La historia universal señala que los conflictos insurreccionales, aquellos que se libran entre la población, cualquiera sea la motivación, la ideología e incluso el poder de combate de los contendientes, los gana indefectiblemente el que representa y tiene el apoyo de la ciudadanía: Vietnam, Argelia, Cuba lo demuestran y Argentina no fue una excepción.
Existía en Argentina, como en otros lugares del mundo, un plan sistemático, de los movimientos terroristas como el ERP y Montoneros (se sumó cuando Juan Domingo Perón lo defenestró políticamente), para tomar el poder por medio de la violencia y el terror. Dicho plan buscaba implantar el modelo marxista incentivado, promovido, apoyado y sostenido por el bloque comunista, particularmente la Cuba de Fidel Castro.
La sociedad argentina que había recuperado la democracia en 1973, sintetizada en Perón y Balbín, estaba abocada a superar los fracasos, lograr la unidad nacional, reconstituir el Estado nacional y avanzar sobre los desajustes que existían en la comunidad argentina, pero fue traicionada por Cámpora, que dio lugar en su gobierno a los terroristas violentos.
El Estado combatió la violencia y el terrorismo de los movimientos insurreccionales, no sus ideas, sus pensamientos o sus ideales políticos; estos fueron irrelevantes para la sociedad, que nunca les dio sus votos.
Como el Estado y la sociedad, particularmente después de la muerte de Perón, estaban en descomposición, sin políticas de Estado y previsiones, desde el Gobierno de Isabel se improvisó una estrategia aberrante para aniquilar la violencia terrorista. Con el gobierno militar se neutralizaron las organizaciones paramilitares como la triple A y se continuó y profundizó la estrategia vigente con operaciones sustentadas sólo en la necesidad de terminar rápidamente con el flagelo de la delincuencia terrorista, sin medir las consecuencias de la ilegalidad y la barbarie de esas acciones.
Definir como más o menos grave, por un lado, armar ejércitos (Ejército Revolucionario del Pueblo, Ejército Montonero), aliarse con países y organizaciones extranjeras (Cuba, OLP), alzarse en armas contra la sociedad (niños, intelectuales, policías, militares, gremialistas, empresarios, etcétera) en pleno ejercicio de la democracia y, por otro lado, reprimir desde el Estado ilegalmente, parece una necedad. Todo estaba mal, todo era un infierno y juzgar la represión solamente a partir del 24 de marzo del 76, una vil mentira y cobardía.
El doctor Raúl Alfonsín emprendió la histórica misión de democratizar la nación, reconstituir el Estado, que incluía reincorporar y subordinar las Fuerzas Armadas y lograr la paz y el bienestar en la sociedad. Con coraje y patriotismo, con aciertos y errores gestó la agenda que el país necesitaba.
Avanzó en la democratización del país y la refundación del Estado, debió enfrentar fuertes resistencias en el plano político, sindical, económico y militar. En este ámbito juzgó a las Juntas Militares (con leyes promulgadas después de los hechos a juzgar) para terminar con las Fuerzas Armadas, como una alternativa a los gobiernos civiles.
Sin embargo, careció del poder político para enjuiciar y condenar a los responsables de gestar y operar el terrorismo contra la sociedad y la reacción desde el Estado entre 1973 y el 24 de marzo de 1976.
Redujo los alzamientos militares con valentía, pero con la visión de estadista para reflexionar y darse cuenta de que, primero, no eran movimientos contra su investidura, aunque la afectaban. Segundo, de la legitimidad de mucho de lo que se reclamaba: la fuerza operativa de las Fuerzas Armadas no podía ser responsable de la desarticulación del Estado, las imprevisiones, los horrores y los errores de las decisiones de los gobiernos constitucionales y de facto de la década del setenta.
Alfonsín, victorioso, habló al pueblo, en semana santa del 87, desde los balcones de la Plaza de Mayo, en el punto máximo de su poder, pero no fue escuchado por la dirigencia y advertido de la injusticia y las ansias de venganza. Buscó proteger a los militares sin responsabilidad política en la lucha antiterrorista de los años setenta.
La dirigencia nacional, en todos los ámbitos, carente de estadistas y sujeta a la permanente coyuntura de las crisis políticas, económicas y sociales, no tuvo el nivel para analizar y extraer lecciones y conclusiones superadoras de un pasado nefasto, donde nadie pudo sustraer a la nación de la fatalidad a la que la dinámica de la situación la condujo.
Los esfuerzos de los 80 y 90 por reconciliar a la sociedad se desnaturalizó con la irrupción del kirchnerismo, que, por especulación política, con el beneplácito o el silencio de gran parte de la dirigencia política, económica, sindical, religiosa, etcétera, rehabilitó el discurso y las personas de los movimientos terroristas que agredieron a la sociedad argentina, introduciendo el pensamiento y el modo confrontativo y separador de Montoneros y el ERP, dejando de lado el mensaje último de Perón y Balbín, que sólo buscaban la unión, la paz y la grandeza nacional.
