"Las calles de San Petersburgo tenían un aspecto festivo, los peatones se paraban unos a otros y, alegres, se felicitaban y saludaban no sólo a los conocidos, sino también a los desconocidos… En las iglesias de toda la ciudad se celebraban misas de agradecimiento, en todos los teatros el público pedía que sonara el himno y pedía bises entusiasmado". Así celebró la capital rusa la noticia del asesinato, el 31 de diciembre de 1916, de Grigori Iefimovitch Novykh (1869-1916), llamado Rasputín, palabra que es sinónimo de disoluto o depravado.
Semejante júbilo habla a las claras de la extendida mala fama que había ganado el personaje que, en pocos años, se había convertido en confidente, consejero y curandero de la familia imperial, los Romanov: Nicolás II, quien sería el último zar de Rusia, su esposa Alexandra y sus cinco hijos. Poco más de una década antes, en 1904, al llegar desde los confines de Siberia a San Petersburgo, Grigori era tan sólo un mujik analfabeto, hijo de campesinos, hirsuto y mugriento, con más aspecto de pordiosero que de influyente.
Aparecía como un religioso que había peregrinado por monasterios y lugares santos y ya tenía cierta fama de sanador y milagrero. Pero en ese momento nadie podía imaginar la influencia que llegaría a tener en las más altas esferas del poder, al punto que se decía que el Zar llevaba en el dedo a modo de anillo, un mechón de los cabellos de Rasputín.
Según una versión, fue por intermedio del confesor de la familia imperial, el archimandrita Teofán, que Rasputín fue presentado a la zarina Alexandra y al emperador Nicolás II. "El padre Teofán se fijó en el visitante porque vio en él la imagen del verdadero 'esclavo de Dios', de un 'hombre santo'", fue el testimonio del metropolitano Veniamin, compañero del archimandrita. Este stárets -así se llamaba al monje con funciones de consejero y maestro en los monasterios ortodoxos-, también fascinó al testigo: "Rasputín me produjo enseguida una fuerte impresión, tanto por la inusual intensidad de su personalidad como por su aguda comprensión del alma".
El historiador Gueorgui Mitrofánov asegura que "Rasputín no era un impostor, sino un hombre que estaba realmente dotado de un modo especial de ver el mundo y de unas capacidades espirituales especiales". Fueron justamente sus dones de sanador los que le abrieron camino hacia la cima del poder en Rusia.
Aleksei: ese es el nombre clave de su ascenso. Se trataba del hijo menor del Zar, único varón nacido luego de cuatro hijas mujeres que fueron otras tantas frustraciones de Nicolás II en su desesperada búsqueda de un heredero que perpetuara el linaje. El 12 de agosto de 1904, la alegría del nacimiento de Aleksei viene empañada por la sombra de una enfermedad maldita: la hemofilia. La sangre del hemofílico no coagula bien y por lo tanto una herida, incluso menor, puede serle fatal.
Cuando a los 3 años Aleksei sufre una caída y se lastima la pierna, ésta se le hincha horriblemente. Los médicos de la Corte se muestran incapaces de reducir el hematoma. La vida del niño está en peligro. Es entonces cuando la zarina Alexandra convoca por primera vez a Rasputín, a quien ella y el zar habían conocido dos años antes.
Es medianoche cuando el misterioso personaje llega al palacio imperial. Al día siguiente, ya no hay hematoma ni fiebre. Los testigos aseguran que Rasputín no le hizo nada al niño, ni siquiera lo tocó. Es un milagro, al que el racionalismo occidental sin embargo le busca una explicación. Rasputín, probablemente más por instinto que por conocimiento científico, arrojó al fuego los remedios que se le daban a Aleksei, entre los que ya estaba la aspirina -patentada por Bayer en 1869- y contraindicada para un hemofílico, dado que evita la coagulación.
Otras explicaciones son del orden de la psicología: Rasputín conocía los secretos de la hipnosis y con ese método tranquilizaba al enfermo y, sobre todo, a la madre, creando un clima de relajación y confianza que favorecía una mejoría.
En 1912, Rasputín vuelve a salvar al niño de otra hemorragia, cuando ya se le habían suministrado los últimos sacramentos por la gravedad de su estado. Esta vez, fue a distancia: el heredero estaba en Spala, Polonia, y el monje ni siquiera se hizo presente. Envió un telegrama desde San Petersburgo que decía: "El enfermo no está tan grave como parece. Que los médicos no lo hagan sufrir demasiado".
