Hacerme preguntas e intentar una respuesta concreta y veloz se transforma en una tarea casi infructuosa. No soy buena para eso. Las preguntas me disparan nuevas dudas y así me veo trepada a un sistema arbóreo de nunca acabar. Y si la demanda tiene que ver con los motivos por los que escribo, tanto peor.
Aprendí a leer a los 3 años. Tales eran mis ansias por imitar lo que hacían los grandes, que debo haber conminado a mi abuela paterna para que oficiara de maestra. Me sentaba a su lado y con el diario desplegado en toda su inmensidad, me enseñó las letras y al instante empecé a leer cual loro que repite sin entender lo que grita. Como no podía ser de otro modo, la lectura devino en camino de ida. Nunca más pude abandonar los libros.
Desde muy diminuta atesoré colecciones de autores de diversos géneros y eso me marcó el paso hasta la actualidad. Los sábados por la mañana emprendíamos excursiones literarias junto a mi padre, que me llevaba a una librería de la avenida Santa Fe (aún hoy me detengo, la recorro, busco emociones) y me largaba a potrear entre los estantes conocidos. Todos los sábados me llevaba algún ejemplar de Los cinco, Los siete secretos, Las aventuras de Teban Sventon, Los Hollister o Puck. Hasta que descubrí la infinita fila de lomos amarillos de Robin Hood, y la novela que me cambió la vida. Cuando leí Mujercitas quise ser Jo March: una mujer independiente, escritora y que nadaba contra la corriente.
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Así fue como mis abuelos –el padre de mi madre y la madre de mi padre –avivaron, sin darse cuenta, el fuego incipiente que empezó a crepitar adentro de mí. Mientras que mi abuelo –anatomopatólogo reconocido- me permitía quedarme en su escritorio empapelado de libros del piso al techo, y elegir cualquier lectura absurda para una niña de 7 años, me llenaba de historias exóticas que lo tenían a él de protagonista. Él era quien leía con ansias extremas mis poemas en inglés, que luego se exponían en el colegio junto al resto de las niñas estimuladas por demás. Mi abuela, en cambio, con quien pasaba los sábados y domingos y las estadías de diciembre a marzo en Mar del Plata, leía novelas policiales con voracidad y luego me las pasaba para que yo les diera cuenta. Agatha Christie, Patricia Highsmith y el Séptimo Círculo alimentaron mi mente inquieta.
A partir de ahí, el hambre de libros fue difícil de saciar. De todo, hasta libros de Física podía leer, como si hubiera padecido la enfermedad del frenesí de lecturas. Hasta que llegó el día en que me atreví a pensar en escribir. Como si el ejercicio de leer me quedara corto, sentí el deseo de la escritura de ficción. Tal vez por el parentesco que llevo a cuestas –soy sobrina en sexta generación de Remedios de Escalada – o por el palimpsesto en que se había convertido mi imaginación, tuve ganas de escribir la historia de los amores de José de San Martín y su mujer. Esto dio comienzo a un viaje infinito e interminable por los recovecos de mi mente, que me llevó a nadar en las aguas de nuestro siglo XIX. Supongo que entrar ahí es sinónimo de buscar mi origen, entender los bamboleos del amor y el desamor y encontrar la historia que nos construye.
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Mis temas, mis obsesiones, parecen replicar aquellos caminos que atravesaban mis héroes y heroínas decimonónicos: incómodos, complicados, a veces llenos de barro y frecuentados por todo tipo de peligros. Pero no me dejo amedrentar. Investigo, escribo y mientras lo hago, vuelven a aparecer nuevas historias deslumbrantes que me urge escribir. Tengo la suerte de tener un gran espacio, rodeado de libros y demás objetos que alimentan mi imaginario, donde me gusta perderme durante horas. Allí escribo aquello que antes rumié. Vivo suspendida en aquel siglo glorioso, en el que estaba todo por hacerse, en el que San Martín, Belgrano o Rosas defendieron sus planes a mansalva, en el que Remedios, Pepa, Encarnación o Manuelita lloraron hasta sentirse vencidas y urdieron sus estrategias con la sabiduría de la femineidad.
*Florencia Canale es la autora de Pasión y traición. Los amores secretos de Remedios de Escalada de San Martín; Amores prohibidos. Las relaciones secretas de Manuel Belgrano; Sí, quiero y Sangre y deseo. La pasión de Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra.