Las deudas del garantismo

Por Mario Juliano

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El garantismo es una categoría que no resulta sencilla de definir. Para algunos (dentro de los que me incluyo), consistiría en la puesta en vigencia de las viejas "Declaraciones, derechos y garantías" de la Constitución de 1853, leídas en clave del derecho internacional de los derechos humanos. Para otros, con un sentido peyorativo, sería una suerte de exacerbación del pensamiento para la búsqueda de soluciones extremadamente favorables a las personas que cometieron delitos.

En un esquema muy simplificado, podemos decir que esta corriente de pensamiento comienza a tomar cuerpo en la Argentina a fines de la década de los ochenta y comienzos de los noventa; cobra una inusitada fuerza con la aparición en nuestro país de la obra Derecho y razón, del ius filósofo italiano Luigi Ferrajoli, también conocido como el padre del garantismo.

Algunos postulados que hasta poco antes eran vistos como exóticos comienzan a materializarse y con el correr del tiempo se producen dos aportes relevantes: a) la revitalización y la reinterpretación de los derechos y las garantías ciudadanas (recordemos el invalorable aporte de la constitucionalización de los tratados de derechos humanos con la reforma de 1994), y b) el proceso reformista de los Códigos de Procedimientos Penales de las provincias (que comenzó en Buenos Aires y el Chaco, en 1998 y luego se extendería al resto de las provincias), lo que consagró otra serie de principios protectores de los derechos.

En estos términos, el aporte del garantismo ha sido relevante, ya que contribuyó a un ejercicio más civilizado del poder punitivo; puso a resguardo a todos los ciudadanos (nadie está exento de tener que sentarse en el banquillo de los acusados) de las arbitrariedades, los abusos y la posibilidad de error judicial.

Sin embargo, desde mi perspectiva, se encuentra pendiente una deuda muy importante del garantismo y su fuerza ideológica transformadora con la sociedad, y es la promoción de un vínculo más profundo y creativo con las víctimas y los damnificados por el delito.

En este resumen simplificado de las ideas, debemos admitir que el garantismo ha puesto el acento en forma muy particularizada en los derechos y las garantías de las personas acusadas por la comisión de delitos, lo que, lejos de ser criticable, resultó y resultará indispensable. Pero, sin embargo, no ha hecho lo propio con la otra parte del conflicto penal: las víctimas y los damnificados por la comisión de los delitos. Es más, me atrevería a afirmar que ha existido cierta reticencia a atender su situación con base en la estereotipada visión de que todas las víctimas lo único que pretenden es la venganza, que la única solución que las satisface es que los delincuentes se pudran en la cárcel y que resulta virtualmente imposible establecer un diálogo con ellas. Ciertamente, hay personas que responden a ese estereotipo, según suelen reflejar los medios periodísticos. Pero suponer que todos son iguales es una simplificación inadmisible, máxime en una sociedad democrática y pluralista como la argentina.

El garantismo ha sido poco propenso a la participación amplia de la víctima en el proceso. El fundamento tradicional era que el Estado, por intermedio de los fiscales, representaría sus intereses (la expropiación del conflicto). Más contemporáneamente, se ha sostenido que la presencia de la víctima en el proceso contribuiría a potenciar el punitivismo del sistema, lo que atentaría contra las respuestas justas y proporcionadas.

Soy de la idea de que ha llegado la hora de que el garantismo venza sus prejuicios y se sume a la consagración de una amplia participación de víctimas y damnificados en todas las etapas del proceso penal.

Sería injusto omitir que en los últimos años han avanzado experiencias (básicamente, la mediación) que han tenido recepción legal y que vienen funcionando en forma satisfactoria y progresiva en diversas provincias. Estos mecanismos han sido una forma excelente de dar respuestas diferentes a víctimas y afectados, pero no han resultado suficientes.

Es preciso tender un puente de plata con esta parte fundamental del proceso penal, injusta y prejuiciosamente olvidada, y generar una cultura de la gestión de los conflictos que, como es obvio, no puede ser estandarizada y deberá responder a las particularidades de cada caso. Esta es la única posibilidad de pensar en mayores niveles de pacificación social y en respuestas proporcionadas y con suficiente consenso social.

El desconocimiento del papel de la víctima en el proceso, la falta de contención, los oídos sordos a sus reclamos (muchas veces justificados y razonables) desemboca en la adopción de caminos y soluciones contrarios a la comprensión y el Estado de derecho.

 

@MarioJuliano

 

El autor es director ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez del Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea.

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