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A ellos les entregaron la defensa nacional para vengarse, desarticulando y desmembrando las Fuerzas Armadas, que, abandonadas a su suerte, monolíticamente unidas continuaron soportando estoicamente no sólo la indiferencia, sino todo tipo de agresiones, desde la injusta separación de hombres de sus filas, por el mero hecho de portar un apellido, hasta la falsa solución jurídica del conflicto de los años 70, juzgando y encarcelando militares como si hubieran actuado individualmente, por su cuenta o como bandas y no en el marco del Estado nacional durante gobiernos civiles y militares responsables de las Fuerzas Armadas.
A esto se debe agregar el desmantelamiento de los recursos materiales a niveles inconfesables y vergonzosos. Mentes pequeñas, sin más visión que la del sector o la ideología que representan pueden pensar que un drama nacional con miles y miles de muertos, desaparecidos, huérfanos, etcétera, puede superarse inculpando y condenando solamente a las Fuerzas Armadas, incluyendo en ellas a los hombres que únicamente cumplieron las órdenes dadas desde el Estado antes y después del 24 de marzo.
Se deben analizar y juzgar las conductas de las personas, las organizaciones o las instituciones responsables de agredir o dirigir la nación previa a marzo de 1976, gestando la violencia de los terroristas contra y desde el Estado como el ERP, Montoneros o la triple A.
El método ilegal implementado con la creación de la triple A y el empleo de las Fuerzas Armadas, sin su preparación ni articulación del Estado para exterminar y aniquilar las fuerzas terroristas sin encuadramiento legal fue responsabilidad, en primera instancia, del gobierno constitucional, que hizo los decretos pertinentes y, en segunda y sin atenuante que lo justifique, del gobierno de facto. Se juzgaron y condenaron las consecuencias, pero no a los responsables de su gestación.
Nunca se hizo un estudio real, desinteresado y sin ideología de este desastre nacional:
–No hubo autocríticas sinceras y objetivas de lo ocurrido; rápidamente y en medio de la confusión se condenó como único responsable de todo a las Fuerzas Armadas.
-No se avanzó en el estudio y la obtención de enseñanzas sobre el accionar de la clase política que fue incapaz de preparar la nación y establecer políticas de Estado con las cuales enfrentar los desafíos que presentaba aquel escenario geopolítico.
–No fueron analizadas ni juzgadas las decisiones y las órdenes del gobierno constitucional que adoptó el terrorismo de Estado como método creando escuadrones de muerte (triple A) y empleando improvisadamente las Fuerzas Armadas.
-No fue analizado ni se juzgó el desempeño de la dirigencia por su deserción previa al golpe de Estado como lo señalara el doctor Balbín.
-No fue juzgada la convivencia de algunos dirigentes políticos con las organizaciones terroristas.
Ciertamente, el desempeño de las autoridades de las Fuerzas Armadas fue concordante y consecuente con la mediocridad y la desorientación de la dirigencia política que las había seleccionado, pero de allí a juzgar a los combatientes sin responsabilidad política es una bajeza difícilmente superada.
Esta falta de sinceridad ha ocurrido ciertamente por el doblez y la cobardía de la dirigencia política, económica, cultural, gremial, judicial y religiosa, la cual decidió salvarse a sí misma y cortar por lo más fino, escondiéndose detrás del proceso llevado contra las Fuerzas Armadas, inclusive abandonando a su suerte a jóvenes oficiales y suboficiales culpados de las decisiones que desde antes y después de marzo del 76 había adoptado o convalidado.
No están exentos los dirigentes militares que, por cerrar este capítulo de la historia, ante interrogantes y cuestionamientos de la sociedad, sin rigurosidad con los hechos históricos, dieron como respuesta el arrepentimiento de lo que habían hecho otros y endilgaron toda la responsabilidad política y militar de esta tragedia en las Fuerzas Armadas. Este hecho salvó la coyuntura, produjo reconocimientos personales, pero no logró la reconciliación de las fuerzas con la sociedad, ni la reincorporación de las Fuerzas Armadas al Estado, ni reencausó virtuosamente la defensa nacional.
Así se asignó a las Fuerzas Armadas la responsabilidad total del terrorismo de Estado, cuando queda demostrado que este fue concebido, gestado e instrumentado en el gobierno constitucional previo al golpe de Estado. Se dejaron de lado la prudente y justa postura de Alfonsín y Carlos Menem al diferenciar los niveles de responsabilidad en esta tragedia.
El tratamiento de la represión ilegal hecha por fuerzas legales no debería menguar la rigurosidad en el tratamiento de la responsabilidad de los terroristas que desde organizaciones clandestinas atacaron desde el primer día al pueblo argentino y a la gestión de Perón, en acuerdo con Balbín, por reencausar a nuestra nación.