Hoy, 2 de octubre, los colombianos acudiremos a las urnas a un plebiscito en el que se nos pregunta si apoyamos o no el acuerdo firmado entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Estaremos entre el embrujo de la paz y el chantaje con la continuidad de la guerra.
Lo más impresentable de tal evento es que, de un potencial de 34,5 millones de electores, basta con que 4,5 voten a favor del "sí" y que haya más votos que por el "no" para que se considere aprobado. Hablamos de tan sólo un 13%, toda una caricaturización de la democracia.
Sectores importantes de la comunidad internacional, incluida la ONU, han avalado el acuerdo, igual que varios gobiernos, entre ellos todos los del socialismo bolivariano. La palabra 'paz' ha ejercido un poderoso poder de atracción primaria, y como el presidente Santos le otorgó a la acción terrorista de las FARC el calificativo de guerra desastrosa, absurda y sin sentido de 52 años y afirmó: "Estamos cansados de la guerra", con mayor razón, por fuera del país se escuchan aplausos y anotaciones tan exóticas como la de Felipe González, que comparó la "paz" colombiana con el derrumbe del muro de Berlín.
¿Cuáles son, en suma, las razones que nos llevan a optar por el "no" en el plebiscito? Razones de orden militar, político, institucional y de justicia. Hay más, pero creo que el espacio no da para extendernos demasiado.
En lo relativo al primer aspecto, resalto el despropósito del Gobierno Santos de darles a las FARC un estatus de igualdad con el Estado; una guerrilla calificada de terrorista, que además estaba prácticamente derrotada en el plano militar, desprestigiada políticamente, con índices repetidos de favorabilidad de un 3% y en franca estampida en razón de la paranoia sembrada en sus filas por los delatores.
En este punto, Santos aceptó convertir el acuerdo en un tratado interpartes de humanización de la guerra (no de su fin), que implica su incorporación en calidad de artículo inmodificable a la Constitución política. Eso quiere decir que los negociadores de las partes fungieron como constituyentes. De esa inexplicable concesión se desprenden todos los puntos incorporados en un farragoso texto de 297 páginas que tan sólo un 7% de los probables votantes dice haber leído.
En el orden institucional, el acuerdo contempla la creación de 25 organismos, comités y sistemas que vigilarán el desarrollo de lo acordado, replicando instancias ya existentes, con lo que tendríamos un paraestado. También se aprobó la adopción de 14 grandes planes de tipo económico-social cuando se había dicho que los problemas centrales del país no serían negociados en La Habana.
En el ámbito político, se les otorgará a las FARC cinco curules en el Senado y cinco en la Cámara de Representantes por 8 años, que, si no pueden ser alcanzadas vía sufragio, les serán reconocidas. Además, se altera el equilibrio electoral del país al crear 16 circunscripciones electorales en zonas de influencia de la guerrilla para elegir un congresista por cada una y donde ningún partido ajeno al lugar podrá presentar candidatos. Aún falta definir cuántos de sus miembros tendrán curules en corporaciones departamentales y municipales. A todas estas, y demasiado grave, no se estipulan impedimentos de elegibilidad para responsables de crímenes atroces y de lesa humanidad.
Capítulo especial merece lo que se daría en caso de ganar el "sí". El Gobierno llevaría al Congreso para aprobación exprés el Acto Legislativo de la Paz, que legitimará con leyes todos los compromisos. El Presidente recibirá poderes especiales, a la manera de las leyes habilitantes de Hugo Chávez, por seis meses, prorrogables otros seis. Sus iniciativas sólo podrán recibir del Congreso un "sí" o un "no", pues dicho acto conlleva la castración de su poder y la función legislativa. Con razón, dicen expertos constitucionalistas que estamos ante un golpe de Estado adornado y justificado con la palabra 'paz'.
Habrá financiamiento especial para la actividad político-partidista de las FARC, en detrimento del trato dado a los partidos que han respetado la institucionalidad. También se les otorgarán 33 emisores a su control y espacios amplios de televisión para divulgación de su programa.
En el terreno de la Justicia es en el que se aprecian las concesiones más graves. En primer lugar, se crea una jurisdicción especial de paz (JEP) con 72 magistrados, 14 de ellos extranjeros, y que formará un Tribunal de Paz de 24 miembros, 4 de ellos extranjeros, para enjuiciar a los miembros de las FARC y a todos aquellos que directa o indirectamente tomaron parte en el conflicto. Ese organismo es completamente ajeno a nuestras tradiciones y a nuestro ordenamiento jurídico, fue creado por elementos ajenos al Congreso, que es el único órgano con derecho a hacerlo. La JEP estaría por encima de todo el sistema judicial colombiano de sus altos tribunales y altas cortes. Tiene la facultad de saltarse el principio de la cosa juzgada, actuará sin ningún control, sus fallos serán inapelables. Sin fecha de término para concluir sus labores, mantendrá en ascuas a empresarios, militares y opositores de las FARC para obligarlos a declararse culpables para merecer los beneficios de la Justicia transicional o alegar su inocencia, con lo que corren el riesgo de ser condenados a 20 años de prisión.
Ese tribunal tiene en sus manos el instrumento de la impunidad, pues a los guerrilleros que confiesen delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra no se los condenará a prisión, tal como ordena la Corte Penal Internacional, sino que les será restringida la movilidad en un área geográfica. Podrán ser nombrados congresistas y realizar algunos trabajos comunitarios.
De paso, las FARC se niegan a reparar integralmente a sus víctimas alegando no tener recursos, de forma que será el Estado el obligado a hacerlo.
Con razón, el grupo terrorista español ETA reclamó a su Gobierno y al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que, así como habían apoyado el acuerdo colombiano, les dieran a ellos un trato similar. No lo tendrán, porque ni ellos ni los Gobiernos de Estados Unidos, Francia e Inglaterra aceptarían ir tan lejos para desmovilizar a los terroristas de ISIS y Al Qaeda. Como quien dice, la impunidad es buena en las repúblicas "banana" como nos catalogan, pero no para ellos.
Y razón no le falta al doctor José Miguel Vivanco, presidente de Human Rights Watch's, quien sostiene que ese acuerdo es violatorio de los parámetros de la justicia humanitaria internacional. De manera que la lección que se le está dando al mundo es que el derecho internacional humanitario y los derechos humanos pueden ser pisoteados en nombre de la paz.