Pronto, por voluntad de la zarina, Rasputín está instalado en un departamento en el centro de la capital del imperio, cerca del joven Alexis, para poder asistirlo cada vez que fuese necesario. El lugar se convierte poco después en centro de peregrinación de toda clase de gente en busca de conexiones, que piden la intercesión de Rasputín, el iluminado que puede hablarle al oído al poder.
Rasputín se había vuelto íntimo de la familia imperial al punto de llamar "madrecita" a la zarina y "papá" al zar. Esta influencia creciente se le subió a la cabeza. El historiador y escritor Alexéi Varlámov dice que el stárets comenzó a vanagloriarse de sus vínculos con el Palacio de Invierno y a ofrecer protección y favores a toda clase de gente, a la que recibía en su departamento, donde ya contaba con un secretario y consejero jurídico -un ex agente de la Okhrana, la policía secreta del Zar- y con una mecanógrafa. Atendía peticiones, prometía ocuparse, llamaba a los funcionarios de ser necesario, incluso a los de más alto rango. Algunos de ellos, como el ministro del Interior, Alexéi Jvostov, le debían el cargo.
Cabe imaginar el efecto que la influencia creciente de este arribista podía causar en otros círculos cercanos al poder. De hecho, el general Alexander Spiridovitch, jefe de la seguridad secreta de Nicolas II, desde 1905 y testigo de la "era Rasputín", sostiene en el libro que le dedicó que éste no era un personaje tan peligroso. Y que fueron los adversarios del zar los que utilizaron su figura y exageraron el influjo que supuestamente ejercía sobre la pareja imperial para desprestigiarla. Una serie de calumnias tan infundadas como destructivas rodearon a Nicolás II y su esposa en los últimos años de la monarquía.
Spiridovitch busca desmentir muchos de los rumores y mitos construidos en torno a Rasputín y los Romanov. Para él, Rasputín fue un mujik simple pero astuto e inteligente, que sabía usar su intuición y su carisma, que adaptaba su conducta a la psicología de su interlocutor, que fue instrumento de trepadores inescrupulosos causando así la ruina de la pareja imperial que, por este motivo, en vísperas de la Revolución, se encontraba aislada y sin respaldo, incluso entre sus propios parientes.
En los años 1910, 1911, la conducta de Rasputín se desbarrancó, dañando su imagen de hombre santo. La propensión al alcohol, al libertinaje y a las peleas le crearon una fama bien diferente a la que inicialmente tenía. Se habla de sus orgías con damas de la alta sociedad. Cuestionado, él argumentaba que eran las mujeres las que lo abordaban y que era necesario pecar para luego arrepentirse y conocer la bendición. Un falso profeta que afirmaba combatir el mal con el mal…
Pero era en torno a su relación con la zarina Alexandra que los rumores eran más numerosos e insidiosos. No faltaron las insinuaciones sobre relaciones peligrosas entre ellos. "Solo tengo el alma tranquila y descanso cuando tú, maestro, estás cerca de mí, y beso tus manos y descanso la cabeza sobre tus benditos hombros", le escribió ella a Rasputín en una carta que trascendió, fue impresa y circuló a fines de 1911 por la capital. Según el primer ministro Vladímir Kokovtsov, las cartas "daban pie a los más escandalosos chismes", aunque eran "una manifestación de una intención puramente mística", por parte de Alexandra.
Un pedido de informes en la Duma, a raíz de la difusión de la carta, le dio fama nacional a Rasputín ya que su nombre salió en todos los periódicos. El escándalo lo obligó a alejarse un tiempo pero no afectó su influencia sobre la familia imperial.
Había indignación en parte de la aristocracia ante el espectáculo de la rara pareja que conformaban Rasputín y la emperatriz, una alemana hereje y un cuasi demonio
Cuidado: aparece luego un rumor menos escabroso pero más grave, ya que hay quien ve en él a un agente alemán, dado que Rasputín traspasaba los límites del curanderismo y asesoraba al Zar -o pretendía hacerlo- también en materia de geopolítica: predicaba la paz y aconsejaba no enfrentar a Alemania, en contra de la opinión del Estado mayor del Ejército y de la Corte imperial. Esto motivará el odio de buena parte de la aristocracia no sólo contra él sino esencialmente contra la zarina que, aunque educada en la corte inglesa, es alemana. De soltera Victoria Alix Hélène Louise Béatrice de Hesse y del Rhin, Alexandra había renegado de su religión protestante para adoptar la fe ortodoxa de los Romanov. Podemos imaginar las suspicacias, la indignación incluso ante esta rara pareja que conforman Rasputín y la emperatriz, una alemana hereje y un cuasi demonio.
