El viaje que transformó a Sarmiento

En septiembre de 1847, el sanjuanino llega a Nueva York. Su objetivo es ver de cerca un modelo que lo deslumbrará y del que tomará lo esencial para su proyecto educativo. (Extracto de la reciente biografía de Miguel Angel De Marco)

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Una experiencia crucial

El Moctezuma entró al puerto de Nueva York el 14 de septiembre de 1847. Sarmiento, acodado en la barandilla de la cubierta principal, observaba la ciudad que se convertía en llave de un anhelado sueño. Iba a conocer, por fin, los Estados Unidos. Sus expectativas eran grandes, pero a juzgar por las páginas que dirigió a Valentín Alsina el 12 de noviembre al partir, el deslumbramiento por aquel país que crecía desmesuradamente fue total y definitorio en su futura acción como pensador y estadista.

La ciudad, contemplada desde la rada, le trajo el recuerdo de Río de Janeiro, aunque «con colores más suaves y formas menos grandiosas»; pero la vista de aquella «naturaleza plácida despierta involuntariamente en el ánimo el recuerdo de los caracteres de Washington y de Franklin, comunes, sin brillo pero grandes en su sencillez, good-natured sublimes a fuerza de buen sentido, de laboriosidad y honradez».

(…)  En Nueva York trazó el itinerario hacia «el santuario de mi peregrinación», Boston, «la reina de las escuelas de enseñanza  primaria, si bien cuando objetos de estudios nos llevan a un punto es permitido hacer un rodeo en busca de sitios pintorescos». Tal vez sus lecturas y su propia imaginación se vieron superadas por la realidad. (…)

Dice con acierto Bunkley:

Admiraba con entusiasmo romántico la belleza panorámica de lo que veía, pero describía en términos estadísticos el progreso material de los países extranjeros y soñaba con un mundo futuro en el cual los aspectos de la «civilización» tal cual él la veía se extenderían desde el Sahara hasta las selvas vírgenes del Nueva York septentrional y con el tiempo hasta su propia pampa.

(…) Desde las cataratas del Niágara fue por ferrocarril a Montreal, donde visitó sus centros de comercio de pieles, y Quebec, en que recorrió una barraca construida por el gobierno británico para recibir inmigrantes irlandeses. Regresó de Canadá, y en Troy, estado de Nueva York, abordó el tren que lo llevó a Boston donde, apenas llegado, se lanzó afanoso a recorrer las calles y contemplar los edificios escolares y los centros de la administración. Al día siguiente fue a cumplir su gran sueño:

El principal objeto de mi viaje era ver a míster Horace Mann, el secretario del Board de Educación, el gran reformador de la educación primaria, viajero como yo en busca de métodos y sistemas por Europa, y hombre que a un fondo inagotable de bondad y de filantropía, reunía en sus actos y sus escritos una rara prudencia y un profundo saber. Vivía fuera de Boston y hube de tomar el ferrocarril para dirigirme a Newton-East, pequeña aldea de su residencia. Pasamos largas horas de conferencias en dos días consecutivos.

Contome sus tribulaciones y las dificultades con que su grande obra había tenido que luchar por las preocupaciones populares sobre educación y los celos locales y de secta, y la mezquindad democrática que deslucía las mejores instituciones. La legislatura misma del Estado había estado a punto de destruirle su trabajo, destituirlo y disolver la comisión de educación, cediendo a los móviles más indignos, la envidia y la rutina. Su trabajo era inmenso y la retribución escasa, enterándola él en su ánimo con los frutos ya cosechados y el que abría a su país. Creaba allí, a su lado, un plantel de maestras de escuela que visité con su señora, y donde no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión para estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía como ramos complementarios de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro y lucrativo para los prestamistas.

Gracias a sus desvelos, agregaba Sarmiento, el estado de Massachusetts contenía en 1846, en las 309 ciudades y villas que lo formaban, 3.475 escuelas públicas, con 2.589 maestros y 5.000 maestras que impartían enseñanza a 174.084 niños. «Observe usted —le decía a Alsina— que el número de maestros de escuela es mayor en este estado que el monto total del ejército de Chile y el tercio del de todos los Estados Unidos». (….) «A más de estas pasmosas sumas, cada localidad posee fondos cuyos productos están especialmente destinados a la enseñanza».

Después de suministrar estos datos, exclamaba:

Usted ve, mi querido amigo, que estos yanquis tienen el derecho de ser impertinentes. Cien habitantes por milla, cuatrocientos pesos de capital por persona, una escuela o colegio para cada doscientos habitantes, cinco pesos de renta anual para cada niño, y además los colegios: esto para preparar el espíritu. Para la materia o la producción tiene Boston una red de caminos de hierro, otra de canales, otra de ríos, y una línea de costas; para el pensamiento tiene la cátedra del evangelio y cuarenta y cinco diarios, periódicos y revistas; y para el buen orden de todo, la educación; de todos sus funcionarios, los mitin frecuentes por objeto de utilidad y conveniencia pública y las sociedades religiosas, filantrópicas y otras que dan dirección e impulso a todo. ¿Puede concebirse cosa más bella que la obligación en que está míster Mann, secretario del Board de Educación, de viajar una parte del año, convocar a un mitin educacional a la población de cada aldea y ciudad adonde llega, subir a la tribuna y predicar un sermón sobre educación primaria, demostrar las ventajas prácticas que de su difusión resultan, estimular a los padres, vencer el egoísmo, allanar las dificultades, aconsejar a los maestros y hacer las indicaciones, proponer las mejoras en las escuelas que su ciencia, su bondad y su experiencia le sugieran? 

