Hay una aparente sencillez en la trama de la nueva novela de la escritora chilena Marcela Serrano (Nosotras que nos queremos tanto, Hasta siempre, mujercitas), que no es tal. La novena es casi una pelea entre púgiles, un "tour de force" de dos personajes que inicialmente se plantan en los extremos: Miguel, un estudiante universitario de izquierdas; Amelia, una viuda terrateniente. A través de aproximaciones y rechazos, de simpatías y traiciones, la novela sigue el devenir de ambos, desde los tiempos de la dictadura pinochetista hasta la actualidad.
El origen de la ficción tiene, esta vez, un claro componente autobiográfico: "Mi madre vivía en el campo", cuenta Serrano. "Era dueña de una tierra que había sido de mi abuela. Al final de la dictadura, Pinochet inventó un sistema que fue la figura de la 'relegación': tomar a una persona, extraerla de su normalidad y tirarla —no tengo otro verbo— en algún lugar despoblado, con condiciones difíciles. Y situarlo ahí durante un tiempo para que se las arregle solo, para que viva por su cuenta. Todos los días tenía que ir a firmar a la policía, con unos perímetros de movimiento y unas reglas muy precisas. Y ve tú cómo comes, cómo duermes, cómo vives. A mi madre le pasó que estando ella en el campo llegó un pobre relegado y él la miró obviamente como su enemiga primaria, pero ella, en cambio, lo acogió. De ahí se me ocurrió la novela."
No soporto que me digan: “Tu literatura es femenina”. ¿Qué quiere decir eso?
Con una estructura clásica y un estilo decimonónico ("hay algo en el tiempo rural que tiene una relación con otro siglo", dirá Serrano), el conflicto se sostiene en los diálogos de Amelia y Miguel y en la tragedia que el rol le impone a cada uno.
—Un punto de encuentro entre Amelia y Miguel son los libros. ¿Cómo elaboró esa relación?
—Es algo que me surge naturalmente; debe ser propio de la gente que lee y escribe. Partamos: nadie puede soñar con escribir si no lee. Punto dos: yo creo que la vida es otra cuando tienes la dimensión de la lectura. Entiendo mejor al ser humano a partir de la ficción. No estoy hablando como escritora, estoy hablando como lectora. Y, entonces, entiendo que la relación de los dos protagonistas se va uniendo a través de la lectura.
—En la primera parte del libro, Amelia habla de Lou Andreas-Salomé y dice que "un doctor de la solemnidad" diría primero que fue la mujer de Nietzsche y luego que fue psicóloga y escritora, en cambio una mujer lo diría al revés. Esa frase, si bien no es clave de la novela, tal vez es clave de su obra.
—Sí, yo creo que el concepto de discriminación me ha cruzado enteramente. La idea de que una mujer nace y se da cuenta que este diseño no se ha hecho para ella, que está en un lugar secundario. Yo me di cuenta muy tempranamente. Pero no es que yo tenga una agenda feminista. Soy feminista, que es distinto. Eso me hace mirarlo todo desde un cierto prisma; tú tendrías que ser oprimido para entenderlo. A los hombres les cuesta bastante, porque miran desde el poder. Los hombres tienen algo maravilloso, se los puede mirar enteros de una vez. En la novela pongo la figura del pavo real: abren las plumas y se los puede ver en su integridad. A las mujeres hay que mirarlas pluma por pluma, porque cada una de esas plumas es un rol distinto. Yo feliz hablo del feminismo, pero no soporto que me digan "Tu literatura es femenina". ¿Qué quiere decir eso? ¿Hay literatura con apellido? Este libro no está escrito para mujeres o para hombres. Uno escribe.
Antes el hombre le podía pegar a su mujer y era parte de la vida privada, hoy es público.
—¿Cómo fue el desafío de tener un narrador hombre por primera vez?
—Fue fascinante. Al principio me había tentado convertir a Miguel en mujer, y después dije que no podía ser tan poco seria con la historia, porque no había mujeres jóvenes relegadas. No me costó nada hacerlo; al revés: me gustó. Además, como es un ser ambiguo con luces y sombras, le quita la cosa lineal que tiene la naturaleza humana masculina. A mí me gustan mucho los hombres, me caen bien. Me encanta la diversidad. Me encantaría que tuviéramos los mismos derechos, especialmente en el ámbito privado. En el público estamos ganando cada vez más.
—¿Cómo afecta a este reclamo las presidencias de Bachelet, de Cristina Kirchner, de Merkel?
—En Argentina, ya habían tenido a Isabelita, a Eva, que si bien no fue presidenta fue una figura de una gran potencia. Nosotros nada. Nuestra historia era totalmente masculina. Creo que se abre una puerta muy importante que no se cierra nunca más. Es irreversible, como la presencia de Obama, un presidente negro en Estados Unidos. Son hitos que marcan por completo una cultura. Ahora bien, lamento mucho que hayamos tenido malas experiencias con las presidentas en América latina: con Dilma Rousseff, con Cristina y con Michelle, a quien le está yendo cada vez peor, ya casi no tiene apoyo. No nos ayuda mucho. Merkel me resulta una figura atractiva desde el punto de vista de liderazgo femenino, pero en América latina no hemos tenido suerte.
No perdonar es una miseria, pero lo es para el que no perdona.
—¿Cómo ve la presencia de colectivos como "Ni una menos" que vienen desarrollándose muy fuerte en los últimos tiempos?
—Nosotros desde Chile lo seguimos. Cuando pusieron la fecha de la marcha nosotros pusimos la misma marcha a la misma hora. Ahora bien, yo tengo la teoría de que, a más avance de las mujeres, más las matan. Directamente. El miedo a perder el poder le saca al macho una cosa primaria de adentro y mata. Está comprobado que cuando en España llegó la democracia y las mujeres se organizaron, empezaron a matarlas más que nunca. En Chile, hoy día todas las mujeres pueden denunciar el maltrato. Antes el hombre le podía pegar a su mujer y era parte de la vida privada, hoy es público. Eso lo va desarmando y mata. Es un proceso horroroso. Mientras más crecemos nosotras, más femicidios hay.
—Amelia dice una frase fuerte, que además está en la contratapa: "¿Quieres saber quién me ha traicionado? Todos." Sin embargo, La novena, antes que una novela de la traición, es más una novela sobre el perdón.
—Cuando empecé a escribir tenía presente el tema de la traición. Las mujeres de esa generación fueron muy traicionadas en general. A las mujeres de clase alta le pasaban cosas como que los hermanos le robaran los campos, que el marido estuviera con otra, eran cosas muy de la cotidianidad. Pero me fue pasando que, a medida que escribía, no me hacía sentido el no perdonar. Pensé que no podía poner sobre las espaldas de Amelia el rencor, porque era un peso enorme. No perdonar es una miseria, pero es una miseria para el que no perdona. Es cargar un peso determinado que no vale la pena.
—¿Eso también es un mensaje a la sociedad chilena?
—Bueno, lo he pensado mucho. Especialmente a raíz del plebiscito en Colombia, que tanto pelean los que votaron que no se les puede perdonar. Me da una indignación. Por Dios, si este es un tema político. La única forma para una sociedad que sale de la guerra es el perdón. ¡Por favor, entiendan!
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