristianos encontró en el diálogo un método capaz de enfrentar y superar los conflictos que iban surgiendo. Así es que, a lo largo de la bimilenaria historia de la Iglesia, ha habido innumerables asambleas de obispos provenientes de diversas regiones que, a través del ejercicio del debate, el diálogo y la búsqueda del consenso, encontraron en la comunión (común-unión) la instancia superadora a esas diferencias y esos conflictos, a las diversas grietas. En la perspectiva creyente, la comunión no es un mero acuerdo entre partes, sino el ámbito donde mejor se descubre la voluntad de Dios, que es quien creemos, en última instancia, que guía los caminos de la Iglesia y de la historia. La comunión es un reconocimiento de la identidad más profunda, que une a las partes en un nivel superior al plano donde se dan los conflictos y las diferencias.
En los últimos años, en la Iglesia Católica hemos sido testigos de dos sínodos (del griego 'caminar juntos') convocados por el papa Jorge Bergoglio para hacer frente a uno de los principales debates que conmueve desde hace años a la Iglesia: la relación entre el mensaje cristiano y la situación cultural actual respecto del matrimonio y la familia. Dicha experiencia sinodal buscó ser el inicio de un proceso de reflexión, diálogo y oración en el seno de la Iglesia, pero el debate en cuestión, lejos de haber terminado en ambos sínodos y su respectivo documento papal conclusivo, más bien parece recién estar iniciando un itinerario de reflexión y maduración eclesial.
Argentina también vive tiempos en los que la así llamada "grieta" parece atravesarlo todo y quizás pone en riesgo vínculos sociales, pero incluso también familiares y afectivos. Grieta que amenaza el espíritu de pacífica convivencia que caracterizó el acervo cultural del pueblo argentino. Un pueblo donde ricos y pobres, y personas de distintas religiones, procedencias e ideologías, históricamente hemos convivido serenamente en ámbitos educativos, religiosos y hasta recreativos. Sin embargo, la grieta actual parece poner en riesgo todo.
En este contexto, y con motivo de dos fechas significativas: el bicentenario de la independencia nacional y la próxima celebración del cuarto centenario de la diócesis de Buenos Aires (fundada en 1620), el arzobispo de esta ciudad ha decidido convocar a un sínodo arquidiocesano en Buenos Aires. Un sínodo es un camino de diálogo y participación al que son invitados a participar todos los sectores de la Iglesia, donde se pretende dar respuestas a los desafíos que le toca vivir, sin esperar que todo sea resuelto sólo por la autoridad. Un ejercicio de madurez comunitaria.
En la presentación del Sínodo Arquidiocesano, que se pone en marcha ahora pero durará aproximadamente cuatro años, el arzobispo Mario Poli, citando al Papa, dice: "La sinodalidad en la Iglesia puede convertirse en un signo de esperanza para un mundo necesitado de diálogo y participación en las grandes decisiones que afectan a toda la humanidad".
El sínodo en Buenos Aires puede, entonces, ser un signo de esperanza: un ejercicio de diálogo maduro y respetuoso que testimonie a la sociedad en general un modo de asumir, enfrentar y superar las tensiones y las diferencias aprendiendo a vivir en una diversidad reconciliada.
Para los creyentes, este Sínodo representa una invitación a hacernos cargo de nuestra fe, pero también de la realidad que nos toca vivir y la cultura en la que la Iglesia debe realizar la acción evangelizadora.
Creemos que Dios vive y se manifiesta en su pueblo, por eso creemos que una asamblea abierta y participativa, de diálogo sereno y sincero, es una realidad teologal que nos permitirá una renovación en orden a comunicar mejor el mensaje de Cristo en nuestra ciudad y en este tiempo concreto.
El próximo Sínodo Arquidiocesano de Buenos Aires será, sin dudas, para la Iglesia porteña, una oportunidad para madurar en el diálogo, la fraternidad y la transmisión de la fe, pero también puede ser una ocasión para ofrecer a la sociedad en general un espacio de hermandad y reconciliación, en estos tiempos del bicentenario, tan propicios para el reencuentro fraterno de los argentinos.
Mientras tanto rezamos por eso.