Esas imágenes y datos no se borrarían de la mente de Sarmiento y serían permanente incentivo para encarar con medios infinitamente más modestos verdaderas proezas en su propia patria. (…)

La capital de los Estados Unidos le deparó momentos muy especiales. Recorrió los grandes edificios públicos: el Capitolio y la Casa Blanca, fue a contemplar el monumento a George Washington en Mount Vernon, que estaba a punto de ser inaugurado, y anduvo complacido por las calles de la ciudad acompañado por el secretario de la legación chilena. También se entrevistó con importantes políticos y periodistas, a quienes dejó sorprendidos por sus reflexiones sobre el sistema constitucional de los Estados Unidos y su influencia en el desarrollo del país. (…)

La valoración de sus juicios sobre los Estados Unidos, como acerca de otros muchos aspectos de su existencia y obra, ha originado opiniones y enfoques contrapuestos. Es que el mismo texto los presenta.

Deslumbrado por una realidad inabarcable en el corto lapso que duró su visita, acuciado por el afán de absorber y narrar cuanto vio y vivió, sus conclusiones no podían ser fruto de un estudio acucioso y profundo sino lo que fueron: impresiones al correr de la pluma. Observó un enorme desarrollo material, instituciones políticas en funcionamiento, grandes recursos para la educación, bibliotecas y centros de estudio sobre diversas disciplinas, pero le faltaba, y era lógico, entrar en el meollo de las falencias y distorsiones que presenta toda sociedad. No cabe duda de que hizo su elección: entre la vieja Europa y la pujante nación americana, quería para Chile, pero sobre todo para la soñada Argentina del futuro de la que anhelaba ser artífice, un modelo similar al de la Unión:

Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo —se dirigía a Valentín Alsina—, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran con su luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los esplendores fabulosos de decoraciones que remedan bosques seculares, praderas floridas, montañas sañudas, o habitaciones humanas en cuyo pacífico recinto reinan la virtud y la inocencia […]. Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la expectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre; y con tales muestras de permanencia y de fuerza orgánica se presenta, que el ridículo se deslizaría sobre su superficie como la impotente bala sobre las duras escamas del caimán. No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política, extraño como aquellos megaterios cuyos huesos se presentan aún sobre la superficie de la tierra. De manera que para aprender a contemplarlo, es preciso educar el juicio propio, disimulando sus aparentes faltas orgánicas, a fin de apreciarlo en su propia índole, no sin riesgo de, vencida la primera extrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, y proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas.

(………………..)

Educación popular

A fines de 1849, Sarmiento dio a conocer un volumen que denominó Educación popular47. Contenía sus observaciones, documentos y datos sobre la instrucción primaria en los países que había recorrido.

En la obra campeaba su admiración profunda hacia los esposos Horace y Mary Mann. Y también su gratitud al apoyo de Montt:

Al abandonar al público el contenido de los manuscritos que de tiempo atrás conoce usted, permítame que recuerde que el pensamiento, el estímulo, y el objeto de mi viaje a Europa nacieron de Usted. Mía ha sido la ejecución, y harto satisfecho quedaría, si los estudios que emprendí y presento en cierto orden sobre Instrucción Primaria, bastasen a aclarar las dudas que en 1845 lo hacían vacilar para echar las bases de la legislación de punto tan interesante.

Asociando mi humilde nombre al suyo, no hago más que continuar en la escala que me corresponde, la obra que nos propusimos en 1841, y que no hemos dejado de avanzar hasta este momento. Comunes nos fueron los ensayos, comunes los deseos de acertar. De usted venía el pensamiento político; mía era la realización práctica.

Este libro, si es lo que usted me pedía, es pues la obra de ambos.

El libro sostenía la conveniencia de que las escuelas públicas contasen con un presupuesto independiente que debía obtenerse de un impuesto fijado para ese fin concreto. Subrayaba la sustantiva ventaja de los jardines de infantes, que había observado en Europa y Estados Unidos, y que esperaba ver establecidos en Sudamérica, y en el apartado de las escuelas públicas trataba cuestiones tan diversas como el número de alumnos ideal para cada clase, las dimensiones de las aulas y los edificios, y la competencia de los maestros.

Sarmiento consideraba indispensable jerarquizar la enseñanza, que requería «una preparación como ninguna otra» y exaltaba el papel de la mujer en la docencia. Consecuente con sus ideas, las mantendría a través de su existencia, sobre todo después de su regreso a la Argentina.

[Extractado de Sarmiento. Maestro de América, constructor de la Nación. Emecé, 2016]

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