Convencida de los poderes de Rasputín hasta el fetichismo, Alexandra le escribe por ejemplo a su marido: "Te envío un bastón que perteneció a nuestro Amigo… Si pudieras utilizarlo de tanto en tanto, sería una buena cosa".
Desencadenada la guerra en 1914, la zarina aboga incansablemente ante Nicolás para convencerlo de que convierta a Rasputín en su consejero militar.
Entre los principales enemigos de Rasputín, se encontraba el archiduque Nicolas Nikolaievitch, comandante supremo de los ejércitos imperiales, que llegó a planificar el encierro de la zarina para alejarla de la perniciosa influencia, para colmo germanófila, de Rasputín.
Un informe de la policía secreta que vigilaba constantemente al falso monje decía, por ejemplo: "Rasputín volvió a las diez de la noche, ebrio…. Antes de subir a su departamento, envió a la esposa del portero a lo de la masajista Utina que reside en el mismo inmueble. Como ésta estaba ausente, intentó entrar a lo de la costurera Karia. No siendo admitido, empezó a importunar, en la escalera, a la mujer del portero…."
La emperatriz se negaba siquiera a escuchar cualquier cosa negativa contra su gurú. Al extremo de que cuando Rasputín violó a la nodriza de Alexis, fue aquella la expulsada del palacio imperial.
Aunque llevaba una cruz de oro colgada al cuello -regalo del zar-, que usaba para exorcizar, Rasputin ni siquiera era monje porque el Santo Sínodo se había negado a ordenarlo en 1912.
Pero, si nos atenemos a la definición que da Dostoievski de lo que es un stárets, no hay duda de que Rasputín lo fue: el stárets es alguien que subsume el alma y la voluntad de una persona en las suyas. Habiendo elegido un stárets, la persona renuncia a su libre arbitrio y se somete a una total y resignada obediencia.
Cuando Rusia empezó a conocer reveses en la Primera Guerra Mundial, no faltó quien los atribuyese a la traición. De ahí a recordar los orígenes germanos de la emperatriz no había más que un paso…
Para muchos sectores de la elite rusa, la presencia de Rasputín ya resultaba demasiado costosa para la imagen de los Romanov, para colmo en un complicado panorama externo.
Precisamente, para salvar lo que quedaba del prestigio de la dinastía imperial, fue urdido el complot para asesinar a Rasputín, del cual participaron miembros de la misma casa imperial.
En la noche del 16 al 17 de diciembre de 1916, Rasputín fue asesinado en San Petersburgo. El jefe de los conspiradores era el príncipe Félix Yusúpov, esposo de una sobrina del Zar, quien, junto con el gran duque Dmitri Pavlovitch, el diputado monárquico Vladímir Purishkévich y otros conspiradores, planearon atraer a Rasputín al palacio de Yusúpov con la excusa de que se reuniría con la esposa de éste, la gran duquesa Irina Alexándrovna.
Rasputín fue primero envenenado con cianuro, pero no parece reaccionar al veneno. Desesperado, el príncipe busca un arma y le dispara varias veces. Convencidos de haberlo matado, los conspiradores dejan el lugar un momento, pero Rasputín todavía logra escapar. Sus asesinos lo alcanzan y lo arrojan a las aguas heladas del río Neva. Su cadáver fue recuperado y sepultado en el parque de Tsarskoïe Selo. Pero en 1917, los bolcheviques lo exhuman y lo incineran, por considerarlo un símbolo del antiguo régimen.
Los Romanov, a cuya ruina contribuyó, no lo sobrevivirán mucho tiempo. Los reveses en el frente militar aceleran la caída del régimen zarista a manos de los bolcheviques, conducidos por Lenin…
Un año después del asesinato de Rasputín, la familia Romanov entera es fusilada por los revolucionarios en el sótano de una de sus residencias, en Ekaterimburgo.
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